El derecho a la vida
Es éste un derecho singular. Hay el hecho y el derecho. La propiedad, por ejemplo, es un hecho y un derecho. El desheredado no tiene, de hecho, la propiedad, pero sí el derecho a ella. No así con la vida. Para tener derecho a ella hay primero que tenerla de hecho. No hay seres antes o fuera de la vida que tengan derecho a ella. El derecho a la vida es a conservar lo que ya se tiene, el derecho a que no le sea quitada por el hombre.Por el hombre, porque su vida, como toda forma de vida, por su propia naturaleza, es mortal. El derecho a la vida tiene la hipoteca de la muerte. Pero dejemos el término derecho. Ya sabemos lo que es: dar a cada uno lo suyo. Para saber qué hay que darle a la vida, lo primero es intentar saber lo que ella es. Ocuparse de la vida ya es bastante, y en todo caso, algo previo a ese derecho. Hay que enfrentarse con ella conscientes de que nada más misterioso y enigmático, si no es la muerte, unida a ella como la sombra al cuerpo.
Se trata no del tama de toda y cualquier forma de vida, sino de la vida del hombre nacido de mujer por obra de varón. "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él ?", dice el salmista. Y esta pregunta, ¿qué es el hombre?, es como la primera pregunta de la vida, porque la vida esel hombre, "varón-hembra". Terrenalmente, todo se ha hecho, empezando por la vida, para él.
Preguntar por una cosa es preguntarse por su origen. "Principio quieren las cosas". Y también las no cosas, especialmente el hombre, que es la menos cosa posible. Hay -ha habido siempre-, escuetamente, dos grandes versiones: las naturales y las sobrenaturales. El hombre como producto de la naturaleza o el hombre como criatura de una sobrenaturaleza; Dios, los dioses. De la primera emanan todas las formas de evolucionismo; de la segunda, todas las del creacionismo.
El evolucionismo parece una cosa clara, asequible para todos, con capacidad de explicar y dar razón de fenómenos biológicos, que sin él serían inexplicables, incluso para los creyentes. Pero nada más lejos de la verdad, porque nada más confuso cuando se penetra dentro de lo que puede ser su sentido, su significación. En su forma más aceptada, es la de un movimiento gradual del que por propia virtud, por propia naturaleza, y no por ningún impulso o fuerza extra o sobrenatural, resulta un cambio o transición de unas especies a otras, en una escala creciente de complejidad. Tiene que ser gradual, no irruptivo; por causas internas, no creacionistas; progresivo y perfectivo, no involucionista.
Para la evolución, el hombre es un producto de ese cambio gradual, autogenésico y perfectivo a que está sujeta la naturaleza naturalmente. ¿Como un proyecto querido por ella? En manera alguna. La intencionalidad es algo personal, pero la naturaleza es cosa, no persona. La aparición del hombre en su seno es un puro azar, una pura casualidad. En el juego atómico-molecular, en la infinita interacción y combinación de esos elementos primarios, la madre -aunque sin entrañas genésicas- naturaleza ha tropezado ciegamente -la naturaleza es ciega- con una célula viva, que es una cosa no inerte como la materia, pero que sigue siendo cosa natural. Esa aparición de una cosa con vida cambia el mundo, pero sólo las cosas del mundo. Es verdad que la vida nace, se alimenta, crece, se reproduce, muere; todo ello, ajeno a la materia inerte; es verdad que la frontera entre lo inerte y lo vivo es, según se desciende -y se desciende cada día más- en las formas de microvida, aparece casi como evanescente, pero lo importante es saber que en la mentalidad evolucionista, en ese cambio, en ese tránsito asombroso, fantástico de lo uno a lo otro, de la pura materia a la materia viva, no hay ni puede haber un proyecto, una finalidad, un designio delfico, porque no hay ni puede haber Dios o dioses, sino tropiezo ciego, casual, azaroso. En esa línea, aunque en otro contexto, porque era un hombre de mucho talento, hablará Sartre de la vida como una pasión inútil, y del hombre como un ser para la nada. El hombre es el hijo, ni deseado ni indeseado, de una madre soltera que ni ha conocido varón ni es virgen, la naturaleza.
