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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La reconversión industrial

En mi opinión, si se quiere poner el énfasis en la reindustrialización, es preciso liberar los fondos necesarios y evitar seguir enterrando recursos públicos en sectores de dudosa viabilidad. Para ello se requiere el desarrollo de un triple proceso, que debe suponer acciones simultáneas y un diferente grado de protagonismo de la Administración pública, según cada caso concreto. Este triple proceso podríamos resumirlo como sigue:a) La reestructuración selectiva de sectores o empresas que están en crisis como consecuencia de la existencia de una sobrecapacidad estructural (no meramente coyuntural), o porque se trata de instalaciones obsoletas no aptas para competir internacionalmente.

b) La reordenación del marco de actuación de otros sectores para aumentar su nivel de competitividad.

c) La promoción de nuevas industrias punta que garanticen la sustitución de un aparato industrial por otro, de manera que la desinversión que supone la reconversión de los sectores en crisis quede compensada por la adecuada reindustrialización y se creen puestos de trabajo alternativos, que sustituyan -en lo posible- a los que desaparecen.

El protagonismo del Estado

La realización de estos procesos es más una cuestión de actitud, de decisiones administrativas y de negociación entre todas las partes afectadas que de normas legales, aunque, evidentemente, éstas sean necesarias, bien a la hora de crear estímulos para la promoción, o a la hora de cambiar las ordenaciones que constituyen un obstáculo al ajuste industrial, dado el alto nivel de intervencionismo que todavía existe en nuestro sistema económico.

Al Estado le corresponde en estos procesos un papel importante, tanto para eliminar las trabas que impiden la reasignación de los recursos y la adecuación del aparato productivo, como para dictar las medidas precisas que permitan la reordenación de determinados sectores (como se hizo en los años 1978-1979 con el sector del automóvil, facilitando la importación y exportación de los diversos modelos fabricados para aumentar el tamaño de las series y producir con menores costes, al tiempo que eso permitió el establecimiento de nuevas empresas, como la General Motors, que, si no, habrían realizado sus inversiones en otros países).

Evidentemente, no se agota aquí el papel del Estado. De un lado, porque la empresa pública tiene un protagonismo importante en algunos sectores básicos en crisis, como si la siderurgia integral o los grandes astilleros. De otro, porque en el desarrollo de las nuevas industrias son precisas tecnologías punta, que resultarían inaplicables sin un alto apoyo de la Administración, bien en forma directa -como las inversiones que puedan realizar empresas públicas en esos campos-, bien en forma indirecta, mediante los programas públicos de compras, especialmente en el campo de la defensa, las comunicaciones, etcétera.

Resulta, en este sentido, difícil de comprender que algunos programas importantes decididos últimamente hayan tenido más presente las simples contrapartidas comerciales que las contrapartidas tecnológicas, que estratégicamente resultan mucho más importantes, para disminuir nuestra dependencia del exterior.

Puede ser un grave error pretender que la Administración pública asuma el protagonismo de realizar un proceso de reestructuración generalizada, que, como han dicho algunos representantes sindicales, va a suponer un importante trasvase de fondos públicos a empresas privadas, muy posiblemente sin el suficiente control ni efectos positivos, por la dudosa viabilidad de los destinos.

De hecho, en la mayor parte del mundo occidental las reestructuraciones protagonizadas por la Administración se han limitado a unos pocos sectores y, personalmente, como ya he planteado en diversas ocasiones, pienso que también en nuestro país lo adecuado es una reestructuración selectiva referida a la siderurgia y los sectores naval y textil. En los dos primeros casos, por el peso que en ellos tiene la empresa pública y por tratarse de sectores básicos gravemente afectados por la crisis mundial, y en el sector textil, por la concurrencia de la doble circunstancia que supone la rapidez de la evolución tecnológica y la incorporación al mercado de países productores con una mano de obra muy barata.

Negociación o decreto

Todo ello, en paralelo con una reestructuración selectiva, también a nivel de empresas concretas, aplicada en los otros sectores con una filosofía en que se reparten equitativamente los costes de la reconversión entre accionistas, trabajadores, acreedores, financiadores y Estado, es decir, la sociedad en general.

La experiencia española de estos años, con un período (1978-1980) en que se plantea la reconversión en los términos selectivos que antes he apuntado, y otro a partir de 1981, en que se lleva a cabo una reconversión generalizada, que llega a afectar a múltiples sectores, favorece la hipótesis de que este segundo planteamiento generalizador ayuda al crecimiento del déficit público, pues coincide precisamente con este segundo período el momento en que el déficit se dispara, aunque, ciertamente, en ello influyan también otras causas.

El criterio de reconversión selectiva es el que han aplicado -como he señalado más arriba- la mayor parte de los países del mundo occidental en que España se mueve. Y ése parecía también el sentir del partido socialista cuando estaba en la oposición, como se puso de relieve en las intervenciones de sus diputados con ocasión de la aprobación del decreto-ley de Reconversión Industrial, de junio de 1981.

En todo caso, ya se trate de una reconversión selectiva o generalizada, pretender imponerla por decreto o por ley, sin un proceso de negociación suficiente entre las partes afectadas, puede condenar de antemano la reconversión al fracaso, tanto más si el precepto legal se limita a presentar el marco para reestructurar los sectores en crisis, y no aparece ninguna concreción a la hora de la reindustrialización, que se queda en una pura declaración de intenciones o en la recopilación de las fórmulas que ya existían para la preferente localización industrial, pero ni se abordan cuáles deben ser los sectores de futuro a desarrollar, ni la forma en que se utilizarán las compras e inversiones públicas para este desarrollo.

Como tampoco se puede olvidar que existen comunidades autónomas con competencias transferidas que tienen algo que decir cuando se establecen los programas de reconversión de los sectores que tienen un alto grado de concentración en sus correspondientes territorios.

Reconversión permanente

En una economía como la nuestra, altamente condicionada por los problemas estructurales, será necesario, durante mucho tiempo todavía, un proceso permanente de reconversión -en esa triple vertiente que al principio señalaba- si queremos adaptarnos a las variaciones que se producen cada día en el ámbito internacional, no sólo como consecuencia de la crisis energética, sino también y sobre todo, del rapidísimo proceso de evolución tecnológica en que estamos inmersos.

Pero resulta fundamental acertar en la orientación precisa de dicha reconversión, y ello exige una actuación decidida, por supuesto, pero también estar abiertos a las sugerencias constructivas que haya, vengan de donde vengan, y un marco adecuado de diálogo y negociación. Todavía estamos a tiempo de ello. De lo contrario, sin el clima de entendimiento necesario, y aunque se acertara técnicamente en el enfoque -lo que resulta discutible-, fallará la imprescindible solidaridad y no se obtendrán los resultados esperados.

Agustín Rodríguez Sahagún es economista. Diputado del Congreso por el CDS.

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