Democracia y televisión
¿Quién ganó las elecciones?", se preguntaba días atrás, en estas mismas páginas, J. Ferrater Mora con referencia a las últimas de Estados Unidos. Y declaraba: "La respuesta es ésta: los llamados medios, y en particular la televisión". Presentando el caso en detalle y a lo vivo, acude Ferrater a confirmar algo que, en términos generales, vengo señalando yo en mis escritos, y que a veces he expresado también perentoriamente con fórmula muy sumaria: que es la televisión quien hoy manda en el mundo.El hecho es, por lo demás, demasiado notorio para que a nadie que preste la debida atención pueda escapársele. Y cuando yo lo he afirmado me cuidé siempre de aclarar que no apuntaba hacia supuestos poderes que, agazapados tras del mecanismo, lo manipulasen siniestramente como instrumento de sus propios intereses, sino que se trata de lo que resulta mucho más grave aún: es el aparato mismo, como un gigantesco robot, quien se hace obedecer. A diferencia de los regímenes dictatoriales, donde la televisión sigue las directivas trazadas por el Gobierno para reforzar su dominación sobre la sociedad, en la democracia, donde semejante utilización sería ilegítima, los mecanismos del aparato funcionan con inercia, movidos para responder a las demandas del sensacionalismo (no olvidemos el carácter de espectáculo público que el medio tiene), y acaso tironeados de acá para allá por quienes en algún momento encuentran acceso a la pantalla con intención de arrimar el ascua a su sardina, pero pendientes siempre de satisfacer la curiosidad pública.
No por esto hemos de imputar al sistema democrático -ni tampoco a una supuesta perversidad inherente de la televisión- los deplorables resultados de unas elecciones. Dejemos para las películas de ultraterrestres el terror ante las indominables fechorías del robot rebelde. Si las máquinas producen desastres, la culpa no será de ellas, pobre-inocentes, incapaces de distinguir entre el bien y el mal. Habrá que buscar la causa fuera de su eficiente mecanismo. Y a este respecto, el análisis político que Ferrater hace, atinado en sus datos, quizá no lo sea tanto en sus conclusiones; pues piensa, si no me equivoco, distinguiendo la imagen engañosa -televisiva- de los candidatos de su imagen real, que aquélla opera con tanto más efecto cuanto mayor sea la masa a la que se dirige.
Para empezar, la distinción no me convence demasiado; no consigo ver cuál sea una imagen real. El político que entra en la taberna a tomarse una copa con los electores de su distrito y les pregunta por su familia y negocio, o en la calle besuquea a sus niños, no está menos aplicado a fabricar una imagen para impresionarlos que el que se pone en manos de un técnico o empresa especializada encargándole el manejo de su campaña. En uno u otro caso, con mayor o menor destreza, están desempeñando un papel. La política es por esencia un arte de la representación, y ha de cumplirse -bajo modalidades diversas en los varios regímenes- como espectáculo. Por eso la pantalla televisiva le conviene de manera muy especial: el candidato viene a visitarnos en nuestra casa, y actúa ante nuestra vista, solicitando nuestra adhesión, nuestra simpatía, nuestro voto. Para una sociedad de masas como ha llegado a ser la actual, la televisión restablece aquel contacto entre representantes y representados que se había ido perdiendo con el crecimiento de las multitudes. Por supuesto, el espectador no deja de advertir que la imagen ofrecida a sus ojos es fabricada; pero entra en el juego, y aplaude o abuchea al actor según sea su actuación. Quiero recordar a este propósito una deliciosa anécdota: Napoleón, indignado con Talleyrand, le increpa: ¡Comedien!- y el viejo zorro, con la más refinada adulación, le replica: ¡Tragedien! En efecto, el político puede ser un héroe de tragedia, o representar una burda comedia bufa, pero siempre desempeña un papel. Esto es difícilmente sustituible por la presentación de un programa de partido con una lista de candidatos sin rostro ni nombre conocido, pues -aparte de que los electores desconfían, y con razón, de las promesas siempre exageradas que programas tales contienen, tanto como de las formuladas de viva voz por los candidatos individuales-, el factor emocional es imprescindible en política; y resulta evidente que la televisión introduce a su manera ese elemento de contacto humano. No hay, pues, que achacar al medio el que, en lugar de dirigirse desde la pantalla al público quienes aspiran a un cargo de gobierno presentándole honestamente los problemas en términos razonables, en lugar de discutir las cuestiones de interés común proponiendo dentro de lo factible proyectos de largo alcance, intenten atraerse al electorado mediante gestos, guiños, ademanes y chistes estúpidos, y se combatan entre sí con los bajos recursos del improperio, la insinuación injuriosa o la abierta calumnia. Nada de aquello, y mucho de todo esto, ha habido, por cierto, en las últimas elecciones generales de Estados Unidos.
Y aquí creo que convendría hacer también alguna puntualización acerca de la validez y funcionamiento del sistema democrático, ya que es mucha la gente -más en verdad, dentro de Estados Unidos que fuera del país- descorazonada por los resultados del sufragio y escéptica respecto del discernimiento del votante o del talante de la generación última. A mi parecer, se le hace agravio al cuerpo electoral,
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tanto como al público de los espectáculos recreativos de la televisión, sirviéndole un pasto tan vil como el que se le sirve. Le echan esa bazofia y, puesto que la consume -¡qué remedio, no hay otra cosa!-, se da por aceptado que es eso lo que le gusta. Durante el tiempo que allí he vivido pude darme buena cuenta de que, tras de Kennedy -cuya candidatura despertó ilusiones, quizá infundadas, pero evidentes-, cada nueva elección ha supuesto para muchísimos votantes una perplejidad penosa acerca de cuál de los candidatos podría resultar el menos inadecuado para el cargo de presidente; y cada uno de los elegidos fue hecho todavía bueno por su sucesor. ¿Qué alternativa se ofrecía en las de noviembre pasado frente al actual? Su triunfo (no tan arrollador como a primera vista pareció, si se compara el número de sufragios populares emitidos a favor de uno y otro candidato, y se calcula el de los posibles votantes que por indiferencia o apatía se habían abstenido de inscribirse) fue el triunfo del status quo frente a la nula oferta de su antagonista; en la ausencia de alternativas serias, fue el triunfo de la televisión moviéndose en el vacío a fuerza de trucos, triquiñuelas y martingalas publicitarias.
Así, pues, la televisión manda, en efecto; pero lo hace por dimisión de aquellos a quienes correspondería empuñar las riendas de la vida colectiva, de quienes debieran tomar la iniciativa histórica y asumir la responsabilidad de los destinos comunes. A falta de una tal dirección, es claro que el mecanismo de los medios de comunicación funciona -ya que no puede dejar de hacerlo- entreteniendo a los espectadores y oyentes con las trivialidades, majaderías y pequeñas o grandes miserias que llenan la actualidad cotidiana pasando por constituir el juego de la política.
Ni ello ha de imputársele al ímparable robot, ni tampoco cabe reprocharle a la gente que baile al son que le tocan. ¿Dónde está entonces la falla? ¿Por qué las dos grandes organizaciones partidarias de Estados Unidos se muestran hoy día incapaces de presentar al cuerpo electoral líderes de opinión pública a la altura de la tarea, dotados de visión y de energia moral para establecer criterios e imponer directrices? Quisiera yo tener una respuesta; pero debo limitarme a dejar abierta la cuestión.
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