Las claves del remate de la transición
Varias contemplaciones retrospectivas, aparecidas al comienzo del otoño político (cuando las rosas agarrotadas por los puños comienzan a marchitarse), han coincidido en el juicio de que la transición no ha terminado. Se trata, naturalmente, de la transición política de España, un hecho histórico de gran significación y trascendencia. Es claro que sólo el historiador de comienzos del siglo próximo podrá pronunciarse con suficiente perspectiva al respecto, pero valdría la pena que intentáramos fijar algunos criterios objetivos al respecto, para evitar que nuestra propia situación de ánimo o nuestras expectativas personales nos conduzcan a equivocarnos a nosotros mismos o, lo que es peor, a equivocar a los demás.Empiezo por declarar que, en un primer sentido elemental, y en los términos del corto plazo, bien pudiera asegurarse que la transición ha terminado. Se podría entender que quedó abierta con el asesinato del almirante Carrero Blanco, que vino a recordar la dificultad que tienen las últimas voluntades en materia política, y que se ha cerrado con la pacífica transmisión de los poderes a un Gobierno socialista, hace más o menos un año. Y ciertamente, no es pequeña realización, en la que pocos creían, a la que han contribuido muchos españoles, y de modo singular la prudencia de la Corona y la realidad del cambio económico y social de los años sesenta, que nos ha dejado una sociedad de clases medias.
Pero debemos profundizar un poco más, mirando al medio plazo, e incluso al plazo largo, aunque para entonces estaremos todos muertos. No es fácil, ciertamente, el poner vallas al campo histórico, y es muy difícil determinar, hasta que sus procesos han terminado, cuál es su verdadero significado. Muy poco antes de desaparecer de la historia militar de Europa, Suecia tenía uno de sus mejores ejércitos, y Venecia, una de sus más poderosas escuadras. Es conocida la historia del montón de trigo: ¿en qué momento el que va echando grano a grano se encuentra con un montón? Deberíamos, por ello, intentar señalar un conjunto de marcas o señales que, por experiencia propia y de otros países, nos puedan indicar cuándo una situación (para usar un término clásico de nuestro vocabulario político) se convierte en un régimen establecido.
Se trata, por supuesto, de cuestiones opinables y en las que resulta inevitable que cada uno añada su propia valoración personal. Por lo que valga, ahí va la mía, de viejo profesor (hoy incompatible por la equivocada separación de la teoría y la práctica que otros han impuesto), de observador infatigable y de persona que algo ha hecho por prever y encauzar la actual transición.
Y también, no lo neguemos, se trata de cuestiones en las que, como es lógico, el interés general ha de prevalecer sobre el particular. Para los que consideren que la política es un deporte, como el squash, y que un grupo de amigos puede siempre reunirse y, en torno a unas copas, emprender una operación política, evidentemente algunos de estos planteamientos no serán gratos. Pero las cosas son como son, y hay que procurar, además, que sean como deben ser.
A mi modo de ver, la primera nota de la estabilidad política es una situación generalizada de seguridad. Seguridad real, y sentida como tal por la mayoría. Toda transición es, por definición, un período de incertidumbre y seguridad; su máxima y más terrible expresión es una guerra civil. Cuando las aguas vuelven a su cauce, los odios se apagan, las apetencias se serenan, las envidias se moderan y se vuelve a hablar un lenguaje de paz se ha pasado el Jordán. Pero, sin exagerar ni alarmar a nadie, mientras se queman banderas, se asesinan guardias, se ocupan fincas, se roban sistemáticamente viviendas (secundarias o no), se repiten atracos violentos, y todo ello en medio de reivindicaciones políticas y de alienaciones juveniles, de paro extendido o de miseria emergente, indica con claridad que la transición no ha terminado. Y si los mismos guardianes del orden tienen conflictos internos, la prueba es aún más evidente.
La segunda nota fundamental es la clarificación de la política exterior. Ningún país tiene amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes, pero en cada situación histórica, y en vista de los factores dominantes, hay que decidirse y optar. Puede más tarde producirse un cambio de alianzas, pero una de las definiciones claras de un período estable es también una política exterior establecida. Mientras no sepamos si estamos aquí o allá, estamos abocados a la inseguridad exterior.
