La isla
Por vez primera desde que recorro los campos de fútbol españoles me he sentado en la tribuna de prensa y con ello me he sentido transporta do a un ambiente totalmente distinto, un ambiente extraño. Estamos como en una isla, olímpicamente por encima de las pasiones del público. Esta vez a mi alrededor no se levantaba nadie con gestos violentos, no insultaba nadie al árbitro ni al jugador rival. Los que estaban allí parecían separados de la multitud como si estuvieran dentro de una campana de cristal. El ¡burro! de otros lugares se transforma aquí en un educado: "tengo la impresión de que este árbitro no sabe por dónde camina".Los sillones de la prensa son de plástico y de color amarillo. Los de los directivos del Atlético que están delante son rojos y almohadillados. Es curioso que el color que siempre ha sido revolucionario represente en el protocolo la máxima de las atenciones hacia una elite política o empresarial. Le han puesto la alfombra roja, dicen en los Estados Unidos admirativamente. Ese ambiente de altura social por encima de la masa municipal y espesa se prolonga luego en el bar reservado al que dejan entrar generosamente a los chicos de la prensa donde la atmósfera distendida, elegante y discreta se mantiene. Aquí no se oye ¡"lo que yo te diga"¡ o "¡cómo va a jugar bien ese extremo, pasinao!", "¡ese no para ni el autobús"!. De eso, nada. Los señores bien trajeados y encorbatados se reú nen en grupos de dos o tres y hablan en voz pausada y baja como si en lugar de congregar les allí unas patadas dadas a un balón, estudiaran el alza y baja de las bolsas internacionales. Ni una palabra más alta que la otra. Veo al respetable señor Calderón y me causa la misma impresión que el respetable señor De Carlos, es decir, una cierta hilaridad de que caballeros de tan digna presencia y senectud dediquen su obsesión, su salud y en muchos casos su dinero al alto propósito de procurar que una pelota entre más veces en la portería contraria que en la propia. Me cuesta encajar ese aire aristocrático con la cantidad de puntapiés que un muchacho pueda dar en determinado número de minutos... (ya ven; Núñez es otra cosa. Núñez sí tiene aspecto de estar en su elemento al hablar de fútbol. Núñez podría ser ese defensa bullangero y picaro que compensa su escasa estatura con su habilidad en servir pases a compañeros más altos y fuertes).
Vuelvo a mi puesto. Los gritos de at-le-ti suenan de vez en cuando y luego se apagan para volver a surgir cuando lo requiere la caída del entusiasmo en el césped. Esta vez los gritos de aliento han tenido resultado positivo, porque si al final del partido los socios del club han sufrido, eso al parecer es parte de su condición humana, de su vida diaria. No se concibe un encuentro en el que esos forofos no lo pasen fatal, sufrimiento que, como a los amantes del cante jondo, les hace sentirse más unidos que nunca con su afición, Un caso casi psicopático.
Llega, con el pitido final, el suspiro de alivio y los directivos, después de aplaudir suavemente con las manos enguantadas, salen en fila india por orden de autoridad. Los ujieres, digo, los acomodadores, se inclinan. Parece que en lugar del estadio salgamos de la sala de juntas de una multinacional.
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