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Ricos y pobres

Una fortuita coincidencia me hizo comprar a un tiempo dos libros en Francia, entre un pequeño lote de novedades que atrajeron mi curiosidad. Eran dos obras muy diversas y al hojearlas casi simultáneamente me percaté de su antagónico contenido. Contiene un volumen las memorias del barón de Rothschild, escritas con estilo y desenvoltura notables, que mantienen la atención del lector a lo largo de sus casi cuatrocientas páginas. Es el otro libro una biografía literaria de Frère François, el santo de Asís, debida a la pluma de Julien Green. Conocí en París, en los años sesenta, al activo y emprendedor Guy de Rotschild, que reside temporadas entre nosotros y llevaba en aquellos años la dura responsabilidad del grupo financiero sobre sus hombros, cuya gerencia activa compartía Georges Pompidou, todavía inédito en su fulgurante trayectoria política. De Julien Green soy lector asiduo y minucioso por el copioso caudal de espiritualidad que encierran las páginas de su interminado diario. Baudelaire escribió que toda la literatura europea procede del pecado. Green, sin repetirlo, activa en su conciencia de escritor el mundo del arrepentimiento y la costosa superación de las irresistibles vocaciones del mal. Ningún autor francés contemporáneo podía identificarse mejor con el gigantesco personaje que iluminó el siglo XIII con el resplandor de un incendio devastador del amor divino, después de haber protagonizado los años juveniles de escándalo y licenciosa vida en su ciudad de Asís.Pero el cotejo que atrae mi atención no son las personas, sino sus juicios de valor. Las memorias del banquero empiezan por la viva descripción de su infancia en el dorado mundo de la riqueza absoluta. Su linaje, procedente de los Meyer-Arnschel de Frankfurt, se convirtió a lo largo del siglo XIX en el símbolo del dinero y del poder del dinero, a través de las cinco ramas de la familia, establecidas en Frankfurt, Viena, Nápoles, París y Londres. Era James de Rothschild, bisabuelo del autor y jefe de la rama francesa de la familia, "el banquero de los reyes y el rey de los banqueros". Pero además su mecenazgo hacia los artistas fue proverbial e incesante. En el inmenso castillo de Ferrières -que sirvió de cuartel general al ejército prusiano en 1870- se amontonaron tesoros artísticos de extraordinario valor. "Somos simples mortales de sangre y hueso. Pero encarnamos desde el nacimiento todo lo que el dinero representa: prestigio, lujo y poder

Adam Smith escribía, hace dos siglos, en su Riqueza de las naciones, que en la mayor parte de los casos "el placer de los ricos es enseñar su riqueza a los otros". Pero fue Thorstein Veblen quien en su teoría de la cli ase ociosa -esa "obra maestra de la prosa inglesa", en opinión de Galbraith- analizó en forma científica y despiadada a los grandes millonarios americanos de su tiempo y buscó la motivación de sus, actividades. "El pomposo código social de los ricos" se debía, según él, a conseguir la estima y la admiración de las gentes a través del consumo ostentatorio y de la emulación pecuniaria. Veblen era un estudioso de las sociedades primitivas, y sus conocimientos etnológicos le llevaron a unas analogías irónicas que la mayor parte de los aludidos ni leyeron siquiera: "Nada diferencia", escribió, "a un Whitney, a un Vanderbilt, a un Astor de un reyezuelo de los papúes o de las islas; Andaman. Los vestidos, las fiestas, los rituales y los objetos erripleados son distintos, pero el propósito es el mismo: obtener la admiración de los demás". Veblen era un profesor universitario independiente y no era cristiano ni analizaba el fenómeno social de los inuy ricos empujado por convicciones éticas. Es evidente que después de la primera y la segunda guerras mundiales este tipo de capitalismo primitivo fue desapareciendo dentro de la drástica evolución de la sociedad moderna.

En 1182 le nace un hijo a Pietro de Bernardone, rico mercader de paños de la Umbría, en la ciudad de Asís. Surnadre, de origen picardo, le pone Juan Bautista de nombre, pero el padre, ausente, decide al volver a su casa que ha de llamarse Frangois, es decir, francés. En esos mismos años brotan en los andamios de las catedrales europeas en construcción los primeros arcos ojivales y se pone encirculación en Venecia la moneda de curso corriente. Bernardone era económicamente poderoso y, según los testimonios, hombre de rapacidad monetaria nada común.

