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Necesidad y suficiencia

La economía entendida como disciplina académica quizá resulte el más oportuno ejemplo de dónde ha de situarse la confusa y quebradiza frontera que deslinda la ciencia empírica de la especulación filosófica. Desde los tiempos, todavía no tan remotos, en los que los ilustrados británicos discutían acerca de la conducta idónea para cualquier Robinson Crusoe digno de su industriosa soledad, los economistas han recorrido un camino ciertamente largo y dificultoso, que casi siempre discurre por las trochas de la incorporación creciente de modelos matemáticos en los que descansan las ansias de formalización. Como resultado de tantas y tales singulares fatigas, el comportamiento económico humano se predice hoy a través de complejísimas fórmulas y de multitud de parámetros cuyas relaciones se pretenden domesticar y aun domeñar. Vano empeño, ya que todavía el economista, como el militar -y según recordé no ha mucho-, responde a la vieja definición del experto que está perfectamente preparado para entender y resolver la crisis inmediatamente anterior. La de ahora mismo es, a todas luces, otra cosa.No pueden reivindicarse: los laureles de la originalidad cuando se acusa a los economistas de científicos a la violeta y de segundo orden, si nos atenemos a las normas que definen como ciencia en sentido estricto aquella que hacen, por ejemplo, los químicos. Cuando los epistemólogos -y desde entonces acá- encaminaban sus esfuerzos a la clasificación de las disciplinas científicas y se entretenían definiendo jerarquías, las llamadas ciencias humanas siempre han tenido que bailar con la más fea y que pechar con las especiales características que las convierten, sea como fuere, en algo diferente. Pero tampoco pensemos que eso significa un problema insalvable en la infinita tarea de tirar para adelante, ya que el ser distinto no obliga a más servidumbre que a la de entender y valorar la diferencia. Las ciencias humanas hace ya mucho que aprendieron, quizá a costa de no pocos tropezones, que pueden aspirar a todo, absolutamente a todo, menos al dogmatismo determinista. Lo que sucede es que, según síntomas, no todo el mundo acaba enterándose.

Todavía tenemos que padecer diagnósticos políticos, económicos y sociales que guardan, agazapado en su meollo, el gusano del cientifismo determinista. Cuando sucede tal cosa en las charlas de café, da lo mismo, porque ni la civilización se detiene ni el país cambia su rumbo. Bien es cierto que el comportamiento electoral, hoy por hoy, resulta tan lábil e inestable y movedizo que el rumor ciudadano puede significar un cambio político en profundidad, pero ése es fenómeno que también depende de muy otras condiciones, como, por ejemplo, la habilidad de los gobernantes para diagnosticar el alcance y sentido de las crisis. Lo que resulta verdaderamente patético es comprobar cómo en las alturas de los análisis de Estado se repiten, con harta frecuencia, los tópicos callejeros travestidos en ciencia de la administración.

Uno de los más preocupantes latiguillos que tenemos que padecer en cuanta declaración de pretendida altura se realiza hoy dentro del ámbito de la economía política es el de la supuesta relación determinante que existe entre los fenómenos productivos y comerciales -quiero decir, entre lo que pudiera llamarse la esltructura económica de un país y los usos de que se dispone en materia de libertades políticas. Sin duda alguna, el detonante del tópico lo constituyen las sangrientas dictaduras que ha padecido, y todavía sigue padeciendo, el entrañable y duro y vapuleado continente hispanoamericano. El caldo de cultivo de los teóricos monetaristas de Chicago ha servido tan sólo para empobrecer a esos países hasta límites que incluso la misma economía, como ciencia especulativa, quizá no se hubiera atrevido a predecir hace algún tiempo. La brutalidad militarista se ha rodeado sistemáticamente de la ruina financiera y de la miseria productiva, y de tan empírica realidad se extrae, por contraste, el falaz corolario que pretende identificar la recuperación y el bienestar económico con los usos de la democracia.

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Bienvenidas sean las experiencias democratiz antes, como la argentina de estos últimos meses, que al menos nos muestran que incluso en los momentos de mayor desesperanza anida la posibilidad de un cambio no lejano. Aquellas cotas máximas de la indignidad humana puede ser que haya que darlas, al menos provisionalmente (y toquemos madera), por resueltas. Pero resulta un tanto pueril el suponer, a modo de estrambote evidente, que la penuria económica se encuentra, por ese solo motivo, en vías de solución. Tal supuesto suele pregonarse en público y como recurso mágico cada vez que algún exiliado ilustre une la irrefrenable tentación de presumir de estadista a sus buenos deseos de repetir y ensayar localmente la salida argentina. Por desgracia, los españoles sabemos, a costa de palparnos las carnes y la conciencia, que eso no es cierto ni así. La crisis que atravesamos los españoles nació de un huevo conocido: las pintorescas ideas económicas del general Franco Bahamonde y sus mentores, aun después de que la euforia europea hubo de recoger velas y enmendar derivas. Pero la democracia parlamentaria, por sí sola, no parece garantizar ningún milagro. A base de confundir las condiciones necesarias con las suficientes podemos acabar viéndonos, una vez más, con los santos en procesión, trance que, según cuentan las crónicas, ni siquiera antes dio buen resultado.

Copyright Camilo José Cela, 1984.

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