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Sobre representaciones, banderas e imágenes

La consigna ¡A las cosas mismas! fue, como casi todo en filosofía, entre elemental e imposible. Por un lado, las cosas están ahí, no es menester ir a ellas. Pero su estar se halla siempre, tan pronto como se identifican en cuanto que cosas, revestido de significación (o bien, negativamente, desprovisto de ella). Los 100 táleros reales tuvieron que ser previamente realizados con la invención del dinero -mera denomination, como se lo llama en inglés- para así poder cobrar apariencia de reales. El mundo, todo lo real que se quiera, se nos aparece siempre como representación, rodeado, vestido, envuelto de significa dos. El hombre es animal simbólico y así como sus predecesores vivían en los bosques, él habita en el bosque de los símbolos, de las cosas siempre significantes y cargadas de significados. La cultura toda, en tanto que lingüística, es simbólica, representativa, semiótica.Ahora bien, nuestra relación primaria con eso que llamamos cosas no es meramente intelectiva, sino intelectivo-pragmática: las entendemos a través de su uso, y su concepto es el poso intelectivo que aquél nos deja. Las cosas mismas -la cosa en sí de Kant- son -inaccesibles. Accedemos a ellas, bien entendiéndonos inmediatamente con ellas, es decir, usándolas, bien tomando una cierta distancia o perspectiva, para verlas en su idea. Para nosotros las cosas son, pues, su vivencia o uso, y su representación o concepto. Este concepto puede hipostasiarse, y entonces la representación se aleja de la cosa, a veces hasta perderla de vista.

Cultura, en su deformación culturalista, es anteponer la representación a la cosa a la relación real con ella. El mito, por ejemplo, es primariamente el modo de habérnoslas con la realidad en una secuencia autoproductora de su sentido. Y, paralelamente, el rito es la actuación reapropiadora de ése mismo sentido. Pero el mito desvinculado del acontecer real se reduce a fábula o cuento, a retórica clasicista. Y el rito, a ceremonial, protocolo o sistema de etiquetas y formalidades.

Acabamos de asistir en el País Vasco a una querella de las banderas. ¿Qué son banderas? Hoy, para nosotros, no propiamente realidades, sino meras representaciones. La palabra bandera es derivada de banda o bando, facción, partido, parcialidad o porción de gente armada. Lo primario, lo real, fue alzarse en bando o banda frente a lo establecido y haciéndose así banderizo, levantar bandera y, con ella delante, gritar: ¡Seguidme! Sólo después la bandera pasó a ser figura o representación abstracta de lo que en principio fue una producción real de sentido. El objeto bandera se inventó para que se viera y distinguiera -por tierra, por mar- a quienes la portaban y con esa señal se hacían identificar. Mas luego, andando el tiempo, la bandera se puso a flotar, sola, en el aire, y la cultura de la representación construyó todo un sistema estático, no generativo, no propiamente lingüístico, de figuras o emblemas de los diferentes Estados nacionales: nombres y banderas.

En los tiempos nuevos se ha intentado abrir y dinamizar tal sistema y así, en Rusia, se llevó a cabo la redenominación URSS, con dos nombres (socialismo y soviet) prometedores de sendas empresas y no menos emblemas; y también la rebanderización o erección de una nueva bandera, roja, con la hoz y el martillo. Y menos arrojadamente, el nuevo Estado fascista, nazi -y miméticamente los falangistas, dentro del viejo Estado franquista-, inventó asimismo complementarios nombres y complementarias banderas. Banderas, en los casos citados, dentro del mismo Estado y en un intento de parcial (o total: bandera tricolor española durante la Segunda República) rebanderización. En los Estados federales, con erección de una bandera estatal junto a la federal (en Texas, según parece, se las arreglan para que la primera se vea más y mejor que la segunda), y en nuestro Estado de las autonomías, con formal sumisión jerárquica de las banderas de las nacionalidades y comunidades a la del Estado. ¿Hasta dónde puede llegarse en tales ampliaciones de la semántica banderiforme? No muy lejos, pues todo en ella es pobre.

Y además, obsoleta, como surgida dentro de la cultura barroca, de la ilustración y del nacionalismo decimonónico: cultura de estandartes y alegorías, emblemas, insignias y banderas; cultura, en fin, de representación abstracta. La actual es, quiere ser, cultura de la imagen o representación concreta y, por decirlo así, teatral. El icono antiguo era imagen hierática. La imagen religiosa barroca es dinámica y viva, porque lo es de una aparición milagrosa. Y cuasimilagrosas, milagros electrónicos, tecnológicos, son las actuales apariciones au diovisuales. En otro tiempo era la apariencia abstracta o alegoría; ahora es la apariencia concreta o imagen lo que prevalece sobre la realidad. Lo que importa no es ser, sino parecer, o como suele decirse, tener imagen. Los regímenes totalitarios demanda ban personalidades carismáti cas; los postotalitarios, lejos aún de la plena democracia, piden ese carisma blando que llamamos imagen. Pero nuestra sociedad de consumo usa y consume todo, y con extrema rapidez -pensemos en un Adolfo Suárez, por ejemplo- la imagen. ¿Cómo arreglárselas entonces para, a la vez, tener imagen y que ésta no se gaste y se desgaste? Por cuanto que, según se ha dicho, la imagen es esencialmente dinámica y consiste en una sucesión de apareceres o apariciones, es menester administrar y espaciar éstas, y el colectivo dequ e se trate ha de disponer de todo un equipo jerarquizado: por de pronto y careciendo aún de imagen, el aparato; por encima de él, los roles e imágenes de exposición frecuente o arriesgada, o ambas cosas a la vez; y en lo más alto, las imá genes preservadas, mantenidas en custodia y solamente manifiestas en exposición solemne. El actual funcionamiento político español, muy concernido por la continuidad, muy conservador -aun al precio de que la imagen del líder pierda en atractivo y frescor lo que gana en respeto opera con por lo menos dos ins tancias de preservación de la imagen: imagen del presidente, con respecto a sus ministros, a su Gobierno, e incluso al partido (también la inversa podría serlo); e imagen del jefe del Estado -lejos de todo presidencialismo- con respecto al partido gobernante y a todos los partidos. Pero ¿puede ser considerado el símbolo o emblema la corona como una auténtica imagen? Las monarquías supervivientes son todas, en mayor o menor grado, herederas del barroco, y por ello preservadoras, antes que de la imagen, de la representación. Pero en cuanto que monarquías actuales, cultivadoras inevita bles también, se quiera o no, de la imagen. Y así se produce en ellas un desdoblamiento entre la significación, no inadecuada mente anacrónica, puramente alegórica, del emblema, y la imagen real de su titular. En los reyes antiguos, su imagen eracomo investida de representación. Hoy no se puede lograr ya la plena subsunción en la investidura y, por lo mismo, se hace más ineludible, junto a la defensa de la institución, la preservación de la imagen.

El liderazgo gubernamental es, tiene que ser, imagen con representación. La jefatura del Estado, representación con imagen.

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