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Los viejos pícaros nunca mueren (y 2)

La crisis económica saca a las calles de las ciudades a una legión de mendigos, revendedores y 'trileros'

Los carteristas que ya cumplieron los cincuenta años, es decir, la mayoría, lamentan la práctica extinción de algunas técnicas consideradas de extrema finura. Con especial cariño recuerda la hermandad' al chinaor, alguien capaz de cortar con una hoja de afeitar el forro del bolsillo interior de una chaqueta o abrigo y hacer caer por su propio peso el objeto apetecido. Un sevillano de 62 años, Pedro P. S., el Periquín, puede ser uno de los últimos representantes de un estilo que precisaba de nervios templados y pulso seguro para que la víctima no se alarmase en un contacto tan próximo al cuerpo a cuerpo.La técnica de hurtar los monederos del interior de los bolsos de las amas de casa que regresan cargadas de los mercados, implica un escaso riesgo y, quizás por ello, es cada vez más empleada. Aunque con reparos, el bolsillero es admitido en la hermandad carterista. Por el contrario, alguien como el descuidero, que ejecuta tarea de tan poco mérito como llevarse un bolso o un tomavistas momentáneamente abandonados en una cafetería, no puede ni presentar la solicitud de ingreso.

Al mago de los dedos no le arredra ni una mutilación. Ahí está para demostrarlo Luis M. M., granadino, de 69 años, apodado Manco Pistolas a causa de haber perdido en accidente tres dedos de la mano derecha. Pues bien, con tan sólo los dos restantes, el índice y el pulgar, Manco Pistolas es capaz de quitarle la cartera a cualquier prójimo que se le ponga a tiro en Barcelona. Sólo la extrema vejez puede entonces con el carterista. Ese es el caso de Vicente R. A., el Chaval de la Sole, un piquero que creó escuela a la vera del Turia y que, ya septuagenario, fue internado hace ocho años por la policía valenciana, y a petición propia, en un asilo de ancianos de la calle de Sagunto.

El truco de la carta doblada

La misma crisis que mantiene en activo a carteristas en edad de cobrar una jubilación, ha sacado a las calles de las ciudades españolas a una variopinta legión de mendigos, limpiaparabrisas, revendedores y practicantes de la rifa o la apuesta ¡legal. Entre estos últimos destacan singularmente los especialistas del trile, o juego de las tres cartas. Su masiva reaparición sobre el asfalto de Madrid, Barcelona o Valencia ha provocado un cierto asombro entre la policía de esas poblaciones, que ya casi consideraba totalmente extinguida tal actividad pícara.

A los trileros se les ve con sus muy provisionales timbas en las cercanías de estaciones, zonas comerciales, barrios de prostitución y mercadillos semanales de antigüedades y oportunidades. Excelentes para su negocio son las esquinas de mucho tránsito que reúnan además las condiciones de estar discretamente ocultas a los ojos de los patrulleros y disponer de varios puntos de fuga. Su víctima predilecta es, indudablemente, el caballero recién llegado desde el pueblo a la gran ciudad con la billetera repleta a fin de arreglarse la dentadura, hacer unas compras o correrse una juerguecita.

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El fraude comienza cuando el trilero, de treinta a cincuenta años de edad, locuaz, simpático, invita a los transeúntes a apostar su dinero adivinando adónde irá a parar una de las tres cartas que tiene en la mano y que, tras ser barajadas, depositará invertidas sobre la mesa plegable o la caja de cartón que le sirve de patio de operaciones. Los espectadores se muestran en principio reacios a aceptar su oferta, y es justo en ese momento cuando entra en escena el gancho un compinche que desempeña el papel del inocente peatón que apuesta sin miedo y gana. Es el encargado de convencer a la concurrencia de que puede conseguir un dinero fácil. "Se trata de no quitarle el ojo de encima a la carta que has escogido", dispara al retirarse por la acera con su supuesta ganancia.