Pero ocurre que si en esas elementarísimas formas de vida se puede dar esa confusión, esa indeterminación entre materia sin vida y con vida, conforme ésta se desarrolla en formas orgánicas superiores a impulso de su intrínseca ley evolutiva; la aparición de las especies sensibles y visibles vegetales, acuáticas, volátiles, terrestres y, finalmente, el hombre, es algo que da que pensar sobre qué o quién es esta cosa llamada evolución, que ha logrado seres tan portentosos. Haciendo sólo referencia, no ya a cualidades maravillosas de las especies vegetales y animales, sino a esa especial especie de animal evolutivamente perfeccionado que es el hombre, lo que sorprende es que este ser, tan biológicamente complejo, por razón de su cerebro, respecto a la gama animal de la que la evolución dice que procede, tenga, además de las funciones orgánicas comunes a otros animales, unas capacidades sui generis de inteligencia, razón, imaginación, fantasía, egoísmo, generosidad, virtud, vicio, odio, amor..., y, además, conciencia de todo ello, incluso de su propia conciencia. Parece que es pedirle demasiado a esa máquina ciega, idiota -como todas las máquinas- que es la evolución. Pero hay algo todavía más enigmático: ¿Por qué si la evolución ha tropezado con la vida tenía también que tropezar con la muerte? Porque la vida es un enigma que tenemos presente, mas, ¿qué es ese muro impenetrable de la muerte?, ¿un volver al polvo? Pero al polvo sin más es tristísimo; ¿un volver a la nada? Pero la nada, si fuera algo a lo que se pudiera volver, ya no sería nada.
La selección natural de Darwin, que no habló nunca de la evolución, vino a dar fuerza, argumento, sentido a ésta, en cuanto que permitía precisamente dar razón de ese endiosamiento tan extrañamente creativo del azar y la casualilidad. Él descrubió en la evolución una selección natural que explica, sin necesidad de una intervención sobrenatural -que es lo que importa- el cómo y porqué la naturaleza ha podido llegar a la perfección del ser humano, cumbre y corona de esa evolución. La cosa es muy sencilla.
Los seres vivos han crecido y se han multiplicado mucho más allá de los recursos naturales que sostienen la vida (Maltus). Siempre, en mayor o menor medida, ha sobrado gente. Entonces la naturaleza saca de su estéril seno una serie de mecanismos de eliminación de esos seres sobrantes a través de las epidemias, las inundaciones, las sequías y, en fin, las plagas de Egipto, pero todas mortales, para reequilibrar la relación seres vivos-recursos vitales.
Pero si esto fuera todo, no sería nada, porque no habría cambiado más que una relación de cantidad. Lo importante no es que la naturaleza elimine, lo verdaderamente importante es que eliminando selecciona. Seleccionar es distinguir y elegir entre varias cosas, las que se juzgan mejores. Es un juicio de valor que requiere una inteligencia, pragmática o moral, y una tabla de valores, cosas ambas que parecen ajenas a la naturaleza, pero que no lo fueron para Darwin. El razonamiento de este hombre, por tantas cosas admirable, se puede resumir así: como consecuencia de esos traumas naturales no es que queden sencillamente los seres sobrevivientes, sino que quedan los mejores de ellos. Y para explicar una cosa de suyo un poco sorprendente, porque a primera vista parece que quedarán los mejores para ese trauma, esas plagas, pero que quizá esos sobrevivientes serán los peores para otras incontables posibilidades humanas y, al contrario, se apela al ejemplo de que el hombre ha hecho, desde siempre, una selección entre las especies vegetales o animales en su entorno, lo cual es verdad. Lo que pasa es que la selección es lo ya dicho: un juicio de valor, una inteligencia selectiva y una tabla de valores, cosas de las que parece que no está provista la naturaleza y sí el hombre. Y dentro de ella, el hombre selecciona en el seno de cada especie y sus variantes, y aunque haya conseguido formar híbridos, no parece que haya conseguido hasta ahora la transmutación de las especies. Y, además, selecciona siempre los mejores para, no los mejores absolutos, que no existen. Los caballos pura sangre son los mejores para correr y los peores para el enganche; los perros pastores son los mejores para el ganado y los peores para correr liebres. Sin el para no hay selección posible. La selección perfectiva absoluta -que es implícitamente la de Darwin- para justificar la aparición del hombre, no se justifica a sí misma. De esto tiene que ser consciente un evolucionista, sobre todo si pretende ser hombre de ciencia, y más ahora que la biología genética, que es humanamente maravillosa, induce a materializar el misterio de la vida.
El creacionismo, por el contrario, es deísta. Dios o los dioses han hecho el mundo y no él a sí mismo. Cada religión tiene su cosmogonía. En ellas, en general, no se dice que se haya hecho de la nada, porque de la nada nada puede salir. En el Génesis, el primer libro del Pentateuco, no se habla de la nada, y en el resto de las Escrituras Sagradas, Antiguo y Nuevo Testamento, se menciona, al parecer, sólo dos veces muy incidentalmente; en el Libro de Job (25, 7) y en el Segundo de los Macabalos (7, 28).
