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De lo útil y lo honesto

Fernando Savater

Los políticos que se anuncian a sí mismos como responsables suelen ser, si bien se mira, proclives a la más concienzuda irresponsabilidad. En efecto, frente a los partidarios de una ética de convicción (es decir, de principio puros), que suelen reclutarse entre intelectuales y soñadores varios, ellos abogan por una ética de la responsabilidad, según la conocida distinción de Max Weber. Pero la entienden de este modo: como el demostrar suficientemente que, dadas determinadas circunstancias, el único camino eficaz es el que ellos toman. "En mi situación, no había otra opción posible", suelen decirnos. Y añaden: "Ninguna otra conducta hubiera funcionado". Pero ésta es la disculpa, precisamente, de quien no quiere responsabilizarse, de quien desvía los reproches que se le dirigen hacia lo inevitable: "Pídanles cuentas a las circunstancias". Como es bien sabido, las circunstancias tienen las espaldas muy anchas y, además, nunca responden. Aceptando que los principios éticos son lo libre y que, por tanto, no hay necesidad que los sustente, el hombre de convicciones da la cara por ellos y padece en su propia carne el error y el escarnio, cuando no el irresoluble conflicto; pero el político responsable se remite a las circunstancias objetivas y hurta el bulto, diluyendo su respuesta en lo forzoso: "Yo no he sido, fue la realidad quien decidió".Se dice que vivimos tiempos difíciles para la decencia política, pero lo cierto es que para la conciencia que quiere la rectitud todos los tiempos han sido dificiles y la honradez nunca conoció era de bonanza. Para dejarse caer, siempre ha bastado la ley de gravedad: erguirse es lo que exige esfuerzo. Y refugiarse a las primeras de cambio en las faldas de la eficacia (¡vaya usted a saber quién es esa señora!) no es más que dejarse caer, por muchos adornos propagandísticos que se le echen al asunto. "¡Qué fácil es hablar cuando no se tienen responsabilidades políticas!", se nos responderá, y uno diría que es no más fácil, pero menos indigno, que negar las responsabilidades en nombre de la eficacia política. Ya sabemos que es dificil ser político y decente a la vez, pero como resulta que, en cambio, es fácil no ser político, ningún político puede escudarse en su condición frente a las exigencias de la decencia.

El hecho de que en las argumentaciones políticas el apelar a determinados escrúpulos sea hoy descartado de antemano es de muy mal agüero. Veamos, por ejemplo, los casos de las recompensas públicamente ofrecidas a los delatores y de la ley de terroristas arrepentidos que se nos anuncia. Las únicas objeciones se alzan desde el lado de quienes consideran estas medidas como ineficaces o -dadas las diferencias de situación social entre los etarras y las Brigadas Rojas- incluso contraproducentes. Se da por supuesto que si con tales medios se acabase ciertamente con el terrorismo ya no cabría hacerles ningún reproche. Por eso, algunos avisados denunciaib en seguida a los críticos como cómplices del terrorismo, alarmados por su próxima desaparición. A éstos, que Santa Lucía les conserve la buena vista... ¿Habrá que recordar otra vez que ninguna resolución es tan valientemente antiterrorista como la de cumplir sin excusas ni subterfugios el pacto legal en que reposa la cuestionada dignidad del orden establecido? La estupidez criminal del ultra violento pretende desenmascarar a la ley y se las arregla de tal modo que logra provocar aquello que dice combatir; pero si la ley demuestra que la imparcialidad que da forma al respeto mutuo no es sólo máscara, esto puede ser tergiversado a corto plazo, pero no vencido. Se dice que el Estado debe velar por la seguridad de los ciudadanos y por la estabilidad de su propia institución. Pero seguridad es un concepto amplio e incluye también la preservación de la propia estima y de la decencia, no sólo la conservación de la bolsa o el pellejo. El Estado no debe incitar a lo inicuo -y la traición lo es-, por lo mismo que no debe estimular el racismo o el linchamiento: a saber, por instinto perspicaz de propia conservación.

