Relecturas
Parece ser que con el paso del tiempo uno suele leer menos. Y, si no lee menos, desde luego las lecturas carecen de aquella intensidad, de aquella frecuencia insomne y devoradora de las noches de nuestra adolescencia y de nuestra primera juventud. Quizá suceda simplemente que disponemos de menos tiempo. En cualquier caso, sí es cierto que releemos más a medida que leemos menos.Sobre el porqué del releer, y, en concreto, sobre el porqué de la relectura de determinadas obras, he reflexionado últimamente al ver que tenía apartados de los otros (y siempre a mano) unos cuantos libros concretos; unos libros claramente considerados como clásicos y, además, notablemente voluminosos.
Había separado o adquirido a lo largo de los últimos meses obras de Bocaccio, Cervantes, Proust, Mann y Pastemak; obras que además ya había leído en esos años en que uno dispone de tiempo y de avidez para hacerlo. Pero, ¿por qué su relectura? ¿Por qué releer cuando todavía nos queda tanto por leer? Repentinamente pasa por nuestra cabeza, en un apretado esquema, todo el panorama de la literatura universal. Y vemos lo que hemos leído, y lo que no hemos leído, y lo que muy probablemente jamás leeremos.
Quizá podamos conocer bien a los griegos, con la excepción de algún historiador y de unos cuantos diálogos de Platón, pero conocemos irregularmente a los latinos. Pensamos también, aterrados, en que seguramente no leeremos nunca una buena parte de la riquísima novela del siglo XIX y, por supuesto, todo el incesante torbellino que suponen las publicaciones de nuestros días. Observamos que hemos leído casi toda la poesía, pero que las lagunas son grandes en el terreno de la filosofía y en ese género que refunde, desguaza o clarifica a los autores, que es el ensayo. No acamos de tener tiempo para leer la Ética de Spinoza, pero dedicamos muchas horas a Dante. Conocemos a los autores italianos, pero no sabemos cuándo vamos a disponer de un año para descender a ese pozo que es el romanticismo alemán. Y ello va a ser difícil disponiendo de escasas traducciones.
¿Por qué entonces la necesidad de releer, de volver sobre lo ya conocido? Releer, desde luego, no significa hacerlo de una manera sistemática. La relectura sistemática es simplemente la consulta, y consultamos de forma breve y circunstancial, por razones muy poco profundas. La relectura es otra cosa, es volver sobre lo que nos ha marcado, es volver a deleitarnos con lo que nos deleité. Rara vez volvemos a un libro que nos desasosiega o nos irrita. Por eso yo creo que el acto de releer tiene un sentido fundamentalmente placentero. Sabemos muy bien que, volviendo a un determinado texto, vamos a tener asegurado el goce, y que, si compramos una nueva edición de él, habremos dado por bien empleado nuestro dinero.
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No he nombrado hasta ahora a autores que han sido fundamentalmente poetas, porque la poesía se relee siempre, aunque de forma parcial y espaciada. Nadie que no sea un estudioso dirá que va a releer toda la obra de Quevedo, o la de Rimbaud, o la de Neruda. Releeremos sólo aquellos sonetos de Quevedo que preferimos o, de un tirón, las Iluminaciones de Rimbaud, o la mejor poesía amorosa de Neruda. Releer a los poetas -como crear poesía- puede ser una labor lenta y esporádica. Uno relee un poema como lo crea: en el momento de intensidad preciso. Nada, en fin, tiene que ver la relectura con los libros de cabecera, con los autores que, de forma obsesiva, nos acompañan a lo largo del tiempo. Tener la Odisea de libro de cabecera es un placer y un manía; como placer y manía es el hecho. de reunir todas las ediciones de esta obra atribuida a, Homero.
Pero, volviendo a los cinco libros que yo había seleccionado de forma relativamente inconsciente -el Decamerón, el Quijote, La montaña mágica, los dos primeros tomos de En busca del tiempo perdido y El doctor Zivago-, diré que seguía intrigado por las razones profundas de dicha elección. Una de ellas era que me había inclinado por verdaderos mundos literarios. Si a las excelentes obras de pensamiento las caracteriza su esencialidad y a las de poesía su atmósfera, las de narrativa suelen ser consideradas como verdaderos mundos.