Una tercera e importante nota es el sistema de las fuerzas políticas. Todo el mundo sabe que en Estados Unidos los partidos republicano y demócrata son dos instituciones tan importantes y duraderas como el Senado y la Cámara de Representantes; como se sabía que el Partido Radical francés era parte principal de las instituciones de la III República. Mientras esté abierta la aventura de nuevos partidos o facciones, algo está por completar. Creo que vamos rápidamente en la buena dirección, por el buen sentido del pueblo español, que ya ha dado varios serios avisos a los caminantes.
Otro tema clave es el sistema de información. En toda comunidad política hay lugares para la discusión de los asuntos públicos; hoy, nos guste o no, el ágora o el foro más numeroso y atendido es el de los medios audiovisuales. Es el de más amplia audiencia y participación. Y no vale escudarse, como algunos intentan, diciendo que por qué no se hizo antes. Lo que está clarísimo es que ahora hay que hacerlo, y cuanto antes. Los españoles saben que la transición no habrá comenzado mientras no se sepa cada día lo que realmente esté pasando; mientras la Prensa no distinga claramente entre la información y la página editorial; mientras el Gobierno pueda manipular en exclusiva el medio más poderoso; mientras no se sepa dónde terminan realmente los asuntos, con una última palabra indiscutible y pública.
Otro punto importante es la función pública. Servicio militar y servicio civil a la sociedad son hoy, en todas partes, funciones profesionales. Mientras no se logre que toda función pública sea imparcial, y las carreras de los funcionarios de toda índole, independientes de los caprichos del Gobierno de turno, andamos mal. Y no se crea que hablo de algo que no tiene solución; todos los países han pasado por análogas tentaciones, y las han ido superando. Mientras se diga que tal fiscal ha sido pospuesto, o tal delegación de servicio ha sido cubierta en función de un carné sindical o partidista, seguimos en la transición y creando obstáculos insalvables a la consolidación.
Otro tema de trascendencia es el de la organización de las fuerzas sociales. Las libertades personales sólo florecen, en la práctica, en el seno de grupos intermedios organizados para defenderlas. Así ocurre con la libertad de expresión, con la libertad de educación, etcétera. Es equivocado definir esos grupos, sin más, como grupos de intereses; claro es que los educadores, o los periodistas, o los agricultores, o quien sea, han de tener un interés en defender su propia existencia y libre funcionamiento. Pero es aún más equivocado el intentar suprimir o mediatizar esos grupos; pertenece a la tentación totalitaria el que se haga pasar por este o aquel aro a las cajas de ahorro o a las cámaras agrarias, o a cualquier otro grupo que pueda subsistir simplemente con el apoyo y el arraigo social que los hizo nacer.
Finalmente, hay algo en lo que todo se resume y alcanza cifra y compendio: la confianza. Las transiciones terminan en un clima de confianza generalizada. La confianza es un fenómeno inmenso y complejo; influye en la manera de salir a la calle y de pasar por ella; de pasear por los parques públicos y por el campo; de comprar una casa o de tomar un crédito; de decidirse a ampliar un negocio o a cerrarlo; de contraer matrimonio o de ponerse a escribir un libro.
Se dirá (y puede ser cierto) que la confianza de la mayoría no debe ser a costa de las ilusiones, aun las más atrevidas, de unos cuantos. Sea, de buen grado; pero reconózcase una vez que la desconfianza, la envidia y la frustración son el peor caldo de cultivo para cualquier ilusión.
Las sociedades más estables deben, por supuesto, estar abiertas en todo momento a un cierto grado de experimentación y de reforma. Pero lo que caracteriza justamente la salida de los períodos de transición es que los experimentos se hacen con garantías de seguridad y en número limitado. Y que cada uno se siente ya tranquilo de poderse dedicar prioritariamente a su familia, a su parcela, a su empresa, a su torre de marfil o a su afición predominante.
No estoy con ello promoviendo la despolitización de la mayoría ni la desmovilización de los legítimos deseos de reforma. Pero sí estoy indicando que mientras se esté pensando en el cambio por el cambio y en mantener falsas promesas, la sociedad, en vilo, está intranquila y desconfiada. A quienes sigan defendiendo lo contrario hay que repetirles la frase inmortal de Sócrates a Gorgias: "Ten el valor de asumir la verdad'.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.