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Tribuna:
Tribuna
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Lengua, literatura y política

Desde siempre me he esforzado por reivindicar la autonomía de la creación artística en general, y en particular literaria, y de la obra misma de arte, frente a los demás campos de la actividad humana, aun aceptando que con frecuencia estos otros campos de actividad puedan ser más apremiantes y de mayor importancia, si se quiere, en el sentido del primum vívere; pero al mismo tiempo que reivindicaba la autonomía del arte he procurado reconocer que es inevitable la injerencia e influencia de factores ajenos, muy especialmente el de la política, sobre la literatura, tanto en su condicionamiento como en cuanto atañe a su efectividad social, y sobre todo en este último aspecto. Un simple hecho al que en más de una ocasión he aludido: el de que cualquier bazofia publicada en inglés sea traducida hoy de inmediato a todos los idiomas, mientras que acaso la obra genial de un poeta portugués o lituano deba a la suerte el salir, si es que al final sale, del recinto de su idioma, ilustra bien lo que digo. La relación entre el poder político y el prestigio literario constituye una realidad ineludible, no siempre tan grosera como en ese ejemplo, pues se manifiesta en formas muy diversas y a veces demasiado sutiles; pero una realidad con la que debemos contar, sin que nos dejemos arrastrar ni confundir por ella. Nuestros juicios y opiniones deben basarse en una nítida conceptuación.Hace ya muchos años propuse yo una especie de axioma que luego han recogido y repetido otros: que la patria del escritor (del escritor en cuanto tal) es su lengua. Y en fecha ya tan remota como la de 1952 publiqué un ensayo donde, bajo el título de El escritor de la lengua española, procuraba justificar el aserto, fundado en la comunidad cultural que el idioma incorpora. "Por qué", me preguntaba yo entonces, "se hace necesario afirmar lo obvio: que todos los escritores de nuestro idioma constituimos una literatura única, un solo cuerpo de cultura?". Y me respondía: "Porque, decaídos nuestros pueblos de iniciativa histórica, y políticamente divididos en Estados varios -lo que en absoluto no considero un mal, sino tal vez un bien inapreciable, -nos hemos ido enredando en las inapropiadas falacias del nacionalismo hasta el punto exagerado de postular literaturas nacionales que, en el hecho, no tienen otra realidad sino la de afirmación ideológica, aspiración dictada por consideraciones o sentimientos de índole política y en todo ajenos a la literatura misma. Así, mientras que a nadie se le ocurriría eliminar de las letras francesas el nombre de J. J. Rousseau, para agruparlo, digamos, con Gottfried Keller en una presunta literatura suiza; mientras que éste, suizo, y Joffmansthal, austríaco, se agrupan con Rilke, nacido en Bohemia, dentro de los cuadros de la literatura alemana; mientras que cualquier escritor belga de la rama valona se agraviaría con quien quisiera excluirlo de la literatura francesa, oímos hablar continuamente de literatura ecuatoriana, panameña, cubana, argentina, chilena, etcétera, etcétera, o propugnar, cuando esto parece demasiado absurdo, un nacionalismo literario ampliado a Hispanoamérica, por contraste con España. Y no es que falten -¿cómo podían faltar?- los rasgos locales en la producción literaria de todos esos países, aunque, a decir verdad, sean demasiado tenues y casi exclusivamente reducidos al material temático, de un pintoresquismo por lo común mostrenco; pero aun en el aspecto en que tales rasgos externos tocan al nervio de la literatura, como ocurre con el empleo de un lenguaje local, ello no hace sino confirmar con la presencia de un simple matiz la unidad literaria del idioma".

