Bancos
Invadieron las ciudades con sus mármoles veteados y sus lunas, con sus moquetas y sus ficus, sus mostradores sin ventanilla y los tresillos de tubo. ¿Venían a hacernos fluir por sus ambientes exentos? ¿Se extendían como un bien o se trataba de un cerco? Daba la señora la vuelta a la esquina, entraba donde siempre había comprado las medias y era un banco. Íbamos a tomar una cerveza, nos acomodábamos en la barra y estaba sembrada de impresos y bolígrafos con cadena. Ni un solo camarero, ni una tapa.En esos signos de asepsia y de dureza era evidente una actitud inquebrantable. Pero todavía cabía preguntarse si estas formas no corresponderían a la modernidad, al nuevo mundo de la clínica, acaso, con cuyo escenario el banco había logrado un mimetismo sorprendente. ¿Vendrían a curarnos de nuestros seculares achaques económicos? ¿Actuarían como dispensarios? Años después las ciudades y los pueblos han llegado a conocer su elocuencia. Para los medianos y pequeños empresarios se han convertido en auténticas chekas que pueblan sus días y sus noches con una amenaza perpetua. Para quienes esporádicamente se acercan con la esperanza de lograr un crédito, todo son indagaciones, cautelas, consultas a lo, más alto, demoras, nuevas condiciones restrictivas, penalizaciones.
Del mismo modo que muchos médicos consiguen hacernos sentir culpables de nuestra enfermedad, los bancos, salvo un empleado que se llama Luis, consiguen hacernos sentir hoy la miseria de pedirles algo. Se apostan en las esquinas no como establecimientos de servicio sino como comisarías. Y la posible satisfacción de haber llegado a un acuerdo contractual con ellos está sustituida por la sensación de haber sido represaliados. No nos aman ni siquiera al modo de aquellos años en que ofrecían a la mujer una rosa o se llamaban "nuestro amigo". Nos necesitan, pero la población necesita de ellos tantas veces más que no resisten a la tentación del sadismo. Este es su lujo adicional, su, nuevo estilo en la crisis. Por las noches, cuando apagan sus luces las mercerías y los bares, las relojerías y los restaurantes, los bancos mantienen sus rótulos incandescentes como un ojo arrogante que vigila nuestra necesidad sumisa.
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