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Recorrido por una programación utópica, aunque posible, de películas clásicas y actuales que puedan emitirse

Con un poco de esmero, y orientadas sus programaciones de películas por personas que conozcan los meandros del lenguaje y de la historia del cine, la televisión podría convertirse en una buena escuela de cine, lo que es tanto como decir de la imaginación de este tiempo. O, al menos, en una buena escuela de arte de ver cine, de

saber verlo. Porque el cine tiene un código, un lenguaje elaborado a lo largo del tiempo por numerosos creadores, que el buen aficionado puede aprender a discernir, cuyo secreto no debe estar solamente en el bolsillo de unos cuantos maníacos. El espectador de cine no nace, se hace. Se hace lentamente, a base de contrastar, de analizar, de entender.Televisión, cuando nos sirve esas películas que podemos amar o aborrecer, podría, además, apuntalamos el gusto,. afinarnos el instinto, ayudarnos a captar el punto de vista, la forma en que se expresan los autores de lo que hemos llamado el séptimo arte Toda película tiene una razón profunda, que el ojo avisado puede descubrir en su forma, porque la forma es el camino elegido por el director para comunicarnos sus ideas. La pequeña pantalla podría convertirse en el forum que, en los años 80, nos enseñaría a discernir el verdadero talento entre la mediocridad y la atonía.

Hace unas semanas, la televisión emitió un filme dirigido en 1940 por Howard Hawks, cuyo título es Luna Nueva. Fue producido en Hollywood con presupuesto mediano, tirando a bajo ya que su rodaje era deudor de otro filme anterior de gran éxito, Primera página, realizado años antes por Lewis Milestone, cineasta estrella en aquella época, mucho más apreciado que Hawks por los departamentos financieros de los estudios de cine, pese a que tenía -o tal vez por eso mismo- unas cuantas toneladas de talento menos que él.

Ambas películas tienen idéntico guión, elaborado por uno de los equipos de guionistas profesionales con que contaba la vieja estructura de la producción norteamericana, y está basado en una obra teatral de Ben Hecht titulada de igual manera que el filme de Milestone. A comienzos de la pasada década, otro director, el vienés afincado en Hollywood Billy Wilder, de nuevo con el título original de Primera página, hizo una nueva filmación del viejo guión, que seguía siendo igual a sí mismo.

Variantes sobre el tema

Las variantes gruesas que podemos discernir entre los tres guiones son pocas: Hecht y Milestone dejan que se consume la ejecución en la horca del patético personaje del condenado a muerte, mientras que Hawks y Wilder se las ingenian para sacarle del atolladero mediante una de sus inimitables argucias. Por su parte, Milestone hace gravitar la acción más sobre el foco atencional de la cárcel que sobre el escenario de la redacción del periódico, donde ocurre el resto de la historia, mientras que Hawks equilibra ambos escenarios y Wilder no oculta que prefiere el mundo periodístico al carcelario.

Finalmente, mientras Hecht, Milestone y Wilder hacen girar la aventura sobre la pugna entre un reportero tozudo y su liante director, Hawks descubrió casualmente que en ese esquinado dúo entre hombre y hombre se escondía una rara tonalidad de combate entre hombre y mujer, un oculto componente femenino. La intuición le sobrevino cuando le hicieron la lectura del guión y, a falta de un amigo ocasional al que echar mano, pidió a su secretaria que leyera la parte de Hildebrant. Así, de un solo golpe de vista, convirtió Hawks a Hildebrant en Hildy, y dio el personaje de Pat O'Brien en el filme de Milestone y de Jack Lemmon, en el de Wilder, a Rossalind Russell.

Idénticos y contrarios

Hay otras variantes similares aparte matices; pero los diálogos, los personajes, las situaciones, la secuencia argumental y dramática son prácticamente los mismos en los tres filmes. Y, sin embargo, es difícil encontrar tres pequeñas joyas de la inventiva tan dispares entre sí, que tan poco tengan que ver recíproca mente. En ellas, les ocurren las mismas cosas a los mismos personajes; se dicen las mismas palabras sobre los mismos escenarios y, no obstante, apenas nada de cada uno de los filmes tiene que ver con la esencia de los otros.

Todos conocemos el de Hawks, recientemente emitido por Televisión Española; el de Wilder se proyectó hace unos años en toda España en cines comerciales y obtuvo buena acogida Por desgracia, el de Milestone está, a cubierto de la intemperie, detrás de las rejas de las filmotecas, y son pocos los que le conocen hoy. Merecería la pena desenlatarlo y también reestrenar en TV la Primera página de Wilder, para así cerrar ante nuestra mirada un triángulo que oculta un delicado teorema estético, útil para conocer algunas leyes de la imaginación humana. Y, casi sin darse cuenta, la enorme masa de consumidores de cine televisado quedaría embarcada en una aventura intelectual que afinaría el instinto de contemplación y, a la postre, daría una lección -tanto más rica cuanto más indirecta- de ese arte del saber ver cine.

La identidad argumental, secuencial y situacional de los tres filmes, es decir, del conjunto de sus contenidos, contrastada con la impresión de variedad que éstos ofrecen, indicaría enérgicamente al espectador algo que éste raras veces tiene presente cuando se enfrenta a un filme: que en éste importa más cómo ocurre algo que ese mismo algo que ocurre.

