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Coches bautizados

Ya no basta que en apenas segundos alcance la velocidad de la catástrofe, que sólo devore media docena de litros en plena autopista, que tenga un salpicadero de color noble saturado de esferas digitales, pantallas electrónicas, memoria informática, teclas alfanuméricas, alarmas y digresiones de rango aeronáútico, retrovisores de control remoto.Tampoco es suficiente que el nuevo coche vaya envuelto en un diseño capaz de entusiasmar a los críticos de arte post-post. Es que ya ni siquiera el comprador se conforma con el prestigio histórico de la marca.

Al último modelo de automóvil se le exige que esté bautizado con un nombre dotado de lujuria simbólica en cuyo sonido publicitario estén retratados todos los deseos acelerados.

Antes se tenía un Chevrolet, un Ford, un Fiat, un Cadillac, un Citröen o un Wolkswagen. Después viajábamos en 4.4, 600, 850, 131, 132, 1.500, 2.100 o 3.000 centímetros cúbicos. Desde la revolución cruenta del combustible se dice Ritmo, Fuego, Panda, Ronda, Fiesta, Corsa, Supermiriafiori, Horizont, Solara, Golf.

Tan importante como la cilindrada, los servofrenos o el turbocomprensor, es el nombre de pila de la criatura recién creada por la fábrica. La década de los setenta no sólo se caracteriza por el surgir avasallador de los vaqueros con firma, como asegura Tom Wolfe, sino por la moda de los coches bautizados.

Nombres encantadores para los precios más asequibles y las carrocerías menos resistentes al tortazo: Panda, Samba, Charleston. En la gama inmediata, las promesas de un estilo de vida con segunda residencia y muchas tarjetas de crédito: Sierra, Fiesta, Golf, Visa, Solara, Ronda, Granada, Capri, Argenta, Horizont. O Fuego, Ritmo, Cabriolet, Rekord, Corsa, Monza, Turbo, Biturbo, si el prestigio social se mide en velocidad y vértigo.

Aunque hay otra hipótesis para explicar esta tontería. No lo hacen por publicidad o por simple mal gusto. Los fabricantes bautizan a sus coches con esos nombres para evitar que la gente, espontáneamente, les llamen cosas peores.

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