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Gibraltar: verdades sencillas

"La peineta gibraltareñal es más final pero más pequeña". Cuplé que cantaba Carmen Flores.Vamos a intentar por un momento, sólo por un momento, olvidarnos de missis Thatcher, revestida con los anacrónicos abalorios de leona del imperio, de los caballeros del palacio de Santa Cruz enlutados en su honor, como tristes figuras del Greco, de las palabras-dardos -soberanía, derecho a la autodeterminación- que tanto inquietan a la compustura diplomática de mister Pyrri y del señor Pérez-Llorca, y bajemos al ruedo, al ruedo de la baja Andalucía, y acerquémonos a esa espina clavada en el corazón de los españoles que lleva nombre con raíz árabe: Gibraltar. Y una vez allí, en Gibraltar, entre los gibraltareños -me niego a llamarlos llanitos no vaya alguno a interpretarlo peyorativamente, y no castizamente, cual sería mi intención- hacernos nosotros (los españoles) una pequeña meditación, una íntima meditación, sin que por ello se sienta nadie ofendido en su patriotismo. El patriotismo es un sentimiento universal que no siempre se coloca en su verdadero lugar, dando origen a través de la historia a errores irreparables.

Pues bien: el cierre de la verja de Gibraltar fue uno de estos errores patrióticos/patrioteros que, afortunadamente, no creo que sea irreparable. Lo triste de esta historia es que pienso que ni el Foreign Office ni el palacio deSanta Cruz tienen la más mínima idea de cómo es, de cómo siente el gibraltareño, su condición de británico, por un lado, y de andaluz, por el otro. El tiempo fue creando en el Peñón una minoría étnica de sangre en su mayoría italo-española, que, a la luz del Estrecho, del Mediterráneo, la recuerdo muy bien, igual llorando de emoción al ver izar la bandera de SM británica, que llorando de alegría al oír unas sevillanas por las ferias andaluzas. El todo con una gracia y un salero tan entroncado en nuestras esencias que, al decir del propio lord Byron, "parecían más españolas que las propias españolas". Y esto, señores, lo trituramos, lo masacramos el día en que al señor Castiella se le ocurrió cerrar la verja.

Recuerdo a una amiga de mi madre, señora gibraltareña, con ese su deje al hablar y con esa su distinción al vestir, tan particulares, contarle que "el bendito de José María (se refería a Pemán) está el pobre tristísimo, hija mía, con lo que nos han hecho". Aquella mujer parecía herida en su intimidad por algo que, sin ella misma darse cuenta, sentía como propio: España.

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Desde el cierre de la verja no he vuelto por Gibraltar, pero me parece imposible que cercados, con familias separadas, privados de agua, de víveres, puedan seguir sintiendo el españolismo de antes. Y, sin embargo, me aseguran que son muchos los que saben -aún- separar a los españoles de sus gobernantes. Si ello fuera así -cosa que deseo en el alma- aconsejaría a nuestros políticos que olviden la bellísima lengua de Shakespeare y en la no menos bella lengua de Cervantes se dirijan en castellano a los gibraltareños, si con acento andaluz tanto mejor, y resuelvan sus discrepancias en familia. Porque lo que Gibraltar en verdad es nunca lo podrá comprender/sentir missis Thatcher; pero lo triste sería que tampoco lo comprendieran los propios españoles. La información que tanto británicos como españoles ofrecen sobre Gibraltar es esencialmente política.

Cada uno arrima el ascua a su sardina, olvidando -ambos- que la particular sardina gibraltareña (a la que hay que tener muy en cuenta) se frió de siempre -o al menos hasta que el señor Castiella no nos lo echara todo a perder- con aceite andaluz.

Sobre el españolismo de Gibraltar quisiera recordar algunas anécdotas, aparentemente frívolas, pero que, en mi opinión, son mucho más reveladoras que el lenguaje siempre ambiguo de la diplomacia. Son anécdotas ya viejas, pero por ello mismo nos ponen de manifiesto el largo camino que hemos des-corrido. En una entrevista de Pastora Imperio con ese gran periodista que fue Del Arco, al preguntarle éste cuál era el momento de mayor emoción de su larga carrera como cantaora y bailaora, respondió ella: "Uno en el que con un simple desplante puse a todo un público de pie y me eché a llorar", y añadía: "Esto no ocurrió ni en Bilbao, ni en Barcelona (aunque los catalanes a los andaluces nos entienden), sucedió en Gibraltar, un verano, a finales de los veinte". Otro artista, el tenor Miguel Fleta, recordaba que, en España, cuando a una compañía de ópera o de zarzuela le iba mal económicamente, la solución, ya se sabía, era siempre la misma, correr camino de Gibraltar, donde los llenos estaban asegurados. Si se les diera a oír a los gibraltareños, ya padres de familia, una canción de Gracie Fields o una de Imperio Argentina, por escoger dos cantantes en su momento popularísimas, la una en el Reino Unido y la otra en el mundo de habla española, pueden es tar seguros de que reconocerían antes a la segunda que a la primera. El simple recuerdo -la imagen- de las gibraltareñas con mantilla, camino de la feria de La Línea, se me aparece hoy como manchada, como rota por una torpe -inútil- decisión diplomática.

Y lo trágico es que el error cometido por nuestra diplomacia contra el Peñón sería también aplicable a todo el estrecho de Gibraltar. Me pregunto: ¿cómo hemos podido ignorar -abandonar- a los hebreos sefarditas, conocedores, mejor que nosotros, de nuestro romancero? Estos hebreos sefarditas que dejaron sorprendidos por igual a don Ramón Meriéndez Pidal que a don Américo Castro. ¿Cómo pudimos marcharnos de Marruecos olvidándonos de no pocos árabes, beréberes, rifeños que, de verdad, se sentían compenetrados con nosotros? Por supuesto, Francia lo hizo de manera muy distinta.

La influencia española -la expansión de lo español- se ha producido siempre a nivel popular. Tema éste que apasionaba a Alejo Carpentier. Nunca a nivel cultural, como le ocurre a Francia, o a nivel económico, como le ocurre (o mejor: le ocurría) a Inglaterra. Pero de ello no parecen haberse enterado nuestros gobernantes. Ni los de antes, ni los de ahora.

No traten pues el problema de Gibraltar a alto nivel, traténlo bajo nivel, y acertarán. Ni el Foreign Office ni el palacio de- Santa Cruz tienen la más remota idea/noticia de aquel cuplé que cantaba Carmen Flores. Y este insignificante detalle es -aunque no lo parezca- grave.

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