Azorín, otra vez
En 1967 escribí un trabajo sobre Azorín con este título: Azorín en el purgatorio. Pasados algunos años reincidí con otro trabajo bajo el epígrafe Retrato de Azorín. Poco antes había aparecido el libro de Riopérez y Milá, Azorin íntegro. Un libro admirable, denso, veraz, con un epistolario inédito. En esta obra, de indispensable consulta para quien desee ahondar en el conocimiento del escritor levantino, encontraba yo algunos puntos de apoyo a una tesis por mí defendida desde siempre: Azorín no casaba con la sensibilidad de nuestro tiempo. Azorín se nos escapaba, diligente y silencioso, por el escotillón de lo pasado de moda. De lo que parecía no poder retornar jamás. Con todo, yo esperaba que el olvido, o la indiferencia, serían transitorias. Y que, a no dudarlo, un día no muy lejano, los textos del estilista recobrarían vigencia, eficacia, huella sobre nuestro espíritu. Mas el plazo va dilatándose inquietantemente. ¿Se lee hoy a Azorín? Y lo que es más significativo, ¿se tiene en cuenta su esfuerzo literario? Nunca puede uno imaginarse hasta qué punto son imprevisibles las vueltas y revueltas de las apetencias lectoras. Sobre todo en un país como el nuestro, con tan poca afición a la letra impresa. No puedo, pues, decir, si hay o no hay demanda de los libros azorinianos.Pero si esto escapa a mi conocimiento, no es menos cierto que se está dando en la sensibilidad europea -y aun en la americana- un deseo de regresar a la obra bien escrita. Por obra bien escrita entiendo aquella en la que prima el valor del estilo, la filigrana del estilo. O quizá fuera mejor decir el cuidado del estilo. Buscar las palabras exactas para las situaciones exactas. Pelearse con el idioma. Cazarle los entresijos expresivos. Descubrir el relumbre de sus dichos. Que no es lo mismo, ni mucho menos, que no equivale a soltar lalengua. Es fácil recurrir al exabrupto verbal. Es cómodo ensartar, sin mayores reparos, atrocidades y atrocidades para sorprender al lector. Es difícil, enormemente difícil, colocar esas barbaridades en el lugar que le corresponden. Atarles su función comunicativa. Los grandes escritores saben de esto. No se trata, pues, de escribir en tono neutro, aséptico y mojigato. No. Se trata de otra cosa, a saber, de acertar con el punto de equi.librio entre el modo fuerte que surge por pura necesidad interna y el modo desgarrado que se aprovecha por arbitrio de mera fábricación casi clandestina.
Ya se sabe que hoy priva, en el lenguaje coloquial, el descuido, las malas maneras, el hablar con agresiva zafiedad. Sí, esto es innegable. Pero la imagen literaria de esa bellaquería oral tiene que ir más allá de lo ramplón y de lo bellaco. Hay ciertas tensiones del alma colectiva, del alma social, que no atinan a formularse si no es merced al vocablo de bulto y a la impertinencia por la impertinencia. Estas tensiones tienen un origen, un desarrollo, un instante de imperio y, por fin, su punto de decadencia y inuerte. En una publicación póstuma de Vladimir Nabokov, Lectures on Literature, que lleva un jugoso prólogo de John Updike, se ve con suma nitidez, y como en panorámica, el regreso al estudio humanizado de la escritura trabajada, mimada. El regreso a la literatura auténtica.
Se trata de las notas de clase que el novelista utilizó para explicar a sus alumnos la obra de Jane Austen, Dickens, Flaubert, Stevenson, Proust, Kafka y Joyce. (Nabokov es el autor de Lolita, no lo olvidemos). Y estas notas, además de librarnos de la pesadumbre problemática del estructuralismo, nos revelan a un escritor atento a los matices de la sensibilidad más refinada y menos vociferante. El libro ha obtenido un gran éxito en Norteamérica.
Pues bien, en una de sus lecciones, Nabokov nos dice que la literatura nació el día en el que un muchacho gritó "¡Al lobo, al lobo!" y no había lobo alguno en
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las proximidades. Era un lobo inventado. A fuerza de repetir el grito -es bien sabido- el lobo verdadero concluyó por devorar al imaginativo rapaz. Entre este lobo y el lobo en el rincón de una página existe como un eslabón tornasolado, como un prisma multicolor.
