Tal como éramos
Cada cual disfruta de su Swann particular. Yo no necesito el olor del barniz de la escalera de Combray. Ni siquiera los estribillos de Richard Hageman obligando a marcar el paso a Victor McLaglen para disipar la majestuosa borrachera de Fort Apache, o la balada de Cyril Mockridge haciendo bailar a Linda Darnell y Henry Fonda en Pasion de los fuertes. A mí es la prosa torturada de la Constitución la que me pone a punto la memoria y me dispara a tope los mecanismos de la evocación. No sólo para recordar cómo se hizo, quién la hizo o por qué se hizo como se hizo y por quienes la hicieron. Sino, más radicalmente, para evocar -¿o para reconstruir?-por qué éramos como éramos quienes la hicimos: tributarios los siete, prisioneros los siete, orgullosos los siete, responsables los siete de nuestras propias biografías.Eramos tres mesetarios y cuatro periféricos. De los mesetarios, dos madrileños -Herrero y Peces-Barba- y un aragonés recriado en Castilla la Vieja -yo-. De los periféricos, dos catalanes -Roca y Solé-, un andaluz -Pérez-Llorca- y un gallego -Fraga-.
Cinco habíamos estado intramuros de la vida española; dos -Roca y Solé- encarnaban la España de la diáspora -Roca, nacido en Francia- o de la persecución -Solé Tura, con prisión, detenciones, expulsiones administrativas y exilios intermitentes sobre las costillas-.
De los cinco del interior, dos venían del antifranquismo activo (Peces-Barba y Pérez-Llorca); dos, de la colaboración con el régimen anterior (Fraga y yo), y el quinto, Herrero, de la abstención dorada y académica de Lovaina y Oxford.
Eramos cuatro creyentes y tres agnósticos. Seis eran funcionarios públicos; Miquel Roca, no.
Cinco de los funcionarios ejercían la docencia universitaria o pertenecían a los cuerpos más prestigiosos y elitistas de la Administración española. (Un letrado del Consejo de Estado -Herrero-, dos letrados de Cortes y, a la vez, diplomáticos -Fraga y Pérez-Llorca-.) Sólo yo pertenecía a un cuerpo administrativo de clase media: el Cuerpo Técnico.
La restauración monárquica
Los siete conveníamos con lealtad y firme resolución en que la restauración monárquica era inexorable presupuesto histórico de la libertad. Pero sólo había allí dos monárquicos viscerales por raíces familiares: uno, al ciento por ciento -Herrero-; otro, al cincuenta por ciento -yo-.
Salvo Miquel Roca -del todo- y Jordi Solé -casi del todo-, los otros cinco estábamos vinculados por la amistad, la coincidencia universitaria, la refriega política, la lealtad de partido o la devoción intelectual. Sólo una de las "relaciones bilaterales" -la existente entre Fraga y yo- estaba dominada por lo que los canonistas llaman metus reventialis.
Sólo dos nos habíamos puesto la camisa azul. Yo, muchas veces. Fraga, las menos posibles, y siempre a fortiori de su impresionante carrera administrativa y política. En gastronomía y en enología rivalizaban, sin aceptar magisterios ajenos, Fraga, Herrero y Peces-Barba. Los culés Roca y Solé agonizaban en la discusión futbolística con dos merengues impenitentes: Gregorio Peces-Barba y yo.
Con leves modulaciones regionales o profesionales, cinco de los siete proveníamos de familias de clase media, más o menos holgada, más o menos apretada.
Sólo dos -que yo sepa- habíamos estado en Estoril con don Juan de Borbón. Sólo dos -que yo sepa- habíamos hablado con el general Franco. Sólo dos -que yo sepa- habíamos hablado con Reagan antes de que fuera presidente de EE UU.
La vehemente erudición de Fraga; el conservadurismo ilustrado y mordaz de Miguel Herrero; la templada displicencia gaditana y liberal -o sea, gaditanade Pérez-Llorca; el maritainismo -a veces un punto cándido, a veces un punto airado- de Peces-Barba; la catalanidad sutil, negociadora e implacable de Roca; la increíble tenacidad marxista de Solé; mi populismo antioligárquico, reformista, puritano y tradicional a un tiempo. Todo eso hizo la Constitución española de 1978. Todo eso, más la pasión española de los siete.
Constitución de la concordia
Pudimos hacer la Constitución de la concordia porque previamente estábamos ya concordes. Pudimos hacer la Constitución de la reconciliación porque previamente nos habíamos ya re
conciliado. Al lado de este reconocimiento pierde relevancia la denuncia de las tosquedades técnicas de la Constitución, de su impresentable sintaxis, consecuencia de los alambicados consensos itinerantes que jalonaron su redacción y que Cela pudo haber resuelto si la izquierda lo hubiera permitido.
Cuádruple acuerdo
La Constitución española es el fruto de un cuádruple acuerdo interno que intenta resolver, en la tolerancia, tres antinomias históricas (revolución-conservación, república-monarquía, centro-periferia) y una antinomia inmediata: Antifranquismo -no antifranquismo-. Esa es nuestra Constitución. Que nadie la rompa, que nadie la manche, que nadie la toque.
Porque -como el lector habrá advertido- la Constitución española es la cristalización del sueño adolescente de un grupo de españoles que, cada uno a su manera, y de maneras bien distintas, habíamos intuido, buceando en nuestro corazón y en nuestra historia, la España posible, la España necesaria que ahora acariciamos con los dedos.
Disculpe el lector la extensión y alguna posible imprecisión, porque "el cambio", a quien esto escribe, le ha representado, entre otras cosas, el andar escribiendo de memoria sumergido entre libros y papeles recién mudados y aún sin clasificar. No creo, pese a todo, que se hayan deslizado inexactitudes. Una cosa es exacta y cierta: nada podrán contra nuestra Constitución los violentos, los ladrones o los impotentes, que son los tres especímenes de españoles a quienes puede incomodar la libertad.
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