La batalla de San Cristóbal
A LO largo del jueves y viernes pasado, la urbanización madrileña San Cristóbal de los Ángeles ha sido escenario de una amplia reyerta vecinal suscitada entre payos y gitanos. Enfrentamiento que se extendió a cientos de personas, con bombardeo de tiestos, pedradas y algunos disparos de bala y de escopeta en la primera jornada, y con pedradas y bolas de acero frente a botes de humo y pelotas de goma de unos 150 agentes antidisturbios en la segunda y prolongada confrontación, de seis horas, al día siguiente. Además de los 23 heridos asistidos, 18 vecinos y 5 policías, la vehemencia y los destrozos han sido tales que han permitido a algunos protagonistas comparar la refriega a una escena del far-west.San Cristóbal de los Ángeles es una hacinada ciudad dormitorio en el cinturón industrial del sur de Madrid. Una zona típica ya de estos conflictos entre comunidades payas y gitanas, al igual que en otras zonas dormitorio de Barcelona, acentuados en los últimos años, justo cuando la crisis económica ha exasperado las precarias condiciones de vida en las colectividades obreras, y más, si cabe, entre las minorías tradicionalmente marginadas del empleo, como es la gitana. Una minoría a la que el proceso de industrialización ha infligido acaso los más duros costes de desintegración cultural y económica.
La circunstancia que desencadenó la batalla de San Cristóbal fue la denuncia que una mujer paya hizo a un repartidor, al que en ese instante unos niños gitanos le estaban sustrayendo envases de leche de su furgoneta, y la agresión callejera que sufrió más tarde la denunciante. Los gitanos, en España, de los que puede aportarse como un índice más de su subconsideración que ni siquiera están todavía censados, forman una comunidad cuyo número puede calcularse entre 300.000 y 600.000 personas. De ellas, un 68% son analfabetas y sólo un 7% de la única mitad de niños que se escolarizan termina los estudios de EGB. En este caso, unos niños gitanos robaban leche: el raquitismo entre los niños gitanos es cinco veces superior al que se registra entre los niños payos.
En parte, debido a su estimación social, y no independientemente de ella, la calificación laboral del colectivo gitano es mínima, cerca de. un 80% carece de trabajo fijo, y en las condiciones actuales el porcentaje se convierte ampliamente en meros vagabundos. Por añadidura, un 50% de ellos carecen de Seguridad Social y, por tanto, de cualquier clase de protección estatal, como es el seguro de desempleo. Conocidas estas circunstancias, sólo una visión racista puede asociar al hecho mismo de ser gitano el atributo de peligroso social. Merodear o incurrir en la delincuencia no se correlaciona con una etnia, sino, sencillamente, con la indigencia.
Claro está, por otra parte, que de estas sevicias no pueden sentirse responsables directos los vecinos de San Cristóbal de los Ángeles ni de tantos otros barrios madrileños, catalanes o vascos donde han brotado en estos años conflictos de parecida virulencia, suscitados por una enemistad ancestral. Pero sería ingenuo, en todo caso, desconocer que en esos lugares, como en el restó de la sociedad española, existen grupos ciudadanos, e incluso autoridades, que obstaculizan la integración o que propician el encono. Cabe preguntarse si no apuntan en esa dirección las respuestas que las autoridades han exhibido hasta el momento frente al conflicto dramático del barrio madrileño. Con una falta de imaginación sorprendente, parece que la capacidad de afrontar el enconado enfrentamiento entre payos y gitanos se agota, primero en el envío de la fuerza pública para evitar que la sangre llegue al río, y después, según ha anunciado el propio gobernador civil de Madrid, José María Rodríguez Colorado, en el traslado de una parte del colectivo gitano a otras viviendas en otros barrios, pretextando, para explicar esta elección, que los gitanos son menos numerosos que los payos.
Por otra parte, la quiebra de la convivencia pacífica en barrios de la naturaleza de San Cristóbal de los Ángeles, donde el hacinamiento no es, desde luego, el único y posible elemento generador de opresión, y su consecuente agresividad desplazada es un síntoma que se haría mal en atribuir en exclusiva a la presencia gitana. Al margen de exigir las responsabilidades,individuales que correspondan a cada acción delictiva, los gitanos, como grupo, pueden pasar a desempeñar, en circunstancias de crispación asignable a otros factores, el papel de catalizadores y precipitadores de una insatisfacción social de más alcance. No tendría por qué ser éste el caso de San Cristóbal de los Ángeles si el asunto se hubiera limitado a un incidente de esquina. Pero no se ha tratado de eso sólo y, por tanto, ninguna autoridad responsable que constate la magnitud de esa refriega debería soslayar su significado. Un significado que, más allá de la anécdota inicial, convierte la protesta, espontánea y virulenta, en la más clamorosa denuncia del menosprecio que a la política convencional y a sus dirigentes, no menos convencionales, merece, hasta el momento, la vida y la convivencia inmediata de las gentes.
Efectivamente, los gitanos, analfabetos y no censados, no cuentan como electores. Su contabilidad es irrelavante para unos partidos u otros. Y, en todo caso, siempre podrá imputarse su comportamiento desviado a la misma naturaleza de su diferencia. Para ello no han de faltarle suficientes coartadas en una sociedad española donde aún persisten los estigmas antigitanos cultivados desde el siglo XVI y donde estos asuntos de miseria tienden, por pura conservación, a ignorarse u olvidarse. Efectivamente, los gitanos no cuentan para el recuento político. Ni son bastantes para decidir nada ni están lo suficientemente organizados, en su mismo desconcierto y segregación, para hacer valer sus derechos. Lamentablemente, al parecer, sólo explosiones de este género, como la de San Cristóbal de los Ángeles, son capaces de hacer entender a los responsables de la gobernación que una sociedad no se encuentra atendida políticamente si no se atiende a la vida de cada uno de sus grupos. Uno a uno y por pequeños que sean, por pobres o por secularmente olvidados que hayan sido. Porque es ahí, y sólo mediante su reflejo en ese punto, donde se decide el bienestar y la libertad de los ciudadanos.
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