Estas palabras datan -dicho queda- de hace ya muchísimos años. Fueron escritas cuando las consecuencias de la guerra civil española habían hecho problemáticas las relaciones literarias dentro del ámbito de nuestra lengua castellana, al secuestrar en el aislamiento impuesto por el régimen triunfador a un sector de la intelectualidad peninsular, expulsando a otro sector muy con siderable, y dispersarlo en un exilio que me induciría a plan tearme a mí mismo en mi fuero interno, y plantear públicamente en 1948, la cuestión acerca de "¿para quién escribimos nosotros?". La ideología y la práctica del franquismo, con su rancio tradicionalismo histórico, tenían que despertar, además, reacciones de antipatía en el continente americano. No me cabe duda de que sus falsas pretensiones de hegemonía, aun reducidas a la inocuidad de la mera retórica, debieron acentuar las posiciones de ese nacionalismo cultural que en los países hispanoamericanos se había constituido ya a su vez en una cierta tradición antiespañola, gemela de lo que en la Península se denominaba la anti-España. No podían dejar de causar irritación en aquellas tierras -y es sólo un ejemplo- las alharacas sobre "la lengua del imperio", por más que la inanidad a que España estaba reducida entre la potencias del mundo actual les diera una dimensión grotesca. Pero si fuera de los límites del Estado español la política inspirada en ideas tales río pasaba de ser flatus vocis, dentro de sus fronteras, en cambio, actuaba con demasiada eficacia: convertida en instrumento de poder, la lengua castellana se aplicaba a oprimir y reprimir otros idiomas vernáculos de poblaciones peninsulares, y no es sorprendente que éstos -principalmente el catalán- fueran usados también por su parte, y en la medida de lo posible, como instrumento político en la lucha contra el régimen. Desde aquellas fechas de la posguerra hasta la de hoy, las circunstancias han cambiado mucho; han ido cambiando a lo largo de un proceso en el que creo in dispensable destacar algunos puntos de especial relieve. Tales serían, por lo que a nuestro tema concierne, entre otros, el deslumbramiento un tanto ingenuo que experimentaron los escritores peninsulares al descubrir la obra de creación literaria producida en nuestra lengua común fuera de las fronteras del Estado español, durante el black-out cultural del franquismo, el boom mundial alcanzado por la novela hispano americana y el exilio sufrido por muchos escritores de ese continente, al tiempo que en España misma empezaba a aflojar la presión de la dictadura.

Ahora nos encontramos por fin instalados en la democracia, y para muchos efectos las posiciones se han invertido. En cuanto se refiere a la básica comunidad literaria fundada sobre la lengua castellana -esta república de las letras de que somos ciudadanos todos los que las cultivamos en español, cualquiera que sea la ciudadanía civil de cada uno-, me parece que no existen discrepancias apreciables. No faltará quien quiera remontar los orígenes de la literatura guatemalteca a los mayas, o los de la andaluza a los árabes, pero estas fantasías traslucen demasiado la inevitable intrusión de factores políticos -en su caso, de la ideología nacionalista- en el campo de la creación poética. Tal intrusión es fuente de perturbadoras confusiones. Formulada la ideología nacionalista por el romanticismo alemán a principios del siglo XIX, cifraba en el idioma -según es bien sabido- la expresión más genuina del espíritu nacional, reclamando para cada nación un Estado independiente y soberano. Pero la relación entre nación e idioma es muy incierta, muy variable, conforme se llega al terreno de la práctica. Si el Estado ha usado el, lenguaje como instrumento de unificación nacional (piénsese en la langue d'oïl para Francia, o en la castellana para España), por otro lado, los nacionalismos surgentes, o insurgentes, se apoyan en el idioma local para sustanciar sus reivindicaciones políticas. De ambas cosas tenemos aquí ejemplo abundante.

Y si enfocamos el asunto desde el ángulo de la literatura, la falta de una clara y adecuada distinción conceptual entre la patria del escritor (su idioma) y la del ciudadano (el Estado de que cada cual sea súbdito) ocasiona vacilaciones, perplejidades e incongruencias varias que deben hacernos reflexionar. La cosa no es nada fácil. Véase lo que ocurre con el adjetivo español cuando hemos de aplicarlo a cuestiones literarias. Para aquellos escritores que son ciudadanos de países hispanoamericanos resulta embarazosa la calificación de españoles (aunque todavía Sarmiento llamaba españoles americanos a los americanos de nuestra lengua) y, por otra parte, afirmar, como es frecuente aquí, en España, que la literatura (o la lengua) catalana, o la gallega, o la vasca, son lenguas y literaturas españolas implica, a juicio mío, atribuirle al Estado el último y definitivo criterio en materia que no le pertenece. Estamos, desde luego, ante un problema de conceptuación, y problema muy serio. Recuerde, bien que cuando Ángel del Río publicó en Estados Unidos su excelente compendio de Historia de la Literatura Española tuve con él una amistosa discusión al respecto: ese admirable libro excluye a los escritores de lengua española nacidos en América (salvo cuando, como en el caso de Rubén Darío, su influencia soberana los hace imprescindibles), pero dedica, en cambio, sendos apartados a las literaturas catalana y gallega, lo que para mí agraviaba la dignidad de tan ilustres letras, así relegadas a un puesto secundario. Evidentemente, el criterio -nada excepcional por lo demás- con que el libro había sido concebido era el de encajar la creación poética dentro del marco de un Estado político determinado.

