La elasticidad de los principios
La añoranza de lo efímero siempre tuvo un hueco relevante en el habla popular, quizá por mor de la ley que muda en raro y transitorio y escaso todo aquello por lo que se suspira. La brevedad suele identificarse con lo que dura la alegría en casa del pobre o un caramelo a la puerta de un colegio, pero a partir de ahora tendremos que añadir más cultas precisiones a la nómina capaz de señalar lo fugaz y voladero y referirnos a la reforma del Código Penal.Vaya por delante mi reconocimiento de las penas y quebrantos que hoy acechan a las gentes de bien o, por lo menos, a las gentes de bien anónimas. Mi experiencia personal en este tema de los atracos, los asaltos y las violaciones es más bien escasa -tampoco la hubiera deseado cumplida-, pero incluso en su débil talla resulta un tanto desusada y no poco insólita. Hace cosa de un mes o mes y medio, en Barcelona, y de madrugada, dos jóvenes tampoco malencarados, aunque un sí es no es vacilantes, se me acercaron con el claro propósito de vaciarme los bolsillos o pincharme en caso de mal comportamiento. La cosa se arregló sola porque, mientras dudaba entre la actitud del héroe que muere en liza o la del conejo que sonríe a cambio de la paz, uno de ellos me soltó: "Dispense, don Camilo, no le habíamos reconocido". Salieron ambos corriendo; hubiera querido sujetarlos a voces y con ánimo de darles 1.000 pesetas a cada uno para que se tomasen una copa a mi salud, pero, claro es, no hubo manera, ya que mi trote, ¡ay!, no admite parangón posible con la galopada de un par de mozos animados por la confusión.
Insisto en que no voy a tomar el rábano por las hojas ni a confundir la anécdota con la categoría. La delincuencia es, sin duda alguna, uno de los más serios problemas que tiene pendientes, entre otra verdadera multitud de amenazas, nuestro zurrado y azorado mundo. Pero me entristece -y también me preocupa- el hecho de que la solución que parece arbitrarse para combatirla pueda significar la marcha atrás en uno de los anhelos que, en tiempos ya históricos, acertamos a fundir con los signos de la libertad y la democracia.
Todas las cartas constitucionales dignas de respeto incluyen, en su letra o al menos en su espíritu, las necesarias garantías evitadoras de que ningún ciudadano, bajo ninguna circunstancia, pueda verse arrollado en sus derechos básicos y elementales; entre otros, la presunción de inocencia, el juicio justo, la pena proporcionada al delito y las condiciones dignas en que haya de cumplirse. Bien sé que los derechos humanos contienen una dosis de utopía y de ambigüedad, a partes iguales, que los criterios utilitaristas se encargan luego de ajustar a determinados intereses sociales -digamos sociales-, señalando y precisando el articulado concreto que teóricamente debe desarrollarlos. La cuestión preocupadora es la de la verdadera utilidad del balance. ¿Hasta qué punto puede distorsionarse la declaración de principios sin que lleguemos al límite capaz de arruinar las ansias democráticas? ¿Hasta dónde puede llevarse su elasticidad? No digo que la reforma del Código Penal venga a constituir, por sí sola, una miseria de semejante calibre, pero hemos de convenir en que los límites existen o, lo que es lo mismo, en que no pueden vaciarse de contenido -e indefinidamente- los principios de ciudadanía sin acabar cayendo en un mal, por lo menos, de la misma envergadura que el que se pretende evitar con la política del endurecimiento.
Resulta mucho más fácil, para desgracia de todos, denunciar las miserias políticas que ofrecer alternativas razonables. Pero, al menos en este caso, la historia se encarga de darnos alguna pista, aunque, eso si, por la vía del contraste en negativo. La ley de Peligrosidad Social y las normas vigentes hasta no ha mucho para regular la asistencia (?) al preso pudieran ser ejemplos obvios de lo que debe evitarse si se desea hurtar el cuerpo al riesgo de una involución absoluta. Lo demás ya no está tan claro. Según parece, el Gobierno ha asumido la presencia de una relación de causa a efecto entre droga y delincuencia y, con la esperanza de cortar por lo sano, ha optado por la mano firme en el tema del tráfico y consumo de las llamadas drogas duras. Puede ser que jurídicamente resulte una fórmula equilibrada y hasta es posible que se consiga rastrear en ella un determinado acierto político. Lo que me permito dudar es de su carácter terapéutico y, en consecuencia, de su eficacia real. Aun cuando demos por sentado que la droga conduce necesariamente a la delincuencia, salvo en los raros casos de una muy sólida fortuna personal, lo que ya no resulta tan evidente es la fórmula que pretende despejar la ecuación por medio de su segunda parte. Un drogadicto podrá encontrar dificultades fuera de la cárcel, pero se le ofrecerán simultáneamente todos los recursos, imaginables para seguir su dependencia dentro de ella. Alguna vez saldrá a la calle y entonces será muy difícil que deje de buscar por medios ilícitos lo que, literalmente, necesita para vivir.
El ideal de la reinserción del delincuente en la sociedad, lleve o no lleve la huella de la droga en sus carnes, ha mostrado suficientemente su gran nivel de utopía. Las cárceles funcionan mal, pero funcionan, al menos, como mazmorras en las que aislar a quienes significan un peligro para la seguridad ciudadana, situación que entra de lleno entre las muy precarias razones de su existencia, pero en ningún caso han conseguido hacer buena la ilusión de una funcionalidad de carácter más ambicioso, al estilo de la de los centros de rehabilitación. La consecuencia fácil de extraer es la de la utilidad única de la cárcel como medio de aislamiento suficiente en sí mismo. Pero estamos acercándonos peligrosamente al instante en el que hasta esa función puede perder su sentido. A partir de ese momento, los recursos gastados en programas de reinserción social y rehabilitación de los ciudadanos sujetos a distintas adicciones acabarán rápidamente siendo la única fórmula útil para bajar hasta niveles aceptables las estadísticas de la delincuencia. Siempre quedaría la alternativa de la marcha atrás, por supuesto, pero en unas condiciones -repito- que difícilmente reconoceríamos como propias de una sociedad construida con arreglo a criterios de justicia. Pudiera ser que la necesidad de una opción final estuviese ya muy cerca, y, para cuando llegare ese momento, bueno sería que recordásemos en qué acabó, a su tiempo, la sociedad capaz de meter en la cárcel, y por anticipado, a todos cuantos podían ser considerados como peligrosos.
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