El hundimiento del PCE
EL HUNDIMIENTO electoral del PCE ha desvanecido el fantasma, tan insistente como ineficazmente paseado por Alianza Popular durante la pasada campaña, de una distribución de fuerzas en las Cortes Generales que obligara al Gobierno de Felipe González a depender de los escaños comunistas. Los 820.000 electores del PCE tendrían que ser multiplicados casi por doce para llegar a la cifra de votantes socialistas. Los comunistas, que han perdido algo más de un millón de votos desde 1979, esto es, un 57% de sus anteriores sufragios, han quedado reducidos a la condición de fuerza política marginal. En estos movimientos bajos del PCE, sería injusto olvidar que la Monarquía parlamentaria tiene contraída una importante deuda con Santiago Carrillo, que desempeñó un destacado y positivo papel en los albores de la transición al facilitar los ajustes entre reformistas y rupturistas y al abandonar, con la autoridad moral que le proporcionaba la lucha de los comunistas bajo la dictadura, un conjunto de reivindicaciones que convertían artificiosamente en cuestiones de principio posiciones accesorias.Frente al 10,81 % de los sufragios y los veintitrés escaños de 1979, el 3,70% y los cinco escaños de 1982 condenan formalmente al partido de Santiago Carrillo a diluirse en el magma del grupo mixto, al lado de los diputados del CDS y de los representantes de tres minorías nacionalistas. Digamos, a este respecto, que las exigencias jurídicas del Reglamento de la Cámara, aprobado en la época en que el PCE no abrigaba demasiadas dudas sobre la posibilidad de mantener en el futuro su grupo parlamentario, deberían ser conjugadas con los requisitos funcionales para el buen desarrollo de la representatividad parlamentaria y con las conveniencias políticas de que uno de los cuatro partidos que elaboró la Constitución conservara su autonomía dentro de las Cortes Generales. El Reglamento, como su nombre indica, no es una norma sustantiva ni una instrumentación de principios sino un simple código de procedimientos formales, susceptible de ser modificado para satisfacer las necesidades prácticas que vayan surgiendo. Aunque la desahogada mayoría socialista en el Congreso le bastaría para alterar las condiciones de constitución de grupos parlamentarios y permitir al PCE operar como unidad independiente, lo correcto sería que otras fuerzas políticas, incluida Alianza Popular a ser posible, aceptaran también la petición de los comunistas para actuar como plataforma autónoma, decisión que acarrearía la ventaja adicional de que el grupo mixto no quedara dominado por un partido mayoritario en su seno.
El derrumbamiento electoral del PCE proviene tanto de sus propios errores como de los aciertos del PSOE a lo largo de los últimos tres años y medio. Unos y otros, en cualquier caso, se instalan en el terreno de la estrategia diseñada por Santiago Carrillo, caracterizada por la idea de que los comunistas podían competir con el partido de Felipe González para arrebatarle no sólo su espacio electoral sino también el programa, las señas de identidad y las aspiraciones del socialismo democrático. Aunque ese dispositivo funcionó eficazmente desde los Pactos de la Moncloa hasta la disolución de las Cortes Constituyentes, durante la época en que UCD y el PCE actuaron como garras de una misma tenaza contra el PSOE, a partir de las elecciones de 1979 se hizo evidente que todos los elementos jugaban en contra del PCE. La persistencia en ese planteamiento no fue sólo consecuencia de la insistencia de Carrillo por mantener la consigna del gobierno de concentración sino también el resultado de que no existieran otras alternativas practicables.
