El hastío del hábito
Todos somos testigos de un dato que para mí resulta desconcertante, cautelosa y moderadamente desconcertante. De las 200 o doscientas y pico ciudades francesas de tamaño medio o tirando a grande, la mayoría socialista en el poder ha perdido las riendas de 30. Hace seis años, con el Gobierno en manos de la derecha y el socialismo en la oposición, la infidelidad de los electores se manifestó en sentido contrario y 60 ciudades mudaron su voto hacia la izquierda. Sobre poco más o menos esto quiere decir que, entre aquellas y estas elecciones, la mitad de los ciudadanos franceses cambiaron de forma de pensar.Las elecciones españolas también nos muestran unos resultados en cierto modo comparables. ¿Qué ha sucedido para que, en España y casi de repente, millones de votos pasasen del indudable sentido de centro derecha de UCD al no menos claro significado de centro izquierda del PSOE? Los aficionados a la sociología electoral y al análisis político cuentan, por supuesto, con múltiples y muy variadas respuestas: voto de castigo, desgaste del poder, incertidumbre ideológica, deseos de renovación y aún mecanismos mucho más dirigidos por una lectura interesada de las cifras. Nada de esto, sin embargo, contesta de verdad a la pregunta que me hago. ¿Por qué los electores que hemos de suponer que figuran entre los más serenos y mejor formados, esto es, los ciudadanos que ejercen su voto en algunas de las democracias europeas, castigan tan inexorable y sistemáticamente al poder? ¿Acaso estaremos ante la profecía, tantas veces anunciada, del ocaso ideológico?
Si esto es así, si el contribuyente está dispuesto a poner en duda sus propias ideas en beneficio de una supuesta tecnificación de la cosa pública, aún nos quedaría por explicar cómo es posible que el fenómeno del castigo electoral se produzca en un ambiente en el que cada vez se exige más una absoluta transparencia política. La sensibilización en torno a temas como el divorcio y el aborto, la entrada en las organizaciones estratégicas y económicas europeas o las amenazas en materia de política exterior, casa mal con la idea de la asepsia ideológica del tecnócrata. Y si, en el fondo, las ideas políticas mantienen su fuerza, ¿qué es lo que está funcionando defectuosamente en esta especie de movimiento pendular que rige las tendencias del voto?
Una salida elegante sería, sin duda, la de hablar del desencanto. Estar desencantado es una postura atractiva e incluso elegante que supone haber optado por la baza ganadora, al tiempo de mostrar a todos que lo que se rechaza es algo que ya pertenece a la historia. La baza del desencanto, o del desengaño, permite asegurar la recuperación de la iniciativa frente a lo que va a suceder de modo inmediato: la victoria de los otros, de aquéllos ante quienes podrá uno desencantarse de nuevo y estrenar un nuevo desengaño. Por torpe que fuere la imagen, pocas dudas caben en torno a la proliferación de los desencantados y desengañados, aunque eso nos devuelva de nuevo a la pregunta inicial. ¿Por qué optamos tan rigurosamente por el rechazo? Quizá la respuesta verdadera tan sólo pueda expresarse en clave reflexiva. Lo que el votante rechaza una y otra vez no es la mera gestión de Gobierno -lo que sería no más que un síntoma-, sino aquello que se convierte en el único símbolo visible del desencanto de cada cual. Y de lo que estamos desencantados y desengañados es, muy probablemente, de nuestra cotidiana forma de vida.
El ciudadano francés y el español -también el alemán, en cierto sentido-, han dicho a voz en grito que su manera de vivir no les gusta. La inflación, el paro, la violencia, la contaminación, el susto diario de la ración de bombas que a cada uno corresponde, el tráfico agobiante, los programas con los que la televisión nos hiere y nos ofende, y tantas y tantas otras cosas más, no gustan a nadie y ese nadie expresa su disgusto como puede. Algunos de estos sucesos tienen sus claves, quizá remotas, en más o menos relación con las opciones ideológicas y políticas concretas. Otras no, sin duda pero, en todo caso, no es menos cierto que las alternativas que se nos ofrecen en los parlamentos no guardan puntual correlación con las perspectivas individuales de los problemas. Da lo mismo ya que, cuando a uno le permiten albergar esperanzas de cambio, no va a entrar en esos detalles. Los socialistas fueron muy hábiles al ofrecer el cambio, sin más. Tampoco era necesario precisar de qué cambio se trataba.
Puede sostenerse que esa lectura cotidiana de la práctica electoral es ingenua y generalizadora. Me permito recordar que el hombre es animal ingenuo y que, de forma inevitable, propende a las generalizaciones. La racionalidad política es, por supuesto, tan respetable como obvia en no pocos de los ciudadanos que deciden su voto con los programas de los partidos políticos en la mano. El mismo respeto y admiración me merecen aquéllos que optan, a la vista de la situación, por negarse a un juego electoral que consideran inadecuado. Pero, ¿cuántos suman todos los ciudadanos ejemplares capaces de anteponer ese criterio a cualquier otro? Quien pueda tener una duda basta con que conteste (puede hacerlo en voz baja) a una pregunta simple: ¿leyó usted, antes de votar, los programas de los dos partidos políticos que obtuvieron más votos en las elecciones del 28 de octubre del año pasado?
Estas reflexiones poco tienen que ver con la cuestión de la madurez política. Estoy convencido de que ante alternativas trágicas, como la que se atisbó el día del asalto al Congreso, los españoles -y todos los europeos- reaccionarían de forma clara y evidente. Quizá esté ahí la clave. Quizá la madurez política consista en vivir en un país en el que podemos permitirnos el lujo de aplicar votos de castigo, con el pensamiento puesto en esa otra vida que está siempre al lado contrario del espejo y que apenas podemos hacer más cosa que imaginar.
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