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La ciudad, refugio del paisaje

En una reciente exposición sobre las directrices del plan de Arezzo, Augusto Cagnardi anunció, quizá con demasiada vocación apocalíptica, un problema de gran trascendencia para el futuro del paisaje agrícola tradicional: esa especie de aproximación civilizada al paisaje natural. Los altos niveles de industrialización de la agricultura que se están alcanzando en los países desarrollados -y en los colonizados- permiten prever transformaciones mucho más rápidas y radicales que las producidas hasta ahora por la sucesión y superposición de los viejos asentamientos agrícolas. Quizá más radicales incluso que las producidas por las grandes implantaciones urbanas. Si la industrialización del campo continúa, el grado de artificialidad llegará a límites exasperantes. Probablemente una buena parte de la Toscana, decía Cagnardi, cambiará de topografía, de estructura parcelaria y de vegetación. Un nuevo ritmo de colores, de materiales y de construcciones la harán irreconocible para los poetas y los geógrafos que durante siglos han hecho su apasionada apología.En España el fenómeno ya se ha insinuado con toda su gravedad. Basta ver el nuevo paisaje del Maresme o de algunas zonas de Almería: los invernaderos los movimientos de tierra, los silos y los almacenes, los sistemas de recolección y transporte han cambiado enteramente una geografía que hasta ahora reconocíamos como un fundamento de identidad.

Ya sé que esto no es un fenómeno nuevo, porque a lo largo de la historia la obra del agricultor ha sido siempre un agente de transformación del paisaje, y a menudo esa transformación ha traído ingredientes muy positivos, incluso desde el punto de vista de la estética territorial. Pero la novedad está en un factor típico de las últimas oleadas de la civilización industrial: los nuevos episodios alcanzan un inusitado grado de artificialidad, abarcan áreas nuevas y más extensas y se producen según un proceso más rápido y contundente, sin permitir que las sedimentaciones históricas o las coherencias físicas y sociales le den mayor legitimidad. De la misma manera que el crecimiento rápido de la ciudad industrial moderna provocó el caos deshumanizado de la periferia urbana, ahora la aceleración industrial de la agricultura generará el caos suburbial -subagrícola hay que decir- del paisaje.

Junto a los cambios morfológicos se vislumbran ya cambios todavía más profundos. En las zonas agrícolas industrializadas se están perdiendo los contenidos tradicionales: los ritmos de producción ya no corresponden a los ritmos climáticos, la pequeña fauna que rondaba los cultivos ha desaparecido o se ha domesticado en función de mejores rendimientos, el valor psicológico del ambiente ha perdido la fuerza de contraposición a los valores urbanos, los asentamientos de población pasan de la estructura de alquería a la de fábrica y almacén. Es evidente que dentro de poco, para encontrar lo que había sido la naturaleza habrá que ir muy lejos de los núcleos habitados y productivos, si es que el monte ignoto o el páramo desierto han logrado por lo menos una protección eficaz. Pero el paisaje agrícola tradicional, que explicaba mejor que nada la historia de cada país, habrá que conocerlo con la instrumentación turística de unos nuevos safaris nostálgicos hacia los lugares mas recónditos del Tercer Mundo.

No sé si este panorama es auténticamente catastrófico o si simplemente nos inquieta porque nos asustan las transformaciones radicales, como buenos conservadores temperamentales. La experiencia de la ciudad nos tendría que consolar. Asentamientos que fueron reprobados en su origen son ahora tesoros de la cultura, y quizá dentro de unos años veremos con ojos comprensivos -o con teorizaciones magnificantes- lo que hoy son suburbios impresentables. Pero de momento no iría mal enfocar alguna política de reservas, aunque fuese para asegurar una futura capacidad de alternativas.

A lo largo de la historia moderna la cultura urbana ha sido la que ha acabado dando solución a los problemas creados por el alto grado de artificilidad de los procesos de industrialización, aprovechando y reutilizando la misma artificialidad: el régimen climático distinto, la nueva higiene, los medios de comunicación, la velocidad de los sistemas de información y control, la conservación de los monumentos históricos, la afirmación de la idiosincrasia cultural, etcétera. Ha sido siempre la ciudad la que ha ofrecido con mayor eficacia y con mayor generosidad las reservas de la historia y de la cultura. ¿No le corresponderá también a la ciudad la conservación artificial de una naturaleza -o de la relativa naturalidad histórica de la agricultura- que en algunos aspectos está destinada a perder el carácter que hoy le atribuimos?

Los grandes parques modernos presentan ya síntomas en esta línea. El precedente más significativo es el Central Park de Nueva York. Cuando se decidió allanar la compleja topografía de la zona de Manhattan para homogeneizar físicamente la explotación del nuevo suelo urbano, el rectángulo central quedó como un testimonio de la naturaleza original. La conciencia de que aquello era una reserva y un testimonio se adivina incluso en el trazado del parque, en el cual Olmsted simuló el esquema de otra Nueva York, trazada no con una estructura plana y regular, sino con las referencias a la geografía real.

Pero si el Central Park es el refugio de una naturaleza que se ha visto desplazada por la ciudad, muy pronto los parques urbanos tendrán que ser el refugio del paisaje acribillado por la industria agrícola. Algo se vislumbra ya en los nuevos parques de las ciudades millonarias. La voluntad ornamental de Le Nôtre o la clasificación científica de los jardines botánicos dejan paso a una recreación testímonial: el mantenimiento de las especies locales, la reproducción de los ámbitos vegetales que van desapareciendo, la organización de los equipamientos como viejos asentamíentos agrícolas. Sería caricaturesco sacar como procedente el hameau paysan de los ilustrados románticos o el village suis de las exposiciones universales. Se trata de otra cosa. Dentro de unos años, quien quiera ver naturaleza lo tendrá más fácil en la ciudad que en el campo.

Pero el problema no está solamente en conservar esa naturaleza virgen, sino en rehacer la experiencia productiva de la agricultura tradicional, que está en trance de desaparecer. Quizá la preocupante falta de modelos formales para los paisajistas de hoy -periclitados los ciclos del parque neoclásico y romántico y generalizados los mimetismos cada vez más carícaturescos- se subsanaría con la recreación de los ahora ya insólitos ejemplos de la agricultura, que permitirían desarrollar un nuevo discurso formal legitimizado por las referencias a tipologías conocidas, por el potencial pedagógico, por el fortalecimiento de memorias entrañables y por la capacidad de experiencias actualizadas. De la misma manera que defendemos la reconstrucción de la ciudad histórica en términos de uso y representación, habrá que apoyar la generosa amplitud de la cultura urbana para que sea ella la que reconstruya y reutilice el paisaje agrícola, dejando que la industrialización genere, por su lado, en ámbitos inconfesables, el caos del paisaje subagricola.

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