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El partido de la abstención

Tras las arduas campañas de los precandidatos, tras los últimos y penúltimos vaivenes del aparato partidario para completar la fórmula ideal, la reciente convención del Partido Demócrata norteamericano aportó algunas curiosas referencias sobre la proyección social de, esas ceremonias, tal como son entendidas y codificadas por las estructuras del que hacer político en ese país tan inmenso como desconcertante. Enfrentado a sondeos de opinión que colocaban insistentemente al presidente Reagan con una amplia ventaja, el partido de los Kennedy ha tenido que aguzar su imaginación para tratar de conquistar todos los votos posibles, sin menospreciar (al menos por esta vez) a negros, mujeres, ricans, chicanos e hispanos en general. Era imprescindible pulir y afinar la capacidad de seducción política; es de presumir que de esa compleja tarea se habrá ocupado todo un equipo de expertos en masificación, psicólogos sociales y ordenadores japoneses.Como es obvio, Reagan cuenta con el firme apoyo de los sectores ligados a las industrias militares (cuyos períodos de máximo esplendor siempre han coincidido con la guerra fría), de las grandes multinacionales (pero no todas), de un amplio sector de clase media que es más sensible a la recuperación económica interna que al monstruoso déficit del presupuesto, de la económicamente poderosa comunidad judía, de la colonia cubana anticastrista de Miami y su acuciante lobby, de la no despreciable zona de influencia de la John Birch, Society y el Ku-Klux-Klan, así como de los rescoldos del macartismo, y, sobre todo, de esas nutridas capas del pueblo norteamericano que son particularmente sensibles al estilo autoritario, pedante, torquemádico, autosuficiente y temerariamente belicista del presidente/ candidato.

Teniendo en cuenta esa amplia gama de fervores, la tecnocracia demócrata planificó todo lo planificable. El hecho de que el reverendo Jesse Jackson, pese a la admitida imposibilidad final de su nominación, se mantuviera en la lid hasta la convención de San Francisco se debe en buena parte a su innegable carisma y a su formidable capacidad oratoria, pero también a que en esta ocasión el partido precisaba inexorablemente el voto de la población de color y, enganchado a ese carro, el de los ricans, el de los chicanos y el de otros sectores marginados. Por otra parte, la meditada designación de Geraldine Ferraro apunta a tres sectores. El más obvio, las mujeres, capitalizando así la indignación de las feministas ante el insólito machismo presupuestario del presidente Reagan. No es descartable que el apellido Ferraro convoque a la gran familia italoamericana y obtenga además la subliminal pero soberana aquiescencia de la rama estadounidense de la Mafia. Por último, Geraldine Ferraro defiende la posibilidad del aborto (punto a favor ante las feministas), pero confiese cautamente que en lo personal no es partidaria del mismo (baza fundamental ante los católicos). No olvidar que la candidata ha hecho contundentes declaraciones a favor de Israel y contra los árabes, con lo cual cumple la doble función de desautorizar el alarido fanático de los musulmanes negros de Estados Unidos y de competir con Reagan en la obtención del voto judío. En lo religioso se ha presionado, como era previsible, para que la amplitud de Dios no tenga motivos de queja: Mondale es protestante, hijo de pastor metodista, en tanto que su compañera de fórmula es católica practicante.

Resta, por supuesto, la revelación de esta competencia: el senador Gary Hart, quien con su talante deportivo y kennediano (algo así como vino viejo en odres nuevos) apostó desembozadamente al voto de los jóvenes, y ahora tratará de transferirlo a Mondale. Hasta el triple apretón de manos que culminó la convención fue una imagen rigurosamente calculada. O sea, que los demócratas han hecho lo posible y lo imposible por aminorar la distancia que los separaba, de Reagan, y, si se da crédito a las últimas encuestas, parecería ¡que lo estuviesen logrando.

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De todas maneras, el dato más revelador del ambiente que enmarca las dos grandes convenciones es que nadie se acuerda de la gran mayoría (tal vez el conglomerado cívico más coherente) que no acude a votar. Siempre se ha dicho que en Estados Unidos el gran partido mayoritario es el de la abstención. Un presidente como Reagan, que alcanzó en 1980 una de las victorias más contundentes de la historia norteamericana, en realidad salió electo gracias al voto de aproximadamente la cuarta parte dejos habilitados para votar. Los norteamericanos sonríen con explicable sarcasmo cuando los teletipos informan de que en la Unión Soviética un candidato suele obtener el 98,7% de los votos posibles, pero los soviéticos deben de reírse a su vez a carcajadas cuando los télex anuncian que un candidato norteamericano puede alcanzar la primera magistratura con poco más del 25% de los votos posibles. Algo debe de ocurrir en un país, corrientemente presentado como el paradigma de la democracia, cuando la mitad de la ciudadanía desconfía tan rotundamente de ese sistema como para no molestarse en aportar su voto ni siquiera una vez cada cuatro años.

