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La última razón

El suicidio, hasta el último instante de la decisión, jamás pasa de ser una mera hipótesis no siempre bien calculada ni considerada. Quizá pudiera averiguarse algo sobre la forma en la que un hombre acierta -o yerra- a manejar su vida planteándole a su debido tiempo la cuidadosa disección de la tesitura desde la que se las ingeniaría para acabar con ella. Cuando alguien me preguntó -y me lo han preguntado ya repetidas veces- cómo me suicidaría, en el improbable supuesto de que estuviera decidido a hacerlo, claro es, siempre pude responder a bote pronto y sin dudarlo ni un instante: pegándome un tiro en el paladar. Pienso que es un medio rápido y seguro y que, de paso, tiene ya una cierta tradición literaria. Por supuesto que se manchan algo las paredes y el techo (los sesos suelen quedarse pegados al techo o a la lámpara), pero ese es problema que sólo debe preocupar a los herederos, además de que todos los suicidios comportan sus inconvenientes más o menos salvables o enojosos. El veneno, salvo el cianuro y quizá algún otro, suele ser lento y doloroso, y, para colmo, también algo hortera, aunque no tanto como los barbitúricos, y el tirarse por la ventana cuenta con terribles precedentes: el último, que puede uno acabar discutiendo durante ocho horas sobre Rabindranath Tagore y Nietzsche, para que, al final, no resten los ánimos suficientes de cara al salto,como le aconteció hace poco a un desgraciado en las Canarias.Una de las escasas mejoras que nos ha traído la vida moderna es la del movedizo criterio sobre la locura. Después de Foucault ya nadie puede mantener tesis fuertes acerca de las relaciones entre los locos y el uso preventivo de los servicios de la gendarmería manteniendo además cátedra de sensibilidad intelectual. Hemos descubierto que la locura es una constante doméstica, y quizá por eso hemos perdido todo el respeto y casi toda la fascinación que nos merecía un verdadero y fiero trastorno mental. En la medida en que ese es un signo de democratización, de utilitaria extensión de los estándares de la ya normal anormalidad, se trata de una mejora, sin duda. Pero quizá debiéramos dar marcha atrás a los calificativos y contemplar el perjuicio que causa siempre la pérdida de la intimidad de lo insólito. Afortunadamente, parece que la locura es también capaz de enseñar medidas y jerarquías, con lo que se mantiene, por encima del barniz igualitarista, todo el anterior universo de la excelencia de lo diferente.

El suicidio es una locura transitoria, una locura temporal. No me refiero a que haya de pensarse en trastornos momentáneos o pasajeros, imposibles en no pocas voluntades suicidas que enseñan sobre todo su tenacidad. Es temporal en tanto que se trata de un simple movimiento del tiempo que ha de acabar por fuerza en la pirueta de la muerte. Los griegos eran conscientes de cómo la absoluta racionalidad habría de llevarnos de forma necesaria a precipitar, escogiendo el momento y la circunstancia, lo que de todas formas es inevitable. Pero esa absoluta racionalidad sería, sin duda, una gloriosa forma de locura: la que es capaz de dar de lado y arrumbar a toda la carta emotiva de las pasiones soberanas en el alma humana. Y si el suicidio es una locura que se limita a mudar la escala de tiempo, podemos ya apresurarnos a proclamar la escala de excelencias de tal trastorno y la jerarquía que debe imperar en ella. Según pienso, Hemingway no puede aspirar a un puesto elevado en la gloriosa y confusa corte de los suicidas, ya que la economía de esfuerzos y la búsqueda de un rápido éxito están reñidas desde siempre con la gloria. En el otro lado del escalafón, el recurso del frustrado suicida canario a Nietzsche y su mejor entendimiento señala un récord difícilmente superable, a menos que tengamos en cuenta las voces pragmáticas que nos recuerdan el fracaso de su aventura.

Discutir durante ocho horas y colgando de los hierros de un balcón acerca de Nietzsche podría haberse considerado hace 15 o 20 años como un medio eficaz en sí mismo para acceder al suicidio. A principios de siglo, cualquier mozo preocupado por algo más que su carrera de Derecho o los vaivenes del corazón se reconfortaba -y también se consolaba- leyendo a Nietzsche y sus saludables consignas. Muchos años más tarde, esas costumbres de talante vitalista fueron perdiendo comba,, a medida que era Marx y no Ortega el espejo estético de los llamados, a la manera gramsciana, "intelectuales orgánicos". El general Franco Bahamonde, uno de los más grandes y cuidadosos forjadores de marxistas que ha conocido la historia de Occidente, remató con sus; dislates la aún vacilante jugada. ¿Quién podía ir presumiendo de nietzschiano cuando uno (le los libros de cabecera de los intelectuales era El asalto a la razón, de Lukács? Como el mundo siempre acaba dando una vuelta sobre sí mismo, nuestros mozalbetes han rescatado otra vez a Zaratustra (o, al menos, a Ciorán). Quizá sea esa una clave que reste mérito al cuasi suicida de Las Palmas de Gran Canaria. Exigir un interlocutor para la glosa de Ecce Homo o Aurora es hoy una prueba fácil de plantear. En cambio, hay menos marxistas, y desde luego no reclaman el holocausto sujetos a las páginas de La ideología alemana desde lo alto de un balcón, puede que por la dificultad de cargar con semejante peso o puede que por aquello otro del prurito racionalista moderado. La última razón griega de las autoinmolaciones no podía tener buena prensa en una época en la que cualquiera era inmolado gustosamente en los sótanos del Tribunal de Orden Público.

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1984.

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