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Nostalgia de la cortesía

El día en que Nikita Jruschov pidió la palabra en la ONU golpeando la mesa con su zapato se inauguró una escuela de conducta en las relaciones internacionales que se ha difundido con lamentable profusión y peligrosa frecuencia. Después vino el incidente con Richard Nixon durante la visita de éste a una exposición industrial americana en Rusia, como para confirmar que, en adelante, la grosería y la absoluta falta de formas serían lo usual entre los países.Siendo como es el hombre un bípedo que ha demostrado en su historia sobre la Tierra poseer un temperamento destructivo y sanguinario -en nada comparable con el de sus congéneres de la creación, que sólo atacan para comer o para defenderse y nunca por el solo placer de destruir y matar- la larga trayectoria del mono desnudo ha ido creando una serie de convenciones puramente formales, que le impiden matar cuando dialoga con sus semejantes o ser masacrado por éstos. Estas formas llegaron a su más alta expresión durante el siglo XVII en Occidente, y en el siglo XI, en China y Japón, y reciben el nombre de cortesía. Los buenos modales no son, pues, un inútil adorno, un artificio amanerado, una hipócrita teoría de gestos y palabras gratuitos. Muy por el contrario, constituyen una eficaz protección contra la violen-

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cia que nos es innata, permiten el diálogo y dotan a las relaciones entre hombres y naciones de una flexibilidad y un tono que dan tiempo para llegar a un acuerdo.

De un trazo, en unos pocos años se ha resuelto prescindir de este aislador probado por milenios y nos hallamos de nuevo en el fresco pudridero de las cavernas. Mala, pésima señal para el inmediato futuro. El zapatazo de Jruschov es posible que nos cueste la existencia en el planeta.

La rabia desatada y sin freno, las razones esgrimidas con la altanería de un machismo incontrolado no crean precisamente el ambiente propicio para hallar la salida a situaciones de una aterradora complejidad y de consecuencias catastróficas.

Los dos samurais que, en el Japón del siglo XI, se dirigen al campo para batirse en un duelo mortal y, al ser sorprendidos por un torrencial aguacero, siguen su camino refugiados bajo el paraguas que uno de ellos traía, son uno de los muchos ejemplos que dan materia para meditar en nuestros días. O el Cid Campeador esperando que la mujer de uno de sus soldados se reponga de un parto antes de seguir adelante, acosado por los hombres del rey Alfonso que lo persiguen a muerte. Despoje el lector estas anécdotas de su aspecto sentimental y romántico y desentrañe en ellas una profunda regla de conducta entre quienes se saben enemigos, pero, hasta el último instante, saben ser, y primero que todo, hombres cabales.

En la despiadada carrera de chabacanería en que compiten hoy las grandes y las pequeñas potencias no hay un asomo de sensatez ni esperanza ninguna de un arreglo, por los términos mismos en que se plantean los problemas. Mala cosa esta de entregar nuestro destino en manos de patanes.

Tal vez sea manía nuestra el mostrar esta nostalgia por las buenas maneras. La guerra nuclear, el marxismo-leninismo triunfante en la mitad del mundo y la voracidad mercantil y sin freno de la mitad restante, en verdad bien poco lugar dejan para una cosa al parecer tan anticuada y tan rancia como es la cortesía. Pero volvemos a lo ya dicho: esa cortesía tan olvidada y tan desdeñada hoy en día es, sin lugar a dudas, el antídoto más eficaz y antiguo que ha inventado el hombre para mantener a raya sus instintos de primate sanguinario y devastador. Toda la hermética secuencia de ceremonias e invocaciones que usaban los griegos antes de entrar en batalla y que heredaron de los romanos, enriquecida por el oscuro acervo etrusco, no fue otra cosa que una cortesía con los dioses, con los hados del lugar y con los hombres dispuestos a la muerte. De allí se llegó a la magnífica frase de Fontenoy: "Messieurs les gardes français, tirez les premiéres" ("señores guardias franceses, disparen primero), que ilustró la anécdota bélica del siglo de Luis XV. Esta devoción ceremonial no era, únicamente, un simple gesto huero de significado. Era, en verdad, una última instancia para alejar a la muerte, la miseria y el odio fratricida. ¿Qué será de nosotros sin esta postrera oportunidad que ofrecían nuestros antepasados a la vida? No es difícil imaginarlo.

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