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La jerga de la desesperanza

Hace ya unos 10 años que el más alemán de mis amigos me preguntó cómo me explicaba yo el éxito de un autor como Cioran en España. Al buen extranjero le parecía paradójico que se lanzara comercialmente a un filósofo no solamente epigónico y bastante idiota, sino pesimista y negativo, en un momento histórico que exigía más bien concentración, entusiasmo y construcción. Yo, puesto que tampoco lo entendía, no supe qué decirle. Otro amigo, que era francés y, por consiguiente, muy enterado, me miró con sorpresa cuando mencioné al filósofo Cioran lo traté de grande. Me dijo que nadie lo conocía, ni dentro ni fuera de Francia, y que debía ser persona poco importante. Yo, como buen español, me dije que aquí las cosas eran diferentes, y pasé a otra cosa.Había olvidado este incidente de la más bien extravagante cultura filosófica española hasta que recientemente tuve ocasión de pasearme por algunas universidades, ojear artículos y pulsar opiniones al vuelo de viajes furtivos y tediosas cafeterías. De pronto, me di cuenta de que el asunto se había vuelto serio. En las conferencias oía hablar de desgarramientos, tragedias, conflictos, angustias, apocalipsis, muertes, desalientos. Otros gritaban cosas sobre las inteligencias languidecientes de una España suspirante. Con gesto pedante, pero bochornosamente melancólico al mismo tiempo, un antiguo compañero que otrora militaba por alguna revolución maldita o permanente clamaba llorosamente por las virtudes del pesimismo, la autenticidad del sinsentido de la vida, el espíritu trágico y la trascendencia metafísica del arrojo frente a la muerte característica de toreros, místicos y otros héroes patafisicos. Entré en una librería y vi un montón de ejemplares de quien, según me dijeron, había sido el lector más leído. Les eché una mirada de refilón y desconfiada, y encontré cantos espasmódicos a la nada, a la heroína intelectual, a la decadencia y a la somnolencia. Luego me encontré con una amiga y me contó que se había enamorado a muerte de un personaje decadente, que iban a celebrar una boda nihilista y poner un piso en un barrio que estaba de moda porque sus edificios yacían en ruinas.

Todo parece indicar que Cioran es el padre de la nueva España, el signo del porvenir, el augurio de la felicidad total y su pequeño apologeta. Con ser zapatero, ha llegado a construirse todo un reino de cultos nigro mánticos de la nada y cantos tediosos al pesimismo. La cioranización de nuestra cultura lleva una marcha a tope y ya todo el mundo pasa que da gusto. Por fin somos los españoles un ejem plo de lucidez para Europa y el mundo. Ha poco, un verdadero verdugo de la inteligencia escribía, en las insignes páginas del más excelso de todos los periódicos, que en la posmodernidad sólo había dos formas plenamente humanas de vida: la creencia religiosa y la desesperación lúcida. Lo curioso es que su autor no era ni un obispo aburrido, sediento de feligreses y de poder, ni un ca ballero cristiano con afanes de ser martirizado por cual quier causa heroica que le permitiera invocar el sentimiento trágico de la vida. Se trataba precisamente de un correcto profesor con cor bata, además de socialista orga nizado. En fin, el humor ha sido expulsado de esta España por algo que sus más jóvenes filósofos llaman sentimiento trágico y más bien habría que ver como esperpento. Naturalmente, se cuentan por miles las cosas que justifican las más atroces concepciones del mundo. Y la atrocidad misma, desde el más vulgar crimen hasta la misma fealdad que el arte más selecto nos brinda todos los días, es tenida por cosa seriamente crítica, seriamente opuesta a la atrocidad del mundo. Sin embargo, las manifestaciones de miedo, de humillación y desesperación que se solapan bajo el nombre de nihilismo no son las mejores condiciones para hacer frente a una realidad histórica y humana que, ciertamente, es muy dura. Y tan verdadero es el hecho, bastante evidente, de que la realidad es mala y la existencia humana se parece cada día más a una condena como su curioso complemento, es decir, el encuentro, siempre fortuito, de una belleza que no es otra cosa que cuando la realidad te rebasa sonriente con sus maravillosos secretos.

Curioso: quienes hacen gala de pesimismos metafísicamente concertados, de visiones apocalípticas de la sociedad que más bien persiguen elevar a los mediocres que las pronuncian a la altura de ridículos profetas o de

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La jerga de la desesperanza.

Viene de la página 11una lucidez allende la vida y la muerte, siempre rezuman este último sabor narcisista, esta última mezquina verdad de quererse estilizar como héroes marcados por el dolor, azotados por la angustia y desencajados por el cosquilleo, más bien vulgar, de una trascendencia de corte sentimental o de estructura simplemente lógico-moral. Siempre, el nihilismo, el desprecio cristiano por todo lo que vive, ama los sentidos y la primavera de la fantasía, acaba confesando la miseria humana que oculta, pero invirtiéndola, proyectándola en una fabulosa grandeza de héroes de palo, como los que inventó la pobre, imaginación del nacionalsocialismo español o los que Femando Savater ha inmortalizado en ejemplos de vulgaridad engatusados como filosofía ética.

Hoy ya casi podemos decir en voz alta que estamos verdaderamente fatigados de esta mediocre tristeza por la vida. Tal vez sería mejor reinventar algo que nunca sobró a la cultura española: un espíritu de crítica, de independencia en los juicios, de curiosidad abierta por las cosas; el alegre y abierto deseo de cuestionar el mundo y atacarlo si es preciso, y, al mismo tiempo, un espíritu de construcción, la voluntad de trabajo transparente capaz de forjar las grandes empresas.

El mayor de los terrores, la crisis económica, la guerra, las plagas nucleares y otras plagas milenaristas y. milenarias, todo ello, aunque sea tan duro de soportar, no justífica la ceguera y cobardía que anida sien pre en el que solamente lamenta la realidad que le viene encima. El mundo moderno es un mundo sembrado de tantos peligros como energías extrae y aventuras promete. Pero eso nos debe hacer más alertas y conscientes, no más fatalistas y somnolientos. Este fatalismo y pesimismo que hoy justifica la claudicación, cuando no la misma corrupción interior.

Quizá sea el momento de recordar aquella ilustración que Espa¡la conoció más en sus insuficiencias que en sus excesos, en todo lo que tuvo de grandeza: su afán investigador, cónstructivo, su voluntad de libertad, su entusiasmo por las cosas sociales y políticas, su espíritu crítico y ofensivo y su labor precavida y detallada. Dos cosas subrayaría, para acabar, en esta perspectiva abierta: la más seria exigencia de la crítica, junto a la mayor y más creativa disciplina constructiva. Y de todos modos, aunque la historia, el crispado movimiento de nuestro tiempo, nos hubiera ya matado en vida, no por eso tendríamos el derecho de predicar la muerte a quienes tan sólo, acaban de entrar en este mundo al que llaman grande con su parca juventud.

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