Los tiempos, ya se ha dicho, son malos y difíciles, como lo fueron todos. Tampoco era mejor aquel siglo XVI en que Montaigne escribió un ensayo titulado De lo útil y lo honesto que, precisamente, precede en el libro III de su gran obra a otro sobre el arrepentimiento. Habla en él del empleo, en nombre de la utilidad política, de la delación y la traición, y afirma que la justicia que se defiende por tales medios "es una justicia maliciosa y la estimo no menos herida por sí misma que por,otro". Es decir, al recurrir a esos medios, la justicia atenta contra sí misma, más aún de lo que la ofenderían sus restantes enemigos. Cita a Ovidio ("Ningún poder tiene la fuerza de permitir la violación de los derechos de la amistad") y, tras pasar revista a numerosos ejemplos ilustres de repudio de la traición y de preferencias de la rectitud sobre la inmediata utilidad, concluye: "No todas las cosas le están permitidas a un hombre de bien para servir a su rey, ni a la causa general y a las leyes". Un hombre de bien: este concepto se ha perdido. Cuando ahora se menciona la palabra noble, sólo se piensa en un ocioso y aprovechado heredero de viejas rapiñas. Quizá ya no merezcamos otra nobleza, pero para Montaigne aún significaba hombre de bien, es decir, alguien lo suficientemente seguro de ser como se debe como para no cambiar esta seguridad por ninguna otra. Y esta forma de pensar no es un conato de sublevación, sino la más alta garantía de fidelidad: "Mal traicionaría a mi príncipe por un particular, yo, que no traicionaría a ningún particular por mi príncipe". En ser súbdito así nunca habrá abyección.

Montaigne no es una excepción a este respecto. A través del tiempo -de las dificiles, comprometidas épocas- otras voces ilustres se han alzado - contra el todo vale de la razón de Estado. Son las voces de esos idealistas y soñadores a los que se deben las modificaciones más humanas de la sociedad en que vivimos. Como el -magnífico marqués de Beccaria, que en el siglo XVIII, y en su célebre obra De los delitos y las penas, también se planteó el caso de "aquellos tribunales que ofrecen la impunidad al cómplice de un grave delito que delate a sus compañeros". Beccaria sopesa las ventajas e inconvenientes de este uso, lucha con su propio pragmatismo y, al final, no logra dar su aprobación. "Son menos fatales a una nación los delitos de valor que los delitos de vileza, pues el primero no es frecuente y el valor no espera sino que una fuerza benéfica y directora lo haga contribuir al bien público, mientras que la vileza es más común y contagiosa y se concentra cada vez más en sí misma". En este párrafo se reúne todo el meollo del asunto. Es preciso canalizar el arrojo desviado hacia el crimen y utilizarlo de manera beneficiosa para la sociedad, pues se trata de una cualidad positiva, mientras que intentar contrarrestarlo con la vileza es fomentar una condición negativa, ya demasiado extendida y con tendencia a propagarse rápidamente. Hay que ahorrar cuanto se pueda el escaso valor, sabiendo que cuando éste se pierda no será después entre los viles donde pueda volver a florecer. Se trata siempre de reorientar lo bueno si desvaría, no de reemplazarlo por una bajeza domesticable... En el mismo sentido se expresan, muchos años más tarde, los más distinguidos juristas españoles, como Bernaldo de Quirós o Jiménez Asúa.

En resumen: una cosa es favorecer la enmienda y reinserción social del terrorista, y otra obligarle a dañar la parte mejor, que -envuelta en obcecación y brutalidad- pueda quedar en él. Pedir el apoyo de los ciudadanos contra el salvajismo es perfectamente justo; facilitar la enmienda es razonable y humano; exigir el arrepentimiento puede ser superfluo (recordemos al aborrecido y lúcido Spinoza, en la cuarta parte de su Etica: "El arrepentimiento no es una virtud, es decir, no nace de la razón; quien se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces desdichado e impotente"); pero recomendar y premiar la traición es sencillamente miserable. Aquí quisiera uno oír la voz de los moralistas de la derecha, que con tanto vigor predican los valores eternos cuando se refieren a la bragueta o la cartera; aquí callan también los turbios representantes del clero, prestos a defender los derechos biológicos del nonato de encefalograma plano, pero no la dignidad y propia estima de los adultos conscientes. A la vista está que habremos de concluir que, lo mismo que existen retrasados mentales, se dan también los retrasados morales, y que de éstos, por lo visto, será el reino de la eficacia. Pues bien, nosotros sigamos con el señor De Montaigne: "Si el bien público requiere que se traicione, que se mienta y que se masacre, dejemos tales encargos a gentes más obedientes o más flexibles".

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