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¡Cuidado con el eclipse!

Fernando Savater

Suele pasar que nuestros protectores oficiales le cogen tal gusto a su labor tutelar que acaban por inaugurar peligros tan sólo por el placer de librarnos de ellos. Padecemos una oleada de asfixiante paternalismo, que, como todo el mundo debe saber, no es más que la versión ñoña del autoritarismo. El otro día tuvimos una prueba fehaciente de ello cuando se anunció un eclipse solar observable en toda España. Confieso un interés mediocre por cualquier fenómeno que un científico pueda prever o explicar: de la ciencia sólo me interesan los cachivaches que fabrica, tan ingeniosos, superfluos, líricos y atroces. Lo demás no me lo creo. Mi modelo siempre ha sido el escéptico payés de aquella tertulia de la que hablaba Josep Plá en el Quadern gris, que cuando otro contertulio -entusiasta de las luces y el progreso- anunciaba triunfalmente: "Para mañana, a las cinco, el observatorio dice que habrá eclipse", le respondía con sorna: "Ya será a las cinco y cuarto...". De todas formas, las cosas que transcurren en el cielo siempre gustan, y recuerdo de pequeño algún eclipse muy celebrado que vimos los de mi colegio desde La Concha, a través de fragmentos ad hoc de botellines de cerveza. Pues resulta que, sin saberlo, nos estábamos jugando la vida. Cuando hace unos días nos advirtieron del próximo espectáculo solar, el tono fue decididamente apocalíptico: "No se les ocurra mirarlo... lesiones irreparables en la córnea (o en la esclerótica o donde fuere) ... los niños peligran... los cristales ahumados no son protección suficiente... cieguitos todos, pobrecitos míos". Tal se diría que el eclipse era un paso más en la escalada de la inseguridad ciudadana y el sol un drogadicto con un mono lunar, amenazando las retinas del cándido personal. Severamente concluía el mensaje admonitorio, tras descartar gafas oscuras y culos de botella como instrumentos seguros de observación: "La única forma de contemplar sin riesgo el eclipse, es verlo en televisión".

Nada. Ni una palabra sobre la misteriosa belleza de la sombra que hurta el sol, ese lobo que lo devora según las mitologías escandinavas. Ni una referencia a la amplia estirpe novelesca de los eclipses, de la que recuerdo ahora aquel que, al final de Las minas del rey Salomón, salvó la vida a Alan Quatermain y sus amigos en una situación comprometida. Ni siquiera una nota de sano y romántico entusiasmo científico ante el inusual fenómeno (iaviada habría estado la astronomía si los curiosos de épocas remotas hubieran considerado nocivo para la retina escudriñar el sol y las estrellas!). Sólo amenazas para la salud, reconvenciones, ñoñerías y finalmente un esfuerzo más para promocionar el único medio a través del cual puede verse el mundo sin perjuicio: la televisión. Hace unos años, maestros ingenuos y confiados habrían sacado a los niños de sus fastidiosas clases para llevarles a ver el eclipse a través de cristales turbios y caleidoscopios domésticos; hoy, el síndrome del día después se impone, y por milagro no les han hecho bajar al sótano para evitar las radiaciones letales. Algo me dice que apunta aquí, literalmente, un nuevo oscurantismo...

Antes o después, todo es nocivo. Lo que peor sienta a la salud es vivir, como demuestra suficientemente el desenlace de cada existencia. Pero el torvo exceso de prudencia mata también y no mucho después que la inconsciencia. De modo que es mejor mirar de cuando en cuando al sol cara a cara y pase lo que pase. A ello, sin embargo, nos aconsejan ominosamente a renunciar nuestros mentores. La observación sin filtros -o incluso con ellos- del eclipse puede dañar la vista; la contemplación de la realidad, para qué hablar: no va a quedarnos órgano sano. Se nos recomienda no mirar de frente al misil, ni al parado, ni a la droga, ni al fanático/tanático de la bandera de enfrente que se refleja especularmente en el brillo de la propia. Todos esos fenómenos peligrosos deben ser filtrados por la televisión para poder ser percibidos sin irreparable daño. El que saque la cabeza de debajo del ala y abra los ojos se está jugando la retina, el páncreas y la trompa de Eustaquio. Vaya, vaya, vaya. El héroe popular del día es ese alcalde pedáneo que, fusilado experimentalmente (por cierto, ¡qué interesantes ejercicios preparatorios ocupan a esas unidades especiales!), sabía sin abrir los ojos que todo era una broma, que las balas eran de fogueo y que no había mala voluntad por ninguna parte. Así se conserva la pupila, la alcaldía y el resuello, por lo menos hasta que llegue lo irreparable... Por lo demás, ninguna belleza queda impune y todas arrastran su cortejo de sombras, trátese de un eclipse o del amor furtivo, sea la poesía o la libertad. ¿Valdrá la pena arriesgarse? Valéry ya señaló que el sol proyecta una enorme sombra de tortuga, bajo la cual el esforzado Aquiles permanece veloz, jadeante, inmóvil.

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