Xavier Zubiri, a un año de su muerte
Hoy hace un año falleció en Madrid Xavier Zubiri, el más puro y riguroso filósofo español, en el sentido técnico de la palabra, de todos los tiempos. Toda su figura física menuda reflejaba la persona que era: reciedumbre vasca, sobriedad, rigor, austeridad. Una sonrisa ingenua y tierna a la vez iluminaba su rostro. Así como pura se nos aparece su filosofía, igualmente lo fue su existencia. Desposeído de su cátedra de Historia de la Filosofía, rechazó, con ejemplar desafío como lo cuenta Pedro Laín, los reiterados ofrecimientos para reintegrarse a la actividad docente. No quiso colaborar jamás con la dictadura, y se mantuvo siempre alejado y distante en defensa de su celosa dignidad. Naturalmente, era un espíritu conservador, y católico que no participó nunca de las ilusiones revolucionarías y románticas de la razón absoluta del modernismo ni tampoco del ingenuo desengaño del posmodernismo relativista. Durante toda su vida tuvo una única pasión -aumentar la cantidad y calidad de sus vastos conocimientos científicos- y un solo amor: el de la verdad y sobre todo el de la realidad de la verdad.Evoquemos aquí, somera y linealmente, la rica trayectoria de su pensamiento. En su primera obra, la antipascalina tesis doctoral Ensayo de una teoría fenomenológica, del juicio (1923), se pronuncia críticamente contra el subjetivismo, el psicologismo y todas las manifestaciones del irracionalismo. Mucho más tarde, en 1944, aparece su primera obra importante y original: Naturaleza, Historia, Dios, que corresponde a una etapa que Diego Gracia llama ontológica. Esta obra ejerce una gran influencia en la vida española, debido a sus exámenes concienzudos de la realidad y por la asimilación técnica y rigurosa de los datos más recientes de las ciencias experimentales. Así, en las páginas de este libro se esboza una futura ontología y a la vez una posible filosofía de la ciencia. Sin embargo, Zubiri no prosiguió el camino ontológico iniciado. Evitó con gran sabiduría la gran trampa en que podía encerrarle la ontología. Sabemos, por experiencia, que Heidegger al escindir el ser de los entes cerró el camino para llegar a una toma de posesión cabal de la realidad. Adorno también percibió sagazmente que la gran sombra que proyectaba la luz del ser sobre las cosas reales oscurecía su presencia concreta, material. Para orillar el escollo del idealismo subjetivo u objetivo en que cae todo ontologismo, Zubiri emprende con audacia otro camino nuevo: el del realismo puro y simple, aunque no ingenuo. Así, su obra sobre la esencia (1962) constituye un análisis, desde la mera impresión sensible de la realidad, de todas las más complejas estructuras reales.
Esta obra suscitó comentarios opuestos que desconcertaron a los lectores. En la Revista de Occidente, el profesor José Luis Aranguren juzgó la obra como neoescolástica y ajena a la problemática de la filosofía moderna. Nuestro gran filósofo en el exilio, Juan D. García Bacca, afirmó que Zubiri en esta obra no se apoyaba en la ciencia moderna, que, por tanto, conocía mejor que nadie, lo cual privaba de modernidad a su construcción filosófica. José Bergamín, fundador con Zubiri de la revista Cruz y Raya, manifestó que esta obra sobre la esencia constituía poesía pura de la filosofía, siendo Zubiri el Jorge Guillén de la metafísica, por la sublime abstracción de su pensamiento, sin referencias a estas miserias de las cosas de la tierra y se mostraba también admirado de la cristalina fluidez de su prosa filosófica. Recojo estos juicios tan diversos para confirmar la exactitud de la tesis de Diego Gracia sobre el desconcierto que provocó esta obra singular, la primera tentativa zubiriana de aproximación a una concepción filosófica del realismo. Sin embargo, esta obra plantea una serie de dudas que era necesario esclarecer. ¿Cómo superar la oposición entre el realismo ingenuo y el idealismo subjetivo? ¿Es posible analizar la realidad desde ella misma sin tener en cuenta el sujeto cognoscente, sin examinar las posibilidades que tiene el hombre de alcanzar y penetrar en el meollo de la realidad? Para responder a estos interrogantes escribió Zubiri esa admirable trilogía final que él gustaba llamar La inteligencia sentiente, a mi entender, su obra maestra. Ya había sostenido Zubiri en ensayos anteriores que el hombre es un animal de realidades abierto a ellas por su inteligencia sensible. Estamos, pues, enfrentándonos a un mundo ob-
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jetivo que sentimos sin poder esquivarlo. Zubiri se pregunta: ¿Qué es sentir? Dejarse impresionar por el mundo objetivo o la afección subjetiva de lo real. La oposición entre sentir e inteligir de la filosofía clásica es artificial y falsa. "Inteligir y sentir son sólo dos momentos de un solo acto: el acto de aprehender impresivamente la realidad", afirma Zubiri en dicha obra. Este materialismo sentiente o realismo sensitivo de Zubiri supera el tradicional dualismo idealista de sensibilidad pasiva y racionalidad activa.
