'Afterpunk' y posmodernidad
La aparición de procedimientos técnicos que permitían reproducir en multitud de copias el original de la obra de arte, supuso una trascendente revolución en el discurso artístico, del que fue pionero Walter Benjamin. Ahora, además de su reproducción sin límites se está en condiciones no sólo de multiplicar el original sino de dotarlo de ubicuidad, en virtud de la telemática. La consecuencia fatal de este fenómeno es que se hace prácticamente imposible esquematizar una noción lo suficientemente compleja como para dar razón de todos los acontecimientos que, en uno u otro punto de la red, se producen y reclaman su consideración valorativa. El autor, que de antemano se declara dispuesto a no a entrar en la polémica sobre el discurso de la posmodernidad, plantea, sin embargo, los términos en los que se encuentra actualmente la discusión y ofrece, a través del fenómeno ejemplificador de la música afterpunk, los diferentes componentes que concurren en una de las manifestaciones artísticas actuales, vivamente representativa de las orientaciones y desorientaciones del mundo contemporáneo.
Cuando Walter Benjamin emprendió el análisis de "la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica", ésta apenas se había inaugurado. De entonces a hoy, sin embargo, aquella época -al menos la fase inicial, mecánica, que Benjamin conociera- está a punto de clausurarse definitivamente: dejando paso a una nueva, de orden superior, que llamaríamos de la reproductibilidad telemática. Debido a que viene instaurada por la implantación en las sociedades avanzadas de una fructuosa combinación de nuevas tecnologías de teledifusión e información. Su impacto, tanto en la producción como en la circulación y recepción pública de las obras, determina el advenimiento de lo que se ha comenzado a llamar, tal vez con no demasiada fortuna, la condición posmoderna del arte.Benjamín ordenó su análisis desde el supuesto de que la reproductibilidad técnica -la eventualidad de infinitas copias serigráficas, fotográficas...- introducía un cierto descentramiento (que diríamos horizontal, por cuanto las series se organizaban al mismo nivel que el original) en la noción clásica de obra de arte. Su éxito residió en facilitar, mediante nociones como las de interrupción discursiva o pérdida del aura, una perspectiva simultánea de la ruptura y la continuidad que, por referencia al discurso de la modernidad, ello representaba para la historia de la producción artística.
En nuestros días, la reproductibilidad telemática -la proyección del original en los sistemas de teledifusión de la información- está introduciendo un excentricismo, mucho más incontrolable en la noción moderna de obra de arte. Un excentricismo que ya no afecta en horizontal a la recepción. de la obra, sino en radial, pues mediante la difusión telemática la obra obtiene una especie de ubicuidad generalizada a todo el circuito de los media. La consecuencia fatal de ese excentricismo es que convierte la obra de arte -desde su condición posmoderna- en inasequible para cualquier gran discurso. Ninguno podría, en efecto, esquematizar una noción lo suficientemente compleja como para dar razón de todos los acontecimientos que, en uno u otro punto de la red que con tan espeluznante plasticidad multiplica y reorganiza todos sus centros, reclaman la consideración valorativa.
De esta manera, la investigación que hoy pretendiera facilitar una perspectiva simultánea -como entonces lo logró la de Benjamin-, tanto de la ruptura como de la continuidad que la. reproductibilidad telemática introduce en la historia de la producción artística, debería referirse a un discurso que todavía no se ha estabilizado completamente: el discurso posmoderno. Parece obvio que el paradigma en que éste se fundara debería, entonces, conjuntar las virtudes del gran discurso con las exigencias que la nueva práctica, excéntrica, impone. Debería, en definitiva, desarrollar dos capacidades -dos estilos de ver las cosas, casi dos modalidades de razón- difícilmente conciliables.
Integrar los nuevos modos de arte
El nuevo paradigma debería, por un lado, esforzarse por integrar en su marco las nuevas modalidades del trabajo artístico, ya fuera como efectos de superficie de una crisis sistemática, ya como resultado paradójico de las contrádicciones culturales del capitalismo. Tal integración definitíva sólo resulta imaginable en el marco de una teoría de la acción comunicativa como la que Habermas ensaya sacar a la luz: esto es, en el marco de una pragmática universal. Sólo desde ellas sería viable, en efecto, mantener un conjunto de ideales regulativos capaz de dar razón conjunta y ordenar -conforme a algún proyecto dado: sea el de las luces, el del marxismo, el de la subversión radical o cualquier otro- el delirante discurrir de las nuevas producciones.
Pero al mismo tiempo debería afrontar el desarlo de asumir sin restricciones regulativas -como algo propio de la nueva condición de lo social- la proliferación exponencial de las nuevas modalidades de producción artística (ya sea la transvanguardia, el afterpunk o el neoexpresionismo fauve). Como es sabido, todas estas nuevas mod alidades se declaran programáticamente fragmentarias, parciales. No está en su programa el ser resumidas en síntesis posteriores a la mera coexistencia casual. Si bien es obvio que despliegan una fuerte beligerancia entre sí, no lo es menos que ésta no tiene por objeto el alcanzar un posterior momento de pacificación superadora: sino, sencillamente, aumentar la competencia del sistema en su conjunto. Por esta razón, la figura de una hipotética comunidad ideal de comunica ción (como la diseñada por Habermas, capaz de una transparencia absoluta en la que se alcanzaran mágicos consensos) es un mito vacío e inadecuado para analizar la condición posmoderna de lo social en general, y de la nueva obra de arte en particular. Cualquiera puede ver, en efecto, que el nuevo artista vive como circunstancia feliz, en la que descubre una libertad ilimitada, el que la red comunícativa en que ha de inscribir su, obra sea lo suficientemente compleja como para tolerar la presencia de una altísima cantidad de información activa, constituida a partir de fragmentos no siempre conmensurables y a los que no se obliga a pactar acuerdos globales para alcanzar el ingreso en lo público.