Pocas ilusiones

El ensayista brasileño Regis Cabral ha señalado que "a pesar de que Estados Unidos es un país que se considera desarrollado porque domina la tecnología y es fuerte en materia económica, está subdesarrollado ideológicamente". ¿Será acaso ese subdesarrollo ideológico la razón de que, pese a que se buscan y rebuscan formas de seducción política para atraer a las mujeres, los negros, los puertorriqueños, los chicanos, los judíos o los italoamericanos, no se escucha, sin embargo, ningún discurso político) que haga referencia a la imponente mayoría que se abstiene? Tal vez ésta no es aludida porque en ese caso habría que preguntarse por qué se abstiene, por qué tantos millones de norteamericanos le dan la espalda al normal ejercicio democrático.

Sin duda es menos arriesgado no preguntarse por qué en los últimos 35 años casi un centenar de ciudadanos norteamericanos "ha muerto víctimas de la locura de sus prójimos"; por quá la mayoría de los condenados a muerte son negros; por qué Estados. Unidos es el único país que hasta ahora ha usado la bomba atómica y por qué basa su incesante rearme en la demostrada falsificación de datos sobre el poderío nuclear de la Unión Soviética; por qué hay sectores del Pentágno que, no conformes con la doctrina de la destrucción mutua asegurada (MAD), crean y desarrollan la posibilidad de ganar una guerra nuclear, sin importarles el millonario precio en vidas que costaría esa victoria pírrica; por qué la Administración recorta ostensiblemente los gastos sociales y en cambio incrementa de rnanera monstruosa los gastos militares.

Parece que hoy está de moda decir que Reagan es "el líder indiscutible de Occidente". Para Reagan no es exactamente un elogio, ya que él pretende serlo del universo y sus alrededores, pero en cambio para Occidente es sencillamente un bochorno. En ese sentido, el Partido Demócrata tiene el inconveniente de no tener un líder de primer rango (digamos el equivalente de un Roosevelt o un Kennedy), pero posee en cambio la ventaja de que el líder adversario sea (al menos en lo internacional) francamente impresentable. El mundo entero, pero sobre todo el Tercer Mundo, sabe que no debe hacerse demasidas ilusiones con los demócratas. Roosevelt está lejos y Lincoln mucho más. No olvidemos que fue Truman quien autorizó las masacres de Hiroshima y Nagasaki e inició la nefasta era del macartismo, y que fue nada menos que Kennedy quien decidió la intervención masiva de tropas norteamericanas en Vietnam y dio el visto bueno al desembarco en playa Girón. Ambos eran demócratas. Pero también es cierto que nadie puede ser peor que Reagan.

De la Realpolitik de Henry Kissinger a la estrategia trilateral de Mondale y/o Bush (tanto el candidato. a la presidencia por los demócratas como el candidato a la vicepresidencia por los republicanos provienen de esa poderosa entidad mundial fundada por el banquero Rockefeller en 1973) la diferencia no es demasiado importante, pero el mero augurio de que Reagan no obtenga el aval para un segundo período en la Casa Blanca (en el cual gozaría de la impunidad que significa no poder aspirar a un tercer período) traería una legítima sensación de alivio a nivel mundial. Y no sólo respirarían las izquierdas; también las derechas saben que, en la eventualidad de un holocausto (y Reagan es probablemente la única persona que podría provocarlo), el abismo nuclear no haría distingos entre diestros y siniestros.

De manera que, considerando los sacrosantos intereses de la humanidad y su supervivencia, no cabe otra actitud que la de solidarizarse con los psicólogos sociales del Partido Demócrata y pedir a Walter Mondale y a Geraldine Ferraro que verdaderamente no se abracen ni se besen, ni se toquen, ni se miren, ni se escuchen, ni se laman, ni se huelan, ni se manden cartitas perfumadas, ni se hagan guiños de complicidad. Más aún: a fin de no dar el menor pretexto para que Reagan los (y nos) condene a la hoguera nuclear, sería preferible que ni siquiera se voten. Después de todo, se convertirían así en dos militantes más del mayoritario y consecuente Partido de la Abstención.

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