En el libro del Génesis sobre la creación hay dos relatos: el primero se atribuye a fuentes sacerdotales y es más abstracto y más teológico. En él, después de declarar que "en el principio creó Dios el cielo y la tierra", se describe el proceso gradual en unos tiempos, días, misteriosos de la obra del Creador desde el caos, las tinieblas, la soledad, el agua y el Espíritu de Dios, a la creación de la luz, a la formación de un firmamento y a la separación de la tierra y los mares, hasta la iniciación de la escala gradual de creciente complejidad en la generación de la vida, comenzando por la vida vegetal para pasar a la vida acuática, volátil y terrestre, hasta el hombre. Pero entre la creación de la vida vegetal y animal y la creación del hombre hay un momento apasionante, insondable, en el que todo cambia maravillosamente, en ese proceso creativo. Porque las generaciones humanas no son directas, sino indirectas. Dios manda a las aguas y a la tierra que produzcan las correspondientes especies. Se dice el qué, pero no se dice el cómo -puede ser evolutivo en cada especie- Pero cuando se
Pasa a la página 12
El derecho a la vida
Viene de la página 11
llega a la creación del hombre, ya no se dirige el Creador a las aguas o a la tierra, sino que se dice a sí mismo, como en un acto reflexivo, empleando un plural trinitario el pronombre nominativo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza". Y es solamente a esta criatura final y nueva -hombre y mujer- a la que da dominio sobre todas las demás especies creadas.
El segundo relato de la creación se dice yahvista y se concentra en: la forma de creación del hombre y de la mujer; en su caída del estado de inocencia al de desobediencia -pecado- al probar del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal; en la aparición, desde ese principio o comienzo de todas las cosas, de ese personaje enemigo de Dios que habla por boca de la serpiente y que acarrea a la vida recién estrenada los muchos males que asediarán la vida del hombre y de la mujer hasta el abismo insondable de la muerte. Nada más ajeno, uno y otro relato, al concepto de evolución.
Y, sin embargo, hay un momento importante en que creación y evolución coinciden; consiste en que, tanto en una como en otra visión, se parte de que todas las especies vitales se hacen del polvo, de la tierra, del barro, de la materia. Todas las especies incluido el hombre, así: "Y Yahve-Dios formó de la tierra toda clase de animales del campo y aves del cielo" (Gen., 2,10) y respecto del hombre, todavía más categóricamente: "Entonces Yahve-Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en sus narices un hálito de vida y el hombre se hizo un ser viviente" (Gen., 2,7). Y, después, con la entrada en escena de la muerte, lo que ocurre es que, como toda forma de vida se hace del polvo, toda forma de vida vuelve a él. Yahve-Dios dice al hombre: "Hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás" (Gen., 3,19).
Para el creacionista y el evolucionista todo se hace de la tierra, con la diferencia de que, para el primero, de la tierra se hace el cuerpo de la vida, pero ese cuerpo, el que fuere, necesita recibir un hálito de vida para que nazcan seres vivientes, hálito que no viene ni puede venir de la materia, sino de la Vida que reposa en Dios. Y en cuanto al hombre, aunque física, corporalmente participe a su manera de la estructura animal, en tanto que ser humano, no forma parte de esa escala como un animal más perfeccionado por el mecanismo de la evolución natural, porque está hecho por selección sobrenatural, a imagen y semejanza de Dios, lo que le da genésicamente una filiación única y sui generis, un espíritu, una filiación divina. Esto no es ciencia ni pretende serlo, pero tampoco es fábula o mito, es fe en una revelación, que es un velado desvelamiento del misterio del hombre. La evolución tampoco es ciencia, pero pretende serlo. Y, sin embargo, ni el eslabón perdido de la cadena humanizante, ni los infinitos eslabones exigidos evolutivamente entre especie y especie han aparecido nunca.
Lo que hace posible la vida del hombre y toda vida es el amor de Dios. De ella, de la humana, dice el profeta Isaías: "He aquí que te tengo grabada sobre las palmas de mis manos" (Is., 49,15). Todo nace del polvo y vuelve al polvo. Pero de éste dice, también proféticamente, el poeta -Quevedo- tras de asombrarse del alma del hombre, "que a todo un Dios prisión ha sido", que esos polvos terrenales "serán ceniza, mas tendrán sentido / polvo serán, mas polvo enamorado". Solamente el polvo enamorado puede renacer, resucitar; con lo dicho y lo que se sobreentiende, ¿se puede dudar que el hombre mortal tiene derecho a la vida?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.