¿Constituye un exceso de optimismo pensar que está pronto a emerger el nuevo paradigrna capaz de reunir tan contradictorios puntos de vista? Puede que sí, pero ello no le resta un punto de interés a la polémica de la que podría surgir. (Al fin y al cabo, como apuntó Baudrillard, "hay que dejar que los discursos críticos se enfrenten entre sí: todavía pueden hacerse mucho daño"). Se trata de la polémica que en nuestros días enfrenta a todo tipo de sociólogos, teóricos de la legitimación de los discursos, analistas de la cultura, semiólogos, comunicólogos, etcétera, en torno al tema de la posmodernidad. No pretenderemos terciar frontalmente (lo que, en cualquier caso, resultaría demasiado moderno) en polémica de tan elevado alcance. Pero sí intentaremos situar a su margen, un poco por la tangente, uno de los fenómenos públicos en que más nítidamente está haciendo síntoma la nueva condición que disfruta la producción artística. Nos referimos a la música producida y fundada tras la ruptura ocasionada por el punk inglés, al filo de los ochenta. Después del punk, el afterpunk constituye el mejor registro del excentricismo a que la obra de arte se ha visto irremisiblemente abocada por la nueva condición comunicativa.
Un fértil campo
Efervescencia, anomia, errancia, crimen. Cuatro figuras señeras de la primera fulguración punk, culminando la pasada dé cada. Como es sabido, Michel Maffesoli sostiene que ninguna fundación de importancia se pro duce sin la concurrencia de algu na de ellas. En la del afterpunk, a falta de una, las cuatro resplandeden delimitando un horizonte y una frontera inconfundibles. A partir de ese corte, se define un territorio virgen para la producción diferencial de fórmulas musicales o de imagen. Toda una generación, todo un movimiento social inclasificable, cifra y descifra sus producciones de sentido (o sinsentido) bajo unas señas que hoy, cinco años más tarde, sociólogos y analistas de lo público todavía se empeñan en ignorar, a pesar de su presencia palmaria en todos los estratos de la actual estructura laberíntica de lo público: desde los más inmediatos y superficiales -como la publicidad o las modas del vestir- hasta los más elaborados y refractarios. Esa ignorancia sólo es ya explicable en función de típicas cegueras epistemológicas -sabido es que para las ciencias sociales sólo existen los problemas que están capacitadas para resolver- o, mejor, de la terca resistencia ideológica de todo gran discurso a admitir que los acontecimientos efectivos de la producción artística puedan explorar otros cursos distintos a los comprendidos en su ámbito programático.
En cualquier caso, una simple mirada hacia el lugar en que se produjo el corte, el punk, permite descubrir un campo de sorprendente fertilidad para todo el trabajo artístico, demarcado por las cuatro figuras abstractas que la naciente nueva sociología francesa distingue como fundacionales. Empezando, cómo no, por un entusiasmo colectivo, por una efervescencia callejera. La primera que sacudía las grandes ciudades desde que, al límite de los sesenta, la anterior generación había despertado de su sueño ante las barricadas de París, Chicago o Berlín. Diez años después, la sorpresa, el asombro y la estupefacción retornaron al tejido social. Y esta vez de la mano de un grupo de gentes anónimas, sin proyecto trascendente y último, sin manifiestos o proclamas, sin sueños -No future (Pistols)- utópicos. Una efervescencia de personajes que zigzagueaban entre la racionalidad y la estupidez, entre él todo y la nada de pensamiento -I've become irrational (Ramones)-. Una efervescencia de agentes sociales irrecuperables, disconformes, intransigentes y tan radicalmente subversivos que ni siquiera formulaban alternativas. Una efervescencia de bebedores de cerveza que, sacudiéndose al fondo de los más sucios y oscuros antros londinenses, se limitaban a corear fuck off, fuck off a las puntuales consignas de sus grupos favoritos -Sex Pistols, 999, Clash, Stranglers. Ni una sola regla respetada ni una institución -Anarchy in UK (Pistols)- a salvo. Anomia radical, absoluta. La más estricta ausencia de normas. Ni siquiera se cae en la trampa de entronizar la falta-de-ley como ley suprema. Las coincidencias y regularidades -en vestimentas y parafernalias, en gestos, conductas y declaraciones- son el resultado de una especie de clonaje informativo en superficie. Son meras señas adquiridad por mímesis directa, entresacadas de los circuitos que, lentamente y sin alcánzar por igual ni simultáneamente a todos los extremos de las geografías, se van tramando. De esta forma se generaliza una experimentación que parte de la inanidad del yo; una especulación activa que conduce a la fragmentación de todo macrosujeto; un cuestionamiento de toda identidad que pretenda otro estatuto que el de mera provisionalidad procesual. El sujeto que, posteriormente, reaparece en su ins
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