En cualquier caso, las elecciones del pasado jueves han demostrado que la tentativa del PCE de rivalizar con el PSOE en el terreno que históricamente había ocupado desde siempre el socialismo democrático se ha saldado con un fracaso. El eurocomunismo es una construcción demasiado reciente, está sometida a frecuentes friciones entre su teoría y su práctica y ofrece excesivas semejanzas con el legado que los socialistas han venido defendiendo, hasta hace muy poco también contra los comunistas, desde la ruptura de la II Internacional. Las novedades del eurocomunismo, esto es, las críticas a la Unión Soviética por sus agresiones territoriales o por las violaciones de derechos humanos dentro de sus fronteras, la afirmación del pluralismo y de las libertades -antes despectivamente calificadas de formales- en cualesquiera circunstancias, la renuncia a la dictadura del proletariado y el rechazo de la consagración canónica religiosa del marxismo-leninismo, son principios básicos del socialismo europeo con los que el PSOE se identifica y es identificado desde hace varias décadas. El grupo dirigente del PSOE, por lo demás, es un reflejo bastante aproximado de la sociedad española posterior a la guerra civil y de las generaciones que no participaron en aquel desgarrador conflicto. El liderazgo del PCE, en cambio, permanece todavía en manos de hombres y mujeres que combatieron con las armas en la mano durante los años de lucha fratricida o en el maquis y que permanecieron alejados de España, contra su voluntad, en un largo, doloroso y alienante exilio que deformó su sensibilidad para entender las nuevas realidades de este transformado país.
Santiago Carrillo acostumbra a hablar de su gran experiencia pero esa advocación al pasado conjura a la vez luces y sombras. La veteranía del secretario general del PCE fue inestimable a la hora de aceptar el marco de la Monarquía parlamentaria, de renunciar a la bandera tricolor, de apoyar al primer Adolfo Suárez y de insistir para que Manuel Fraga participara como ponente en la Comisión Constitucional. Pero la sabiduría práctica de Carrillo evoca también etapas y posiciones del pasado que suscitan rechazos y desconfianzas y que le hipoteca con prejuicios y sesgos muy alejados de una sociedad moderna, libre, secularizada y poco amiga de doctrinarismos. La tentativa del PCE de presentarse con un PSOE bis o incluso como el verdadero partido socialista, operación que guarda un curioso paralelo con la triunfante estrategia de Manuel Fraga al ofrecerse como el verdadero líder de la derecha centrista y moderada frente a UCD, no podía por menos de llevarle a la derrota desde el momento en que Felipe González y sus compañeros ganaron la batalla de la credibilidad y la popularidad.
En esa puja por el espacio electoral de la izquierda y del centro-izquierda, abrumadoramente favorable a los socialistas, ha jugado un considerable papel la distinta forma en que unos y otros han resuelto sus conflictos internos, inevitables en cualquier organización pero susceptibles de soluciones muy distintas. El XXVIII Congreso del PSOE y la dimisión de verdad de Felipe González, que se lanzó sin red a un todo o nada, produjo un auténtica catarsis entre los militantes socialistas y logró ajustar las expectativas irreales, las demagogias, los doctrinarismos y la retórica de los cuadros de la organización a las exigencias de un electorado maduro, juvenil y moderno. A raiz de ese conflicto, sin embargo, ninguno de los líderes destacados del sector crítico fueron represaliados administrativamente y tampoco los debates dieron lugar a rupturas personales, campañas calumniosas de descrédito o persecuciones inquisitoriales. En cambio, la crisis del PCE, que salió definitivamente a la luz en su X Congreso, acabó como el rosario de la aurora, con una cadena de expulsiones de miembros del Comité Central y de concejales del Ayuntamiento de Madrid. La conmoción que sacudió en enero de 1981 al PSUC, normalizado después mediante un Congreso Extraordinario, y la escisión de la tendencia prosoviética explican de forma impresionante el derrumbamiento de los comunistas catalanes el 28 de octubre, en el que también ha podido influir el error de cálculo de manejar oportunistamente contra los socialistas la cuestión de la LOAPA y la moción de censura contra Pujol.
No resulta fácil saber cuál es el lugar que puede cubrir, en un sistema democrático, un partido comunista que ha roto materialmente con la mayor parte de sus tradiciones ideológicas y políticas pero que defiende formalmente la continuidad con el pasado, conserva algunos de sus viejos ¡conos y mantiene en los puestos de dirección a la vieja guardia. Carrillo no es ya un dirigente prosoviético vinculado a los dogmas de la III Internacional pero tampoco puede regresar al socialismo de su primera juventud ni tratar de desplazar al PSOE de su sólida implantación en la izquierda española. Aguantar el temporal y esperar que los errores del Gobierno de Felipe González puedan devolverle los electores perdidos o incluso aumentárselos es una de las actitudes posibles. En tal caso existiría una contradicción lacerante entre los deseos ocultos de los comunistas y su externa afirmación de que desearían éxitos y venturas a los socialistas en el poder.
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