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La utopía ya no es lo que era

El artículo de Manolo Vázquez Montalbán Contra la utopía (EL PAÍS, 1 de noviembre) puede suscitar en algún peculiar tipo de lector reacciones de perplejidad. En efecto, su lectura es algo así como asistir al despliegue de una coreografía sin escuchar la música. Y no es extraño que así sea: las figuras que ocupan el escenario son familiares, conceptos tomados del pensamiento marxista. Pero la música, la utopía marxista que daba sentido y vigencia a esos conceptos, ha dejado de sonar. Ése es, de hecho, el punto de partida implícito del artículo: la utopía, hoy, es sólo un latiguillo para compensar la falta de una estrategia o bien un sueño insostenible que se debe criticar para justificar un pragmatismo desarmado.

Seguramente eso no es casual. Quienes a estas alturas invocan la utopía cuidan mucho de no concretarla; quienes la critican, la identifican con un idealismo trasnochado. Todo parece indicar entonces que no hay ninguna utopía que informe nuestro pensamiento ni nuestra acción, en el sentido en que las ideas de revolución proletaria y de sociedad sin clases impregnaron nuestro horizonte en los años sesenta y primeros setenta. Puede ser lamentable que esto haya sucedido, pero el hecho es que la última utopía unitaria, la utopía marxiana, ha saltado hecha pedazos en años recientes, y que de ella sólo quedan reflejos parciales en esos añicos del viejo espejo que son los movimientos sociales.

Si se acepta esta realidad, es preciso dar cuenta de ella. Una posibilidad es explicar lo que en un principio se llamó crisis del marxismo como resultado de una estrategia del imperialismo a través de las multinacionales de la información y de las modas académicas. Personalmente, no creo que sea una buena explicación. La famosa portada del Time anunciando la muerte del marxismo ha sido sucedida años después por el anuncio, también en portada, de que el marxismo vive. Y la decadencia académica del marxismo latino ha sido compensada sobradamente por el auge de un marxismo anglosajón mucho más vigoroso. La utopía marxiana, sin embargo, ya no funciona: alguna razón de fondo habrá.

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En este marco, ¿qué sentido tiene hablar de pragmatismo desarmado? ¿Qué armas están a disposición de quien apuesta por cambiar la realidad y no se refugia en una marginalidad real o imaginaria? La respuesta clásica habría sido que debíamos revestimos con la coraza del marxismo-leninismo-pensamiento-Mao-Zedong; pero no parece que podamos ya hacer tal cosa. Careciendo entonces de sabidurías heredadas, sólo nos cabe recoger fragmentos de las ideas anteriores, los que nos van pareciendo más útiles o menos deteriorados, y tratar con ellos de entender en qué mundo vivimos y los caminos que se abren (o se cierran) ante nosotros.

Vázquez Montalbán, de hecho, hace lo mismo. Si el objetivo aparente de su artículo son los utopistas de carné, no es porque él -tampoco él- los tome en seno; su blanco son los pragmáticos, a los que imagina olvidando los viejos principios de la utopía realmente existente hasta casi ayer: el socialismo. Pero su error es creer que el pragmatismo es siempre fruto del olvido, creer que los pragmáticos desarmados lo están por haber abandonado sus armas y no por haberlas descubierto inútiles o insuficientes ante los enemigos reales.

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Para adoptar esa postura es preciso que Vázquez Montalbán siga aceptando la validez literal de tesis muy familiares del horizonte marxista. Tiene que pensar, por ejemplo, en la burguesía como un agente intencional y unificado, en sí mismo o a través del Estado, que diseña estrategias en las que los gobiernos socialdemócratas caen como inocentes moscas en la tela de una astuta araña. Da lo mismo, a estos efectos, que la burguesía española parezca a todas luces incapaz de elaborar una estrategia o un proyecto creíble, que se debata en una evidente crisis orgánica, que haya apostado sus mejores cartas por un perdedor profesional.

Estamos ante un escenario véteromarxista en el que las derrotas o insuficiencias de los gobiernos de izquierda deben ser fruto de su abandono en los principios y de la superior astucia de la burguesía. Es un poco alarmante para mí, un marxista reconocidamente vulgar, comprobar con qué facilidad los colegas abandonan el viejo materialismo histórico e interpretan los hechos de la política sobre la base de que las ideas, la moral o la astucia explican la historia. ¿No será, por el contrario, que la realidad ha evolucionado en sentidos no previstos?

Vázquez Montalbán nos propone, a fin de cuentas, dos principios que deberían guiar a los (auto) desarmados pragmáticos en cualquier reforma, por muy chata que sea. El primero, la democratización del Estado, es bastante indiscutible, pero no permite grandes alegrías ni apresuramientos, sobre todo en tiempos de crisis social, en los que una mínima reforma de la administración de justicia (por poner un ejemplo) se transforma automáticamente en una oleada de la opinión de derecha.

El segundo principio es la articulación de la sociedad civil, la canalización de la presión popular. Pero aquí, ay, es donde se descubre que sin utopía no hay proyecto estratégico, y así no hay manera de saber qué sociedad civil se debe articular, ni en torno a qué. ¿Se apoya a la clase obrera tradicional, ligada a sectores obsoletos, o se negocia el cierre de estos sectores para abrir paso a sectores de punta en los que pueda encontrar su sitio una nueva clase obrera? Y de las clase medias, mejor ni hablar.

Estos temas, tratados en un apresurado artículo periodístico, pueden parecer demasiado complejos. Tratados en un contexto más reposado (más académico también), son demasiado complejos. En estos tiempos y en estas condiciones, mucho me temo que no sea justo criticar a los pragmáticos por estar (medio) desarmados. Ya se sabe: desgraciados los que viven en tiempos interesantes.

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