Juegos del nihilista
Ese hombre enorme y sonriente que salta una valla como quien toma en volandas la pluma de un ave viva no es Rosie Ruiz; ríe como todos los atletas en medio del primer esfuerzo, cuando ya comprueba que sus músculos responden al estímulo temeroso del cerebro y se lanza como un avión de antes a la estrella final de una meta que se ve borrosa cuando se inicia la carrera y que está terminantemente borrada cuando se traspasa.Pero ese hombre que sigue riendo con la mandíbula breve y enjuta, como la quilla de un barco que corta el aire de las olas y deposita en el siguiente paso toda la fuerza acumulada a lo largo de cuatro años de espuma de sueño atlético, no es Rosie Ruiz. No es Rosie Ruiz, ni se acuerda de ella cuando alcanza el récord final que espera desde la sonrisa sin tacha de una cara negra y abierta; le dicen que vuele, y él vuela hacia la nada de oro de los récords, hasta que recibe el aplauso de los suyos -de todos- y encuentra que sobre el pecho le luce de oro el reconocimiento al esfuerzo de su risa.
En realidad no sabe nada de Rosie Ruiz, y sigue riendo en el grupo de los que corean su victoria, asombrados de participar en el sudor ajeno, en la carcajada con que se subrayan los récords. En ninguna esquina del estadio se sabe qué fue de Rosie Ruiz, ni nadie se lo pregunta, porque quien está en medio de la fiesta sin toallas de los 400 metros es Edwin Moses, y este hombre que ríe mientras salta las vallas que obstaculizan su carrera de Concorde sin marcha atrás es el héroe de verdad, el de este lado del paraíso, y Rosie Ruiz es una heroína sin nombre que ha quedado sepultada debajo de los legajos de papel que hoy son ya los kilómetros de periódicos que nos han llevado a casa la gloria y la foto de los olímpicos; es una heroína de mentira, fabricada al margen de la razón oficial, surgida del frío subterráneo del metro de Nueva York, audaz corredora hacia la nada que ganó con fraudé una maratón neoyorquina -tomó el metro en una estación, desembocó en la meta de la carrera y la ganó sin esfuerzo alguno; fue descalificada-; ahora Rosie figura en el título que Samuel Beckett hubiera puesto a las carreras de los innombrables: las Olimpiadas de los Nihilistas. Corren con su propia estética, la estética de los que desprecian el récord, y se ríen del esfuerzo oficial con la boca cerrada de los que miran desde fuera el brillo del oro.
Edwin Moses es el héroe convincente; Rosie Ruiz es la heroína de la transgresión, el fruto de la época, la carcajada del topo, la que cruzó Nueva York como un obús ayudada por la tecnología de punta de un metro limpio para los domingos. Edwin Moses se ríe mientras salta la valla y corre; Rosie Ruiz leía a Rilke, lentamente, mientras llegaba a la estación cercana a la meta. Luego vería, con la cara abierta del que está descansado, cómo sus colegas arribaban circunspectos, con esa cara de Jimmy Carter en dificultades que se les pone a los joggers que cultivan la carrera en multitud. Rosie Ruiz pasará a la historia como una heroína del nihilismo olímpico. No es preciso matricularse para optar a ese privilegio.
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