Nunca falta quien pique. Nunca falta quien se juegue mil pesetas por el as de oros, al que para mayor ventaja del cliente se le dobla una punta. Vertiginosamente, el trilero baraja los naipes ante la atentísima mirada del apostante, que, con aire triunfal, señala al fin dónde cree que está situado su as La víctima puede ganar la primera vez, puede ganar la segunda, pero ciertamente terminará con la cartera vacía y un profundo sentimiento de humillación y engaño. Cada uno de sus intentos de retirada, en las vacas gordas y en las flacas, habrá sido cortado enérgicamente con apelaciones al juego limpio y a la posibilidad de rehacerse. El truco está en que, aunque el apostante haya podido seguir el baile de las tres cartas, el trilero ha desdoblado sutilmente con la uña la punta de la carta elegida por su oponente y doblado otra. Una operación similar se hace también con tres cáscaras de nuez o con tres chapas.

Al borde de la legalidad, más cerca de la obsoleta ley de Peligrosidad Social que del Código, el trilero mantiene un constante tira y afloja con los agentes del 091 y las policías municipales. Precisamente para avisar de la llegada de la autoridad o dar el agua, la banda del trile cuenta asimismo con tres miembros jóvenes, situados en amplio semicírculo en torno a la timba callejera. Su característica actitud de vigía que otea el tráfico no pasa inadvertida al peatón atento.

Enemigo de las armas, de natural ambulante, cometedor de muchas faltas y pocos delitos, reclutado en las regiones menos industrializadas de España, el trilero tiene suficientes méritos para ser considerado miembro de pleno derecho de la cofradía de Monipodio, pese a que su nombre casi nunca llegue a figurar en las pequeñas historias del hampa y pese a que carteristas y timadores le tengan poco aprecio. Así lo entendió el mismísimo Cervantes, que le rindió homenaje en la figura de Rinconete, cuyos naipes "usan de una maravillosa virtud con quien los entiende".

Quienes apenas han levantado cabeza son los timadores a la vieja usanza. La divulgación exhaustiva de sus tretas por los modernos medios de comunicación parece haber causado un daño irreparable a la credulidad de la ciudadanía, y hoy son extraordinarios casos, como el de César el de la Química, que décadas atrás vendía a precio de oro en Barcelona una especie de guitarra que aseguraba que servía para fabricar billetes.

Tocomocho de medio millón

Sin embargo, los timadores no han desaparecido del todo en la España de los años ochenta. En el curso anterior se registró en Barcelona un tocomocho que sorprendió a los mismos miembros de la Brigada de Policía Judicial, porque la víctima había desembolsado medio millón de pesetas. Y en Madrid, Pablo S. C., el Pabolo, nacido en Valladolid hace 52 años, sigue practicando la estampita en compañía de Jaime S. C., el Chirri, un madrileño de veinticinco años de edad, hijo de Eusebio, que fuera carterista, y de Agueda, para la que los bolsos de las mujeres nunca tenían un cierre suficientemente seguro.

El timo callejero ha sido y es uno de los empleos típicos del carterista en edad avanzada. Su mecánica parece muy sencilla, pero se precisan extraordinarias sangre fría y capacidad interpretativa para convencer a un incauto de que debe adelantar una buena cantidad de dinero a cambio de lo que parece un negocio extraño y redondo. Como en el caso del trilero, la víctima usual es el paleto ambicioso que se encuentra de paso en la ciudad.

Para dar un timo se precisan dos socios. Uno hace de tonto y se finje en posesión de un décimo de lotería premiado con muchos millones, tocomocho, o de un fajo de billetes cuyo valor ignora y que confunde con estampitas. De esta suerte aborda al primo, mostrando tanto lo que parece su fortuna como su estupidez. El listo, claro, tarda poco en aparecer, convenciendo a la víctima de que dándole algún dinero al supuesto infeliz, éste les cederá el décimo o los billetes, que, a la postre, resultarán ser una falsificación o un montón de recortes de periódicos. Esto lo descubrirá el timado únicamente cuando esté solo. Los pícaros, mientras tanto, habrán puesto pies en polvorosa con una nueva victoria de la astucia, el engaño y el uso en beneficio propio de la ajena codicia.

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