Esta concepción de Zubiri sobre la inteligencia del sentir, de la progresiva inteligencia de la sensibilidad, ha quedado demostrada por la ciencia experimental moderna. Así, los experimentos del fisiólogo americano Judson Herrick lograron comprobar el sentido finamente teleológico de todos los movimientos del cuerpo, los trabajos del soviético Leontiev sobre los reflejos de búsqueda, la existencia de una actividad interior consciente del conocimiento sensible. Asimismo, Ananiev, en su Psicología del conocimiento sensorial, descubre que los ojos, las manos y los oídos desempeñan una función esclarecedora y directriz. Todos estos datos empíricos confirman la genial intuición filosófica de Zubiri.
En esta trilogía descubrimos un hallazgo importante: y, a mi entender, imperecedero, ¡que exigirá un desarrollo científico, y teórico ulterior. Se trata de su concepción de la primera impresión de la realidad con un atisbo de certidumbre. Por ello, las primeras impresiones no engañan nunca, porque apuntan certeramente a lo que es en realidad. "Toda impresión tiene un momento de afección, pero tiene otro momento, el de alteridad", es decir, de subjetivismo, pero también de objetividad indudable. Luego, lo que nos ha impresionado no pasa fugazmente, se queda, se está quedando. Este núcleo cierto, objetivo, de las impresiones, lo conservamos siempre intacto. El Lagos tiene, pues, una estructura dinámica al viajar dentro de esta certidumbre de lo real para llegar finalmente a una realidad efectiva esplendorosa y luminosa. Sin embargo, debemos aclarar que esta realidad que ilumina Zubiri está siendo, no haciéndose, es decir, no se cambia, muda ni transforma jamás. "Este siendo que no es un proceso ni un momento de un proceso". En efecto, Zubiri rechaza la temporalidad y la historia y sólo cabe concebir una temporeidad, un estar siendo dentro de la inmutabilidad definitiva de la realidad. Su realismo metáfico trascendental, ajeno al tiempo que pasa y la historia que transcurre, ¿puede acceder al meollo de la realidad? Es indudable que esta filosofía del pensamiento puro, por más grandiosa que sea su construcción angélica, no tiene posibilidad de verificación. No podemos saber nunca si lo que pensamos o éspeculamos es lo verdaderamente real. ¿Es posible en nuestro tiempo especular sin investigar? Con toda razón ha dicho el profesor Aranguren que esta obra de Zubiri señala el fin de la filosofía como metafisica. ¿Más allá? Comienza una nueva filosofía como ciencia, no cual la entendía Husserl, sino que todas sus construcciones teóricas se apoyen en los resultados de las distintas experiencias y conocimientos logrados por las ciencias particulares. La gran empresa metafísica de la filosofía que se inicia modernamente con Hegel, llega a la cumbre con Husserl y Heidegger y culmina en la trílogía de Zubiri La intelección humana. Ha llegado a su fin.
Pocos días después de fallecer Zubiri, Pedro Laín escribió en EL PAIS un notable y certero artículo titulado Inacabado, en el que expresaba toda su tristeza por lo que Zubiri podía haber realizado y como si dejase su obra incompleta. Sin embargo, creemos que esa nueva filosofía del futuro que se barrunta también deberá nutrirse de esas ideas germinales, fecundas del pensamiento zubiriano que no pudo llevar a un desarrollo último y completo. Las sinfonias inmortales son las que quedan para siempre inacabadas, esperando la mano sutil que reavive el discurso de las ondas sonoras.
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