Los autores de los cinco libros elegidos, más que llenar de forma arbitraria páginas y más páginas -a la manera de tanto programado y voluminoso best seller de nuestros días-, habían creado todo un microcosmos de personajes y de situaciones radicalmente auténticos, de irisaciones temáticas. Vi también que, al elegir para releer las obras de Bocaccio y de Cervantes, me había guiado por la novedad de las ediciones. El Decamerán vertido por Pilar Gómez Bedate había logrado captar el tono arcaizante y recio del original. La edición cervantina de Avalle-Arce ofrecía un texto muy contrastado y fiel a la primera versión de 1605. Como en la Comedia dantesca, en el Quijote cabe todo, aunque sea el mensaje simbólico el que destaque. El arte es para Cervantes la realidad misma, pero, a la vez, entreabre, por medio de la simbología que abarca a toda la trama, nuevas realidades, mensajes nuevos.
No ocurre lo mismo con la obra de Bocaccio, que parece estar escrita sólo para entretener y deleitar, aunque en ella se muestre la humanidad desnuda (y bien desnuda), insolidaria y pasional, llena de burlas violentas y de verdades como puños. Humanidad realísima como la vida misma y nada atormentada por el más allá. En esta obra, los símbolos sólo asoman en la primera de las 10 jornadas: el jardín de esa villa de los alrededores de Florencia es símbolo de la búsqueda y recreación del espacio ideal. Pampinea, la del ánimo fuerte, es la que rompe con las lamentaciones fúnebres, con la presencia brutal de la peste, para preguntar: "¿Qué hacemos aquí nosotros? ¿Qué esperamos? ¿Qué soñamos?" Era urgente para ella y para sus amigos y amigas una vida más plácida, más acorde con su juventud.
Había nacido, como dijo Curtius, "el primer gran autor moderno que rechazó la idea cristiana de la vida". En mi elección de Bocaccio cabía también considerar razones lingüísticas. Al margen de alguna saqueada -por lo incompleta- versión, había conocido antes el Decamerón en el original italiano. Con la relectura en castellano el libro ofrecía nuevas aristas, clarificaba muy bien las oscuras dudas que toda obra plantea en su lengua original.
Pero releer La montaña mágica a estas alturas, tantos años después de aquel encantado encuentro con la obra de Mann... Aquí, el espacio cerrado y ameno -el sanatorio de montaña- se veía ya invadido por la modernidad, por los riesgos y lacras de las primeras décadas del siglo, por la voluntad humana calibrada al máximo, por el furor intelectual. La misma voluntad creadora y casi las mismas décadas que nos retratan -con muy distinto lenguaje- las obras de Marcel Proust y de Pasternak. En Proust, los más ricos significados nos vienen del alma, de la psiquis; especialmente en los dos primeros tomos que yo había elegido. No era lo esencial en Proust ese lujo de detalles externos que Visconti deseó, pero nunca pudo, llevar al cine.
Acaso fuera la de Pasternak la relectura más incomprensible. Tenía que justificarla sin duda ese espléndido retrato del protagonista-creador en su estado más puro, es decir, presionado por las tensiones de la revolución de 1917. El vacío del alma creadora entre los paisajes de la infancia, la fuerza de un amor imposible y los signos de un futuro completamente nuevo. El encuentro entre Yuri y Larisa en la biblioteca de Yuriatin -un encuentro contenido, sin palabras ni saludos, ansioso y lleno de reservas a un tiempo- es una de las páginas más hermosas de la literatura de este siglo.
Repasando pues todos y cada uno de los libros arbitrariamente elegidos, me había dado cuenta de que eran tres los temas centrales que en ellos se daban: la enfermedad, el tiempo y la muerte. Y fue entonces cuando comprendí en seguida la segunda y poderosa razón por la que yo los había elegido: había dispuesto a lo largo de los últimos meses de mucho tiempo, de todo el tiempo. Y ese tiempo me lo concedía una enfermedad por la que yo mismo estaba atravesando. La enfermedad que vacía nuestra vida de proyectos, de obligaciones, de luchas de todo tipo. Había aclarado, por tanto, el porqué de aquellas voluminosas relecturas: no disponiendo yo del mundo, sí disponía de tiempo para gozar otros mundos, los de la ficción. Y comprendí, mejor que nunca, a Hans Castorp, el personaje de la obra de Mann.
Es un hecho evidente que a partir de los 35 años se vive más intensamente y con mayor urgencia. También es probable que a partir de esa edad nos tiente menos lo novedoso en literatura. (No lo auténticamente nuevo, claro está.) De aquí el que nos entreguemos con fruición a esos mundos posibles e imposibles de las grandes obras, el que sigamos luchando por reconocer en ellos -como espejismos o como realidad sumas- nuestra propia realidad interior.
Quizá lo único que persigamos con las relecturas es recuperar el tiempo perdido, como Proust. O, al menos -propósito más hermoso y dificil-, olvidarnos de que ese tiempo transcurre. Lo mismo que se propuso Pampinea, la joven de ánimo fuerte, cuando arrastró a sus amigos y amigas lejos de la peste que asolaba Florencia.
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