Ese eslabón, ese prisma, es la literatura. Eslabón y prisma. O lo que es lo mismo: realidad encadenada y, al tiempo, reflejada. Literatura: arte de las modulaciones. En ellas, caben, claro que sí, las salidas de tono. Las procacidades. Pero sometidas al tornasolado y a la refracción del estilo.
Por este camino se anuncia hoy por ahí adelante, por esos mundos, de Dios, la nueva literatura. La que nace de los autores egregios, fuertes o no, populares o exquisitos, enérgicos y primarios o suaves y alquitarados. Rabelais y Joyce, Jane Austen o Flaubert, pero unos y otros en acecho constante del mundo de alrededor y del mundo de su propia fantasía. Entre nosotros, Camilo José Cela es un buen ejemplo de lo que quiero decir.
Claro está que en el escritor puede darse, de hecho se da a lo largo de su vida, un proceso de endurecimiento existencial que lo empuja a lo violento e incluso a lo desaforado. En Valle-Inclán este proceso fue muy evidente, y gracias a él gozamos hoy de la maravilla de los esperpentos. Mas Valle-Inclán no fabricaba esperpentos. Le salían de lo más hondo del alma, de los hontanares de la conciencia en los que borbollaba, incontenible, la sensibilidad moralArente al espectáculo del derrumbe de la sociedad española anterior a su tiempo,y de su tiempo también. Fue una reacción indignada que él encaminó por la vía de la estética. De una estética radicalmente original y fecunda.
¿Y Azorín? ¿Azorín, otra vez? ¿Es posible? Porque Azorín jamás levantó la voz. Al revés, casi tácito y siempre espectador, iba él poco a poco devanando sus impresiones y llevándolas al papel con meticulosidad y paciencia simultáneas. Recordemos el ensayo de Ortega. Y recordemos nuestras lecturas de mocedad. ¿Queda algo de todo ello? Pienso que sí. Pienso que queda, por de pronto, la gratitud por un estremecimiento finísimo que hoy casi nos avergüenza confesar. Queda su sutil interpretación de los clásicos. Queda su tersura idiomática. Y comprendemos y justificamos lo que, en tiempos, Benlluire y Tuero llamó, desdeñosamente, el juego del columpio", ese ir y venir de los decires azorinianos, esa marcha hacia adelante y hacia atrás que acompasaba nuestro sentir y nuestro entender su literatura. En definitiva, el tornasolado. El nacarado de una prosa lisa y soleada. De una prosa sin gritos. Sin oratoria. O, quizá, con la retórica profunda de que habla el poeta francés Pierre Emmanuel. Al fin y al cabo, todo es retórica. Todo son engarces más o menos afortunados de palabras necesarias. De palabras que trasladan el lobo inmisencorde a la albura de la página impresa. A su eficacía y a su permanencia.
Insisto: ¿saldrá Azorín de su purgatorio? Para confirmar lo que fuera de aquí es ya un síntoma premonitorio, echemos mano de los libros del levantino. Y también de la obra de Riopérez y Milá. Ella nos devuelve algo así como el bulto físico del escritor. Ella nos entrega la humanidad sencilla, respetuosa, encalmada y trabajadora, de un hombre que llenó cuartillas y cuartillas con su caligrafía bien dibujada y, a su través, nos relagó belleza quieta, belleza henchida de dignidad.
Transcribo unas notas de alguna de mis últimas conversaciones con don Ramón del Valle-Inclán, ya al final de su vida: "Mi generación, a través de la cultura, ha hecho historia.
La literatura es más operante de lo que la gente supone. Y Azorín -el Bautista del grupo- ha tenido un gran acierto al llamarnos la generación del 98. Y, sin embargo, ¿qué queda de todo esto? Ahí tiene usted al propio Azorín. La prosa de Azorín tiene la tersura y la soledad de un lago en un bosque. Sobre todo, la soledad. No debe leerse a Azorín en voz alta porque es como romper, con una piedra, la quietud de lo que se mira y se goza en su propia perfección. Pero, ¿hasta cuándo leerá la gente para sí misma?...".
Azorín nos regaló belleza coagulada en casi silencio locutivo. El silencio que está en la espalda de las palabras y que es, a final de cuentas, lo que importa y emociona. Esa limpidez, esa superficie lisa y brillante.
Porque eso es lo que permanece más allá de nosotros mismos.
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