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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La educación y el deporte

LAS VICTORIAS de Ángel Nieto y Sito Pons en el circuito del Jarama y el papel desempeñado en la Vuelta a España por Alberto Fernández tal vez hubieran podido contribuir, el pasado domingo, a reconciliar con el deporte profesional a los espectadores que habían seguido, también a través de la televisión, la bochornosa conclusión de la final de la Copa del Rey. Sin embargo, el programa Estudio Estadio se encargaría de recordar, pocas horas más tarde, que la violencia gratuita, las agresiones alevosas y la falta de respeto de los jugadores profesionales hacia el reglamento y hacia los aficionados están convirtiendo nuestro fútbol en un triste remedo de las peleas tabernarias.La repetición de las tomas captadas por las cámaras de televisión y las instantáneas de los reporteros gráficos han permitido a quienes no presenciaron la final de la Copa del Rey hacerse una idea aproximada de la sonrejante trifulca producida en el terreno de juego cuando el árbitro había dado por concluido el encuentro. De esta forma, los 100.000 espectadores en directo de esa gresca incivil se han multiplicado hasta convertirse en millones de testigos de una reyerta tumultuaria, que ensució una contienda deportiva cuyo cierre hubiera debido ser exclusivamente la entrega por el Rey, al capitán del equipo vencedor, del trofeo conquistado después de 90 minutos de juego. Pero Diego Armando Maradona, cuya bárbara conducta fue luego secundada por otros jugadores, para realizar sus ajustes de cuentas particulares, se encargó de transformar el terreno de juego en un ring de lucha libre. El crack argentino justifica su agresión por el corte de mangas que le brindó un jugador bilbaíno una vez concluido el encuentro, pero millones de espectadores habían presenciado ya cómo su compañero Schuster dirigía un gesto igualmente grosero a un contrario sin recibir el desproporcionado castigo de una patada alevosa.

Cuando, hace pocas semanas, don Juan Carlos recibió a Maradona -un excepcional jugador aquejado, al parecer, de irreprimibles brotes de histeria- en el palacio de la Zarzuela, nadie podía imaginar que el futbolista devolviera al Rey ese gesto de cortesía con la grosera interrupción del acto de entrega de la Copa que lleva su nombre. Pero no sólo las altas autoridades que ocupaban el palco de la presidencia -la familia real, el presidente del Gobierno y varios ministros- fueron humillados por la refriega. También pueden considerarse ofendidos los milles de espectadores y los millones de televidentes, obligados a presenciar una riña tumultuaria, protagonizada por jugadores profesionales que cobran cantidades supermillonarias de dinero, pero que carecen de un mínimo de educación y que se hallan muy alejados de esos principios deportivos que presuntamente justifican sus abultados ingresos.

Las frases insultantes lanzadas por Maradona días antes del partido y las locuaces respuestas de Javier Clemente fueron utilizadas por el sensacionalismo de álgunos medios informativos para alimentar el caldo de cultivo pasional, que luego degeneraría en violencia fisica. Los responsables de los incidentes del sábado, que tienen nombres, apellidos y dorsales, deberían ser severamente sancionados. Sin embargo, es más que probable que el juego de los intereses predomine sobre el juego del deporte, de forma tal que la Federación Española de Fútbol decida pasar la esponja del olvido, esgrimiendo la coartada de la confusión de la gresca y equiparando a los agresores con los agredidos, sobre esas vergonzosas estampas. En el trasfondo del grave conflicto subyace, una vez más, la obsoleta, arcaica y manipulada estructura federativa, que hacía inexcusabble esa reforma que la Secretaría de Estado para Deportes del Ministerio de Cultura acaba de emprender. La sustitución de Pablo Porta, que aspiraba al caudillaje vitalicio de la Federación Espqñola de Fútbol, y de José Plaza, presidente de la desprestigiada organización arbitral, puede contribuir a despejar el sombrío panorama del fútbol español.

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Una de las causas de los sucesos del sábado es la ins eguridad y arbitrariedad de las sanciones deportivas aplicadas a los jugadores, en especial la asombrosa disparidad de criterios que muestran los árbitros en sus actuaciones y la errática conducta del Comité de Competición a la hora de los castigos. La falta amonestada por unos árbitros con tarjeta amarilla es sancionada por otros con tarjeta roja; mientras un colegiado expulsa en San Mamés al madridista San José por arrojar objetos al público, el trencilla de la final emula a Poncio Pilatos cuando Schuster lanza un bote a las gradas; en tanto que el colegiado del sábado fue incapaz de imponer su autoridad, 24 horas, más tarde un compañero suyo mandaría a la caseta a cinco jugadores en el mismo Santiago Bernabéu. Las rencillas vasco-catalanas también nacen de las inciertas resoluciones del llamado Comité de Competición, que unas veces considera las actas de los árbitros como única fuente de hechos probados y otras -así ocurrió con la sanción a Goicoetxea- reinterpreta los acontecimientos con ayuda de los vídeos o de la Prensa. Pero un órgano con pretensiones judiciales no puede cambiar de código procesal en función de quiénes sean los inculpados sin transformarse en una fábrica de agravios comparativos. Por esa razón, la iniciada reforma de las estructuras de nuestro fútbol profesional deberá enfrentarse como cuestión prioritaria con ese auténtico semillero de discordias que es el régimen disciplinario de las competiciones deportivas.

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