Éste es el criterio que ahora parece prevalecer entre nosotros, cuando la política de opresión idiomática montada sobre la exclusividad del castellano ha sido sustituida por una política de aceptación, reconocimiento y promoción oficial de otras lenguas peninsulares. Y aunque sea una cuestión de concepto, no lo es de mera semántica, pues viene cargada de consecuencias prácticas en las que el equívoco se hace muy visible. Así, por ejemplo, existen en España premios literarios de gran dotación a los que tienen acceso todos los escritores de lengua española (es decir, de lengua castellana, o, más precisamente, de, la lengua española cuyo origen es el castellano); pero si el catalán, el gallego o el vascuence son también lenguas españolas en razón de ser ciudadanos del actual Estado español quienes las emplean, ¿por qué habrían de estar excluidas sus obras de esos concursos? Todos sabemos que no se trata de una cuestión teórica abstracta. Y todos podemos vislumbrar, a todos nos es dado desentrañar, a poco que prestemos atención, los ingredientes políticos que contiene. Porque inevitablemente, como al comienzo dije, la creación literaria está siempre en alguna medida matizada por los condicionamientos políticos de uno u otro signo, y su efectividad social resueltamente sometida a factores semejantes. El idioma alemán, y su literatura, sirvieron de instrumento, a principios del siglo pasado, para suscitar en los pueblos centroeuropeos que lo hablaban una aglutinación nacionalista contra el imperio napoleónico; el francés y el español fueron instrumento de la unificación nacional en manos de los Estados respectivos; las lenguas particulares en varias regiones del planeta han sido y son utilizadas como instrumento de promociones políticas nacionalistas -y éstas no son sino algunas de las manifestaciones de alta proyección, a las que podrían agregarse innumerables otras-. Los empeños del poder movilizan y reclutan a su favor las más diversas actividades sociales; la política -y ello, repito, es inevitable- invade el terreno de las letras, influyendo de varias maneras sobre la literatura. No valdría la pena lamentar -si lamentable fuere, que no lo sé- algo que de todos modos no tiene remedio. Tan sólo advierto que más vale, eso sí, tenerlo presente para que las ideas no se nos confundan.

Mucha confusión padecemos aquí, en España, a este respecto en la hora del cambio, cuando en lugar de perseguir y oprimir los idiomas peninsulares distintos del castellano, como el régimen anterior hacía, los poderes públicos los reconocen y respetan. Esta nueva política, que a mi entender es la sana y correcta, ha dado lugar a actitudes de fomento paternalista e incluso a presiones revanchistas. Hace no mucho hube de expresar mi solidaridad con la queja de un escritor gallego a quien celosamente reprochaban sus paisanos que escribiera en castellano, y sospecho que a algunos cultores de la noble literatura gallega les resultará intolerable, por razones de nacionalismo político, la idea de que ella forma parte de la lengua portuguesa, de manera análoga a lo que estamos viendo que ocurre en la región valenciana, donde muchos se resisten a aceptar que su particular idioma pertenece al área lingüística del catalán. Es innegable que la razón política prevalece ahí sobre las realidades histórico-culturales.Y no me atrevería yo a discutirle a la razón política el derecho a la primacía que, con sus urgencias vitales, ejerce de hecho en el entrejuego de todas las demás relaciones humanas; quizá deba, en efecto, prevalecer, como con tanta frecuencia prevalece, por aquello del primum vívere. Pero bueno será, en tal caso, que, cuando así sea, lo tengamos claro y no nos dejemos envolver en e engaño de dar por liebre literaría lo que en verdad sería el gato encerrado de la ideología y la práctica políticas.

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