Lo único sagrado es Wimbledon
Hubo un tiempo en el que el tenis profesional, tan inglés, tan elegante, tan acuciante de silencios entre los espectadores, no carecía de cierto parecido con la lucha libre, tan americana, tan zafia, tan exigente de bramidos entre el público.El tenis profesional de hace veinte años se diferenciaba del amateur en que sus practicantes viajaban en troupes, con hotel reservado en lugar de carromato; pertenecían a la cuadra de un promotor; y montaban su circo de cara al respetable, mientras que los del deporte aficionado se hacían pagar en dietas; se montaban el viaje por su cuenta, aunque con los mismos gastos pagados; y, en teoría, luchaban sólo por los premios al vencedor y colocado. Los hombres de Jack Kramer, el propietario de la escudería más renombrada de la época, recordaban al catch as catch can de los interminables campeonatos mundiales -con un titular no ya por país sino por sala de pugilato- por la frecuencia con que organizaban finales, contrafinales, y duelos en la cumbre. Así, España tuvo su campeón mundial de tenis profesional en un torneo inevitablemente celebrado en Barcelona, donde no menos inevitablemente se proclamó vencedor Andrés Gimeno, el noi de casa. El público más resabiado miraba con desconfianza aquellas exhibiciones y sin teorizar demasiado, intuía que el otro tenis, el de Winibledon, Forest Hills y Roland Garros, iba más en serio. La desmesurada superficie dental de Manolo S antana era casi una garantía de pureza, aunque todos supieran que no jugaba precisamente por amor al arte. Un hombre tan poco elegante, tan poco inglés, y tan entrañable, no podía ser simplemente un profesional que se ganara la vida dando representaciones.
Con el tiempo, sin embargo, una palabra mágica vino a difuminar la divisoria entre caballeros y estajanovistas de la cancha: open. A partir de ese momento no podía haber distinción entre amateurismo marrón y profesionalismo convicto y confeso. Wimbledon se abría sin restricciones a toda clase de practicantes. Incluso el esperado duelo en la cumbre entre las dos estrellas del plan de estabilización del tenis español, Santana y Gimeno, se nos deparó en unos octavos de final en la catedral de ese deporte, donde Manolo, después de ganar los dos primeros set con cierta facilidad, vino a lesionarse, no sabemos si oportunamente, para dejar paso al Andreu. La solución salomónica a la histórica querella de las investiduras del tenis español, hacía felices a dos grandes escuelas de pensamiento: el tenis amateur de Santana era más fino, tenía una souplesse inimitable, si bien la resistencia del trotón profesional se había impuesto en la larga distancia de un gran torneo.
Pero, tras los primeros tiempos de una relativa confusión, la realidad debería acabar por imponerse, y como no hay nada que imite mejor a la vida que el propio arte, las inclinaciones circenses de un cierto tipo de tenis terminarían por marcar distancias de los grandes torneos donde se bate el cobre de verdad, aunque no sea únicamente por la gloria de llevarse una ensaladera más o menos.
Esas mismas troupes de Kramer o Lamar Hunt se han reproducido, primero, en las aventuras aún tolerables del Grand Prix y el Masters, y últimamente, en la alta competición de los Europa-América, que igual cualquier día podrían ser Islandia-Resto del Mundo, a condición de que Reikiavic tuviera un ídolo local capaz de llenar los estadios.
A esas competiciones, como la que se ha celebrado en Barcelona, acuden unos cuantos ases mundiales con el salpicón de algun producto de la cantera, que en el caso de Higueras es cierto que se trata de un tenista de primera línea, pero que están hastiados ya de verse las caras, de estudiarse los gestos, y de colarse los passing-shots. Nadie dice que los resultados estén amañados; lo que están es aburridos de tanto repetirse, y, de la misma forma en que los grandes jugadores de tenis saben descansar durante uno o dos juegos para lanzar el contraataque decisivo en la siguiente manga, esos artistas de la raqueta tienden a concederse el respiro de la exhibición, mientras acumulan fuerzas para los torneos oficiales, en los que de verdad se juega su reputación tenística. Ni siquiera McEnroe, que tiene la enorme virtud de que le da una rabia horrible perder con quien sea y donde sea, logró convencernos -y menos anteayer frente a Lendl- de que Barcelona es el lugar elegido para demostrar que sigue siendo el primer raquetero del mundo.
El público, sin embargo, parece haber distinguido sutilmente entre una guerra mundial y una confrontación de estas características, con su entusiasmó perfectamente descriptible a la hora de pasar por taquilla, aunque, posiblemente, la comodidad del televisor haya atraído suficientes parroquianos como para que el invento resulte un éxito económico. En cualquier caso, el espectador catalán prefiere exhibiciones de tenis a tenis de exhibición; un McEnroe maleducado, no pasota -tras pedirle los organizadores que alargase un encuentro para ajustar la prgramación-, porque nadie ignora, que ese sí es el McEnroe de los días grandes; un Borg totalmente recuperado y no al que juega como quien hace footing a la espera de épocas mejores; y a un Connors al que no sustituya Vincent Van Patten, auténtico profesional, pero no, propiamente, del tenis.
Hasta la fecha los únicos Europa-América que responden a lá expectacíón de su nombre son los de las cuotas de importación de productos siderúrgicos y de las sanciones contra Polonia.
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