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Sobre héroes y santos

Es difícil lo que quisiera señalar restándole énfasis a las palabras, pero pienso que el heroísmo y la santidad quizá sean dos de las peores rémoras, ¿podríamos llegar a llamarles lacras?, que ha de padecer el vacilante mundo que hemos heredado, mal que nos pese y sin comerlo ni beberlo. Los héroes y los santos son hoy los fantasmales personajes habitadores de otro universo distinto y muy anterior, de aquel abigarrado cosmos de aldeas y feudos que cumplían, con tanta puntualidad como primor, funciones acompasadas a su métrica. Hoy resultan no del todo y exactamente inútiles (entiendo la inutilidad como uno de los escasos atractivos que restan y también adornan a las cosas anticuadas y entrañables, como el landó, por ejemplo, o las damas teñidas de rubio y los buenos modales), y en ningún modo anticuada y entrañablemente inútiles, sino, muy al contrario, torpemente adecuados a las causas más peligrosas y disparatadas y peregrinas.Entiéndaseme bien. Nada tengo contra los santos y héroes que levantaron a pulso las gestas narradas por la épica y la mística de los dos estados, el religioso y el civil. Fueron magníficos personajes literarios y, probablemente, ejemplarizadores miembros de una sociedad en la que sus virtudes se suponían valores habituales y señaladores de los elegidos. Ninguno de esos elementos resulta hoy traspasable a nuestro mundo sin perder el soplo que le dio sentido y sin mudarse, ¡ay, dolor!, en esperpéntica mascarada. Incluso así, la figura pudiera tolerarse como mueca carnavalesca, aunque los pretendidos héroes y santos nos acosen, parapetados tras sus antifaces, con intenciones muy distintas y, sin duda, aviesas. Hace unos días hemos vivido los atónitos espectadores uno más de los episodios de la amarga ceremonia de la tergiversación, y de su mero examen podremos sacar todos suficiente medida del vasto alcance de la burla.

Desde la Embajada en Londres de la República de Libia, unos asesinos, al amparo de inviolabilidad diplomática, mataron a una mujer policía e hirieron a una docena de personas que se manifestaban en relativo orden contra uno de los líderes fundamentalistas que nos ha tocado padecer. El resultado de la crisis política es ya conocido, y probablemente hubiera podido predecirse con ayuda de los manuales que se estudian en las escuelas diplomáticas. Pienso, no obstante, que raro ha de ser el manual capaz de dar cumplida cuenta del cinismo de unos salvajes que, tras hurtarse a la justicia invocando sus inmunidades, adoptaron, automática e inmediatamente, la estrategia del heroísmo, y de canalla delincuente pasaron a ser, por autoafirmación, héroes asediados por una potencia colonialista (sic) y dispuestos al martirio por la causa de su líder.

Demos de lado al quizá mínimo detalle de las acusaciones coloniales. La Gran Bretaña es un país que siempre se ha caracterizado por la respuesta contundente a los coloniales revoltosos, y hace bien poco tiempo todavía ha demostrado hasta qué punto está dispuesta a meterse en una guerra en el fin del mundo por la soberanía de unas islas dejadas de la mano de Dios. Si la Gran Bretaña hubiese enarbolado ahora el pendón de potencia colonial amenazada, los presuntos héroes de Londres habrían consumado su martirio incluso antes de poder hacer suerte alguna de proclama. Quizá la ley del talión haya contenido el furor del Gobierno de su graciosa majestad, aunque también pudiera ser que la tradición de la diplomacia haya pesado lo suyo, a pesar de verse acosada por los malos modos impertinentes en las revolucionarias casas del pueblo libias. Da igual, ya que lo único que me interesaba resaltar era el asunto de las invocaciones.

Los héroes, en los tiempos ya idos, conquistaban continentes, o rescataban princesas asediadas por el monstruo, o morían en desigual combate con el moro (o el cristiano, en la tradición contraria). Lo que no hicieron nunca fue disparar con ametralladora sobre unos manifestantes desarmados y vigilados por la policía, y eso no por la ausencia, en aquel entonces, de armas automáticas o de protestas generalizadas y organizadas, sino por otras cuestiones más de fondo. El único heroísmo que hubieran podido reivindicar los asesinos de la mujer policía -y aun no poco por los pelos- quedaba invalidado por la renuncia de los ingleses a tomar la embajada por asalto. Es lo mismo, porque los asesinos ya se ganaron el título de héroes ante sus anestesiados compatriotas. Cuando escribo estas líneas todavía no han regresado a su país, donde no es difícil vaticinar que serán recibidos como protagonistas de una gesta imborrable.

Es ése el necio heroísmo que hoy se practica. Un heroísmo utilitarista y que tanto puede servir para un roto como para un descosido, según pinten los achaques del loco de turno. Para mayor gloria del invento, se le añade el ornato de la santidad. Los comunicados revolucionarios se pronuncian en nombre del Altísimo e invocan la voluntad divina. ¡Así da gusto! El ideal de la alta Edad Media, con los dos estados (el laico y el pontificio) todavía fundidos en una mezcla que ni siquiera entonces pudo sostenerse, ha cobrado así carta de naturaleza en unos iluminados que fundamentan su heroísmo en el fusilamiento a distancia; su santidad, en los campos de entrenamiento de terroristas, y su martirio, en la inmunidad diplomática. Será cosa de releer los cantares de gesta.

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, 1984.

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