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Ricos y pobres

Guardaba el dinero amonedado, compraba tierras y propiedades y prestaba dinero. En ese ambiente familiar de comerciante próspero vivió su infancia y adolescencia el futuro poverello. El joven Francisco, que cantaba en francés y bailaba el zapateado, gustaba de adornarse con vestimenta llamativa y lujosa para sus aventuras y sus fiestas. Era el pequeño rey de la turbamulta juvenil: tenía el mejor potro, la más rica armadura, se sentía caballero andante, gran señor, príncipe soberano del placer y de la belleza. Hasta que un buen día se encuentra con alguien que le acechaba desde dentro y enciende su alma para siempre en otra dirección: el amor divino.La gran novedad que aporta el franciscanismo es la exaltación de la pobreza. Francisco encarna la renuncia total, es el mendigo de Dios, llama al dinero la basura del diablo, se viste de harapos, se pone en ridículo ante los amigos de su banda, lo motejan de loco, es apedrado, su traza de pordiosero escandaliza en Roma. Sus primeros seguidores son una turba de pobres con remiendos. Tarda muchos años en lograr que sus constituciones se aprueben porque sus ordenanzas causan sorpresa, reticencias y críticas en el papado. Inocencio III es un hombre realista que se pregunta cómo podrá subsistir una orden religiosa sin apenas medios de subsistencia propios. Pero la exaltación de la pobreza como itinerario indispensable de la vida cristiana quedó plantada ahí, como un desafío desde que la locura franciscana azotó con su vendaval de renuncia las tentaciones hedonísticas y las corrupciones materiales de las instituciones de la fe occidental.

"Amo la pobreza porque la amaba Cristo", escribió Pascal. Pero ¡qué dificil resultaba el empeño ante el ascenso irremediable del lujo y el bienestar en las cortes europeas, desde el Renacimiento! Chateaubriand, que protagonizaba el monarquismo legitimista francés, escribía siglo y medio después, comentando las jornadas de la Revolución Francesa en París: "Salieron de sus cubiles todos esos reyes semidesnudos, sucios, embrutecidos por la indigencia, feos, mutilados por sus trabajos, sin otra virtud que la insolencia de su miseria y el orgullo de sus harapos". Eran los pobres, de París, descritos con la soberana pluma del autor del Genio del cristianismo. Mauriac, comentando este pasaje famoso, se preguntaba, ¿Pero no es la raíz misma del Evangelio el desprecio de la riqueza, el odio al dinero, el amora los pobres y a la pobreza?"

¿Riqueza, pobreza? Eterno dualismo en el devenir de la especie humana. La burguesía acentuó el papel de la riqueza que etimológicamente, como lo demuestra la lengua germana, la identifica con el poder: das Reich. El catolicismo moderno no incluyó a la riqueza ni al dinero en el trinomio de los enemigos del alma. Los banqueros del calvinismo americano veían en el poderío financiero un signo de predestinación. Su Dios hacía ricos a los buenos. La religión israelita no impide a los fieles judíos disfrutar de los beneficios del manejo monetario multinacional. Ni el rígido islamismo coránico distrae a los jeques y emires soberanos del petrodólar de ostentar riquezas y derrochar lujos de mil y una nocturnidades.

¿Cuál es la riqueza del hombre? Su propia vida, lo que mi paisano Zunzunegui llamaba el supremo bien. Y dentro de la individualidad biológica y existencial, eso que se llama la riqueza interior, que es el fruto de un largo e interminable diálogo crítico con uno mismo. La cultura en su acepción contemporánea, ¿qué es sino una incitación a la creatividad del albedrío propio? "La riqueza de una nación", escribe Samuel Pisar en su lúcido ensayo La ressource humaine, "viene dada por la extensión de los conocimientos". Y hay que repartirlos como antes se repartía el pan. El verdadero desafío de nuestro tiempo es desarrollar el poder y la diversidad del saber y de la creación. El valor del conocimiento es la clave del verdadero poder de un pueblo. Y lo que caracteriza al recurso humano es no solamente su filón inagotable, sino su capacidad de autoalimentación. Cuanto más se utiliza y se recorre en profundidad, mayor es su desarrollo y su enriquecimiento. Esa es su dimensión única en comparación con todas las demás riquezas de la Tierra.

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