Milestone hace de Primera página un tormentoso alegato sobre la condición social del período de entreguerras; Wilder, un hiriente sarcasmo de vitriolo sobre la condición de los individuos y los caracteres cínicos, gastados por la velocidad de la vida actual; Hawks, un sutil, ambivalente y profundo juego sobre la relación interhumana, el sexo, la amistad, el trabajo y la muerte. De otra manera, del mismo guión, el primero hace un drama; el segundo, una comedia, y el tercero, con tonalidades suaves, una tragedia. Los mismos contenidos dan origen a tres de las formas más diferenciadas en que cristaliza en nuestro tiempo la pasión milenaria de contar historias, la gloria de la ficción.

La mecánica del engaño

Sería apasionante comparar, con ellas proyectadas en la pequeña pantalla, estas tres excelentes películas, tan iguales y tan contrarias. Pero el arsenal de la inventiva cinematográfica es vasto y hay, lo mismo en cine convencional que en cine televisado, luces e instantes suficientes para transportamos más allá de la digestión inconsciente de imágenes, al terreno donde éstas se degustan y se afinan las miradas. Y los consumidores de entretenimiento cinematográfico aprenderíamos a discernir no sólo los mecanismos del talento cinematográfico, sino también los óxidos de sus torpezas.

Un ejemplo reciente, que abarca los dos circuitos de exhibición: en los cines comerciales españoles, el último filme de Steven Spielberg, E. T., provoca borrascas de lágrimas y admiraciones. Mientras tanto, la televisión emitió la primera película de este archifamoso director, El diablo sobre ruedas o Duel, realizada en 1971, sin pena ni gloria.

E. T., que es más el resultado de un hábil cálculo que de un empuje creativo, tiene como aval de credibilidad a una obra como Duel, mucho más meritoria desde la pura especificidad del relato cinematográfico y de sus variantes modales.

En Duel, Spielberg hace prodigios de virtuoso con un recurso que los malos directores de cine emplean generalmente para encubrir su incapacidad o pobreza de ideas. Tal recurso es el del objetivo gran angular. En la marrullería de los rodajes, cuando un director no sabe qué hacer ni cómo resolver un plano complejo, no falta quien le susurre al oído: "Mete un angular y verás cómo queda bien". He ahí el origen del mecanismo cinematográfico del engaño: dar la apariencia de resuelta, ante la mirada indiscriminada del consumidor de cine, de una escena o plano que en modo alguno está resuelto ante la mirada más afinada del contemplador de cine. El uso de los objetivos gran angulares o de los teleobjetivos, si no está en las manos de gente como Welles o del Spielberg de Duel, apesta a truco. Por poner un ejemplo: hubo una apuesta, en la que yo participé, sobre si estaban trucadas o no algunas de las escenas más, aparentemente, brillantes del Ludwig de Visconti. La apuesta se refería inicialmente a dos escenas. Pues bien, en pantalla normal y a simple vista aparecieron no menos de seis escenas trucadas, que en moviola me temo que se multiplicarían. Visconti alejaba angularmente la cámara o bien ordenaba meter un tele para hacer tragar disposiciones escénicas que, tomadas de cerca, serían intragables. Ejemplos de éstos , incluso entre los cineastas más encumbrados, los hay a patadas.

El gozo añadido

Situar la cámara en una disposición que le permita un tú a tú con el actor es otra de esas grandes leyes que debe conocer al dedillo el degustador de cine, el que sabe verlo. Trabajos mediocres de actores pueden pasar por aceptables e incluso por buenos, sin este tú a tú, cuando se encubre su medianía con la exageración formal de un gran angular o con la técnica de esmalte o de aplastamiento, que proporciona a una jeta mediocre un buen teleobjetivo. En uno y en otro caso se pierden las zonas intermedias, el campo de la acción natural del actor, que son las más difíciles de capturar y que constituyen para el cineasta una prueba caligráfica indispensable: el dominio de la distancia, del espacio, que es uno de los vértices sobre los que gira el dúo espacio-tiempo, cuyo equilibrio es otra de las lentes mentales de la percepción fílmica.

El cine de Douglas Sirk ha sido en parte proyectado en Televisión Española, y en él hay excelentes lecciones sobre el dominio de un director sobre esa zona intermedia, que él capta y plasma con perfección casi ritual. Esta ritualidad encubre otra de las lentes inmateriales que hay que adosar a nuestra mirada cuando queremos, de verdad, ver, contemplar y no sólo consumir cine.

El cine, su historia y su lenguaje están llenos de innumerables ritos; muchos de ellos, invisibles: repeticiones letánicas, de orden casi sagrado, de formas que, a lo largo de décadas, han ido componiendo un código, una gramática e incluso un vocabulario de formas.

Un caso también reciente: TVE emitió una prodigiosa película de King Vidor, Pasaje del Noroeste, ennoblecida con muchos de estos ritos en estado de gracia. Uno de los ritos por excelencia del cine, y sobre todo del género del western, es el paso de un río, el vadeo. ¿Cuántas veces hemos visto en las pantallas el cruce de un río por un jinete, por una diligencia, por un ejército, por una caravana? Imposible, ni remotamente, contarlas: decenas, centenas. Una de ellas, y una de las más gloriosas, ocurre en Pasaje del Noroeste. Fue rodada hace más de cuarenta años y allí, en una insuperable combinación de planos medios, detalles referenciales y planos generales, se alcanzó la perfección. Nadie osó nunca imitar las escenas fluviales de Vidor en este filme... hasta que Werner Herzog, en su Aguirre y su Fitzcarraldo, con insensatez alemana, lo hizo; y, de paso, también el ridículo. Y descubrir aquella hermosura, como desenmascarar este ridículo, es, además de una salvaguarda de nuestra libertad, un gozo adicional al gozoso arte del ver cine.

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