El político (por ahora) del clan
FERNANDO JÁUREGUI, "Mi sitio esta en el mundo de la abogacía y de la empresa, no me interesa la política convencional, ni, desde luego, tengo objetivos políticos concretos... Si mi destino tiene otras ideas distintas a las que expreso ahora, me tendría que convencer muy lentamente". La transformación no fue tan lenta: apenas dos años después de estas declaraciones, Antonio Garrigues se había lanzado de cabeza a la política.
Su sinceridad brutal le conduce a un permanente conflicto con las hemerotecas: "por supuesto, soy un hombre de derechas de toda la vida", "la izquierda será siempre mi adversario", "Calvo Sotelo ha sido una suerte para España". Son algunas frases que hicieron titulares en las entrevistas con Garrigues que desde hace cinco años, publican ocasionalmente los periódicos. Primero era solamente el joven delclan, el hijo de Don Antonio, el hermano de Joaquín. A lo sumo, el presidente de la Asociación para el Progreso de la Dirección, el representante de numerosos intereses multinacionales en España, el proamericano oficial. O, en el mejor de los casos, el presidente de la Asociación Mundial de Abogados, el consejero del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, el director del bufete multimillonario en la calle Antonio Maura.
Cuando le hicieron miembro de la Trilateral, la figura de Antonio Garrigues comenzó a adquirir otros relieves. Las entrevistas periodísticas comenzaron a multiplicarse. Al morir su hermano mayor, Joaquín, todo el mundo entendió que se había convertido en el heredero oficial de la antorcha política: debía ocupar un nuevo lugar en el clan. Tendría que llenar el hueco que Joaquín dejaba en la política y en la idea liberal. Las comparaciones entre uno y otro Garrigues no iban a faltar; era algo incómodo, pero lo aceptó. El propia jefe del clan, el mítico embajador Antonio Garrigues y Díaz Cañabate, hablaba públicamente de las facultades de cada uno de sus hijos: "Antonio es fuerte y tiene una vitalidad que yo no le he dado". En cambio, sugería que a su segundo hijo le faltaba la rapidez y el humor corrosivo de Joaquín.
Es, en efecto, fuerte: a los 48 años parece estar en plenitud de facultades, juega al tenis sin estilo -"mi mujer dice que es porque siempre juego para ganar; y es verdad"-, puede ser el rey de Puerto Banús y, en plena época de crisis, no le importa aparecer fotografiado pescando tiburones en un yate, en las costas africanas. Tiene vitalidad: puede vérsele en todas partes en todo momento. Sin duda, lo suyo es mucho más la actividad que la reflexión: nadie puede negar que, desde que se zambulló en las aguas de la política, ha hecho muchas cosas. Y que se ha equivocado en no pocas de ellas.
Apostó incondicionalmente por Calvo Sotelo y lo calificó de "gran presidente"; dudó a la hora de aceptar una cartera en el último Gobierno de UCD, y nadie sabe a ciencia cierta si la rechazó o si el ofrecimiento no llegó a concretarse; dudó y rechazó un pacto con Manuel Fraga; dudó y aceptó llegar a un pacto electoral con UCI) en las últimas elecciones legislativas, y solo un milagro le salvó de que tal pacto quedase formalizado. Dudó, y trató de rehusar, cuando el partido que fundó el verano pasado le pidió que concurriese como candidato a la alcaldía de Madrid. Tuvo que decir sí, y acudió a su primera rueda de prensa como alcaldable para hablar de la situación intrnacional.
Sus intentos de acercamiento a Adolfo Suárez fracasaron, y decidió intentar consolidar sus posiciones en el espacio centrista por otras vías: ahora parece cifrar su salvación futura en situarse, al frente de los clubes liberales, en una posición ventajosa dentro de la llamada operación reformista que Miguel Roca planea poner en marcha. No lo dice, pero sabe que será la última oportunidad antes de volver al magnífico bufete de la calle Antonio Maura, a los consejos de empresas multinacionales, a las entrevistas en los periódicos solo de cuando en cuando.
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