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Alguien voló sobre el nido del 'Buitre'

Esta vez, La quinta del El Buitre ganó a La quinta de El Chopo.

En realidad, todo empezó poco antes de las cinco, cuando en el estadio Bernabéu se levantaba la neblina azulada de las grandes ocasiones; el aire lento, velado y variable que sólo se respira en los derbies y en los consultorios. En apariencia se avecinaba una batalla de tiempos futuros, un choque entre alternativas de poder.

Pero, antes que nada, el partido sería un enfrentamiento de dos mitos. A un lado estaría la astucia seca, obstinada y un poco monacal de José Ángel Iríbar, El Chopo; al otro, la imaginación húmeda, suave y un poco delicada de Amancio Amaro.

Era de nuevo la historia de El Chopo contra La Ardilla; el viejo duelo entre el brujo gallego y la araña de Zarauz. Entre aquel brujo que se esfumaba y aquella araña negra de largos brazos que atrapaba los balones en las telarañas de la escuadra como si fuesen moscas.

Ayer, Iríbar tejió una red de cuatro defensas y cuatro centrocampistas y dejó adelante a dos puntas de gran estatura, Arrien y Julio Salinas, que entraban en el área, perfectamente paralelos y sincronizados, como dos colmillos. Amancio ordenó a sus quintos en una primera línea de tres delanteros, con Butragueño entre Pardeza y De las Heras, una segunda línea de tres centrocampistas, y una defensa clásica con el líbero Francis como moderador. Luego, todo estaría en manos de las piezas maestras. Seguramente, Azpiazu, Michel y Butragueño tendrían la clave.

En el régimen normal del juego del Castilla, el peligro empezaba en Michel y se resolvía con pases largos y profundos hacia Butragueño, o con aperturas hacia Pardeza y De las Heras. En el bando contrario, el hombre era Azpiazu, un medio bajito, cabezón, y cerebral que tiene una mano donde debía tener el pie derecho. Según conviniera, tocaba en corto para sus compañeros de línea o señalaba los pases a sus compañeros de adelante. La culminación de su juego fue un cabezazo al larguero a los 19 minutos. Si el balón hubiera pasado una cuarta más abajo, es muy probable que el final del derby hubiese sido muy distinto, pero como ya se ha dicho un partido es una historia que se construye sobre sí misma, y no tiene sentido hablar de posibilidades; sólo cuentan los hechos.

En los minutos siguientes, Pardeza daba sus inevitables descargas eléctricas por la derecha, Arrien y Salinas se turnaban en los contragolpes para permitir la entrada de sus medios de ata que, y Azpiazu rivalizaba con Michel y Butragueño inventando cosas. Mientras el juego de El Buitre era un línea quebrada, una teoría de milímetros y rebordes, el de Michel y Azpiazu era una obsesión por aprovechar los espacios libres; no una teoría lógica, sino ecológica.

En el minuto 35 de la primera parte, Michel se perfiló para botar una falta desde la derecha. Cuando el árbitro hizo la señal, centró al rincón de El Buitre.

Como es habitual, El Buitre metió primero la quinta velocidad, y después la cabeza. Gol.

Después hubo un silencio: contra todo pronóstico, no celebró demasiado su gol número 18; se limitó a levantar el puño para proclamar el poder blanco y alguna rabia contenida, acaso alguna pesadilla de estos últimos días. Michel hizo lo mismo desde el enorme vacío que el balón había dejado a la derecha.

Dos minutos después, Pardeza hacía un doble recorte y se escapaba. Bolaños, el medio matraca de turno, le hizo una entrada por detrás, y fue sancionado con expulsión. Hasta el final del primer tiempo, el partido fue un forcejeo tenso y duro.

En el segundo, Iríbar, la vieja araña, puso a Azpiazu en el centro de su línea de defensas. En unos pocos minutos, en tres o cuatro aperturas, probó a sus compañeros y a sus rivales que el encuentro no estaba decidido. Poco a poco, la superioridad numérica provocó en el Castilla una especie de síndrome de Goliat, una enfermedad que sólo padecen los que tienen mucho que perder. Milagrosamente, Azpiazu había trasladado el problema al Castilla: ellos, el Bilbao, eran unos perdedores honorables y, sobre todo, razonables, podían irse tranquilos a casa con la única condición de jugar dignamente el resto del partido. El Castilla, no; el Castilla debía defender una victoria que estaba a un sólo gol de convertirse en empate para ser ya un líder solitario.

Bajo el mando de Azpiazu, los zagueros de Iríbar afinaron la ,táctica del offside, y los jugadores de Castilla, abrumados por la serie ininterrumpida de fueras de juego comenzaron a perder la noción del tempo, del instante, y a sufrir cada minuto del partido.

Los toques de Azpiazu, toques sordos de mazo y de empeine en una mesa de escritorio, tenían una estricta réplica en los toques de Michel, que se quedaban en el aire como taponazos de botella.

A última hora, Michel, que es un jugador excepcional, trató de sobreponerse, de pensar, y El Buitre, agotado por el esfuerzo, se resignó a suplir la calidad por la tenacidad.

En los últimos minutos, la neblina azulada se hizo irrespirable en el estadio. Pero eso fue todo: finalmente, ayer, La Ardilla ganaba a El Chopo por un solo gol. Y ayer, como nunca en esta temporada, alguien voló sobre el nido de El Buitre. Yo creo que Los Águilas fueron Michel y Azpiazu.

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