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Algunos escarceos en torno al cambio

Uno de nuestros vicios más perniciosos puede ser el del catastrofismo. Una perversión en la que no sólo incurrimos los españoles. Buena prueba de ello es lo mucho que se ha escrito acerca del masoquismo en las organizaciones sociales. Como si una especie de negativismo se alojara en los centros nerviosos de nuestras colectividades, la fácil profecía de hecatombes y cataclismos suele convertirse en un proclamado y extenso vaticinio.Cierto es que no vivimos tiempos tranquilizadores. El delirio y las amenazas recorren el mundo. Quien más, quien menos, es difícil encontrar un hombre que no sienta que una espada torva e inquietante pende sobre su existencia. Se contemplan horizontes cerrados o en llamas, caminos sin salida o laberintos asornados a simas y derrumbaderos. Ofrecer en una situación así la promesa de un cambio significa -cuando menos- una apuesta por la ilusión.

No creo que nadie pueda regatear el acierto en la elección del lema con que el PSOE abanderó sil propaganda para las últimas elecciones legislativas. Por el cambio. Una consigna a cuya llamada es casi imposible sentirse reacio. En primer término, por la espinosa y enrevesada situación a que había llegado la política española. A los complejos problemas vivos, que todos conocemos -terrorismo, crisis económica, paro, inseguridad, desajustes y reajustes autonómicos, etcétera- había venido a juntarse la confusión y el desconcierto interiores en el partido del Gobierno. La historia de UCD -probablemente irrepetible- parece el relato ejemplar, con moraleja truculenta y todo, escrito para enseñanza de políticos, a la vez confiados e intrépidos.

Además de estas razones, privativa y circunstancialmente españolas, existen las que llamaríamos de carácter general. La condición humana tiende al cambio, aun en la de aquellos personajes que nos parecen anclados con más firmeza en los territorios y los aconteceres del pasado. La renovación, la transformación, andan entre las esencias mismas de la vida. Postular el cambio viene a ser como ofrecer el retorno al curso de la existencia, cuando ella nos parece haber llegado a un imposible trance de estancamiento. El imán del cambio es el de.la propia vida. De ahí la fascinación operante de la divisa del PSOE para la contienda electoral.

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Aunque sometida a las leyes naturales de la vida, la política posee sus códigos diferenciados, sus claves específicas. Un serio estudio semiológico del lenguaje político nos conduciría a conclusiones insospechadas. Su signifi-

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José María Alfaro es escritor y periodista; fue embajador de España en Argentina.

Algunos escarceos en torno al cambio

Viene de la página 11 cado está siempre referido a hechos concretos y circunstanciales. Urgentes y aun precarios, en la mayoría de las ocasiones. Lo que no quiere decir que las palabras no se pierdan, a veces, en la abstracción; o que no adquieran, en el rodar de la fraseología, valores distintos e incluso contradictorios.

Nadie ignora que los vocablos más repetidos y sacralizados -libertad,. justicia, democracia..., a modo de ejemplos casi redundantes- nos disparan. contenidos e invocaciones diversos según quien los emplea. Una oferta política, aun la más concreta o revolucionaria, está siempre cargada de una alta dosis coyuntural. Quién duda, sin ir más lejos, y agarrando por los cuernos al toro, que la propuesta socialista por el cambio, formulada hace algunos años, en los. comienzos azarosos y confusos de la transición, hubiese constituido una anacrónica urdimbre de nostalgias y alusiones republicanas. Cosa hoy impensable, desde que Juan Carlos I hizo de la Monarquía la base y el escudo de la vigente democracia parlamentaria. El cambio prometido y comprometedor se mueve, por enunciarlo con rapidez, en dos planos de alcance y desarrollo bien diferentes, aunque ambos tiendan a objetivos comunes. Uno, de realizaciones inmediatas -de medidas de efecto y situación de una cierta contundencia-, casi de fe de vida, a bocajarro, de toma del pulso a una sociedad vapuleada. El otro, de más explosivos resultados, el de la ambiciosa -y revolucionaria- renovación de la sociedad española, por medio de los instrumentos y palancas del Estado. Verbigracia; el de la aspiración a un más equitativo reparto de la riqueza valiéndose, inicialmente, de las técnicas y recursos que facilita una graduada y progresiva presión fiscal, de imparable curso hacia la desembocadura del Estado-Provdencia.

Hay que resistir la tentación dialéctica para proseguir adelante, sin hacer estación en ese punto, el más importante, fuera de dudas, en el desarrollo programático del socialismo en el poder. Pero, como por lo general acontece en la vida, lo inmediato acostumbra a ser el determinante de las premuras y los aceleramientos.

Cualquier política es una aventura a la cual se busca arrastrar.a un pueblo, una colectividad o, más ávidamente, al planeta entero. El político es el gran aventurero de nuestra época. Imposible hacer aquí de lado la abusada frase de Napoleón, cuando le replicó a Goethe -¡quién hubiese podido tránsformarse en minúsculo insecto -para escucharlos!-: "Sí, pero el destino en la tragedia moderna es la política". Y la realidad es que nuestro destino, el de los españoles de 1983, no está ahora -en contra de la referencia clásica- sobre las rodillas de los dioses, sino en las manos del Gobierno que preside don Felipe González.

Nos interesa muchísimo, pues, acercarnos al conocimiento no sólo de los posibles rumbos, sino también a los estilos que van a regir la travesía. Una personalidad se define por su estilo. Y la política concluye por ser un estilo de comportamiento frente a la cosa pública. Un programa político puede engañarnos con frecuencia; rara vez, un estilo de acción. En la confección de la plataforma de un partido, de una opción electoral, suelen introducirse los más varios elementos. Con la colaboración del instinto de la oportunidad y un pequeño archivo o biblioteca, puede un cónclave de expertos fletar un programa deslumbrante. Aflojando la brida a la exageración -y aun a la paradoja-, más de una vez me ha recordado una redacción programática a aquel viejo chiste que tanto le impresionó a Miguel de Unamuno. A -un soldado de artillería le preguntan si sabe cómo se fabricaba un cañón; a lo que responde, sin inmutarse: "Se coge un agujero y se le forra de acero por fuera".

Un programa -máxime en un sistema democrático- hay que juzgarlo en función de la manera cómo se le aplica y desarrolla. Es decir, del estilo con que se gobierna. A Felipe González -político de indudables dotes y habilidades- se le ha definido, por gracia de la pluma de Víctor Márquez Reviriego, como la encarnación de un estilo ético. Y para probarlo ahí está la puesta en marcha de una escrupulosa operación de incompatibilidades referida a cargos, trabajos y remuneraciones. De haber vivido en la maravillosa y conflictiva Florencia del Renacimiento, el presidente del Gobierno se hubiera sentido más cercano a las prédicas de Savonarola que de los consejos y advertencias de Maquiavelo.

Pero timonear un cambio va más allá del ejercicio de una conducta ejemplar. Las peores tentaciones del poder no son las de ciertas venalidades y concupiscencias, sino las del poder mismo. Un cambio -por citar una muestra- puede ser una tarea sin fin. ¿Dónde están las fronteras de una- evolución, de una transformación social y política? No han de faltar las brujas que, como a Macbeth, soplen al oído propuestas tentadoras. En este caso la de la perpetuación, al amparo de los recursos que puede prestar una mayoría parlamentaria. Claro que un estilo ético también ayuda a pensar cómo y dónde pueden plantarse las puertas a las llanuras y a los oleajes del cambio.

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