Los récords

Lo leí ayer: Walter Arfeuille arrastró con los dientes 11 vagones de tren con un peso total de 154.125 kilos. Qué envidia de incisivos, qué lujo premolar, qué cruel desesperación la de los dentistas ante su proeza.Siempre me han fascinado los rompedores de récords absurdos, esforzados atletas de la nada. Sigo sus hazañas a través de la prensa del corazón, que es la única que tiene el buen sentido de recoger sus heroísmos. Porque, qué mayor heroicidad puede haber que este desgarrado empeño en conquistar la posteridad, aunque no sea más que consiguiendo un par de líneas en el Guines's, que es algo así como el Gotha de lo inútil.
Los hay que logran comer más huevos duros por minuto que nadie. Otros trasladan toneladas de arena con cucharita en un tiempo pasmoso. Están los pertinaces, como aquellos que se construyen una casa con mondadientes. O los ingeniosos, como ese que batió el récord de velocidad con una bañera, a 35 kilómetros por hora: venía en el Diez Minutos hace poco y no me enteré muy bien de si le puso motor y ruedas a la tina o de si la llevaba en hombros y trotando. No existen límites: cualquiera puede encontrar una especialidad que le consagre y le rescate. Todo consiste en inventar una tontería que no haya ideado nadie antes. Por ejemplo, se puede ser el mejor del mundo en partir en dos un escritorio de madera a fuerza de desgastarlo con la uña. Creo que este récord no ha sido aún batido: ofrezco la idea a todas aquellas víctimas de la mediocridad que abriguen sueños de grandeza.
Dedican su existencia a ello; no es cosa risible. Imagínense ustedes cuántos huevos cocidos se habrá tenido que tragar el ganador para entrenarse. La vida cotidiana está llena de personas que se esfuerzan en atesorar más dinero que nadie, o, en destrozar a sus competidores en el negocio, o en ser el más temido por los subalternos de su empresa: yo no creo que el empeño de mi comedor de huevos sea más absurdo o más ridículo que todo eso. Con el Guines's, cualquiera puede convertirse en campeón y alcanzar el envenenado fulgor de nuestra sociedad competitiva. Bien mirado, los récords son una institución verdaderamente democrática. Son el último consuelo ante la herida opaca del fracaso.
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