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El almirate regala cerveza y queso

Juan Cruz

Bertrand Rusell hubiera dicho que donde es posible la guerra no es probable la risa. Torrente Ballester, más cerca, ha preguntado lo que preguntaría un gallego de La Ramallosa: "¿Cómo es posible que la cultura y la civilización, en vez de liberar a los hombres de la estupidez, parece que se la han incrementado? Porque está sucediendo lo mismo que en la edad olímpica, aunque a escala planetaria y con medios más sofisticados".Es la ignorancia olímpica de los hombres. Antes nunca fue mejor, a pesar de que la nostalgia nos haga mirar como seres distraídos hacia un pasado aprehensible: es un efecto de la literatura; antes todo era mucho más en blanco y negro y ahora la mayonesa se hace ligera, volamos más rápido y el Readers Digest nos disimula la estulticia cuando queremos saber cuál es el resumen de un libro. Hemos ganado, pues, aunque seguimos siendo unos herederos dignos de las bestias.

Borges -¿qué dirá Borges hoy, estrenando su Espasa, paseando ciego por la calle de Corrientes?- lo tiene escrito en su historia universal de la infamia: no hubo tiempos más o menos estúpidos; los hombres son los que hacen que cualquier tiempo parezca infame. Pero como él es otro, un ser múltiple que para reirse ha inventado los espejos, estará creyendo que lo que ocurre en la arena -arena, su palabra preferida- de las Malvinas pasa en realidad en una ficción que no hubiera imaginado Homero. Y qué no hubiera dicho Darwin.

Los disparos siempre han sido iguales y siempre han matado gente. La distancia es el olvido una vez más: como no oímos, desde aquí, los disparos, parece que cuando se hunde el Be1grano -o el Hermes, para este caso- se van con él unos supuestos estratégicos que convienen a una guerra cuyo resultado final -como en la monotonía del fútbol- es el que interesa. ¿Qué importa un muerto más?, preguntaría el caricato Pavlovsky al término del espectáculo terrible.

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Pero, en fin, es la guerra. Luego contarán la historia, harán ligero balance de los muertos y nosotros seguiremos acudiendo, de nuestro corazón a nuestros asuntos, a la comedia diaria del ilimitado progreso de la civilización sobre cuyas plumas de pájaros de mal agüero creemos descansar un sueño bendito.

Es un sueño maldito del que no despertaremos jamás.

Tiene que acabar la guerra para que los hombres recuerden, con espanto, qué bello es el ejercicio interminable de la reconciliación, de la generosidad, de la solidaridad. ¿Pelear por un trozo de tierra, reclamar en un mundo tan poblado, tan despoblado, tan bilingüe, que se definan aún más los límites de las patrias? Drieu de la Rochelle decía -lo conservo entre los papeles viejos como papel nuevo- que la patria es un lugar común en cuyo tópico caernos para no levantarnos de otros yerros.

Antes, quizá, había otros modos, pero el final era el mismo: morían los hombres; en Vietnam los norteamericanos atacaban -la ficción de Coppola no es tan ajena a la realidad- escuchando a Wagner; ahora se ha explicado en Viena que Hitler oía parecidas músicas para iniciar las matanzas; los ingleses supongo que se llevarán las aventuras de sir Walter Scott mientras los argentinos repasan capítulos del Eclesiastés para que las balas -y los inteligentes misiles, qué barbaridad- lleguen más certeras al objetivo final: el cuerpo.

Nelson atacaba después de escribir cartas a lady Hamilton y luego reconocía en los cuadernos de bitácora los objetivos de sus afanes de conquista. Por esa mala cabeza imperialista que en el siglo XVIII parecía menos imperialista, porque casi todo el mundo era expansivo- perdió el brazo que más quería: el derecho. Fue en Tenerife, un 25 de julio, en 1797. Los isleños, comandados por Antonio Gutiérrez, repelieron su agresión, le dispararon con certeza y le dieron en el mismo codo. Luego hubo otros heridos, algunos muertos, pero esos nombres se quedan en la memoria anónima, como ocurre ahora. Lo que pasa es que Nelson era un gallardo caballero y aquello terminó en una paz idílica, dentro de la conturbación lógica de los propósitos del imperio: los isleños de Gutiérrez recogieron al ilustre herido, le curaron -en lo que pudieron- y lo devolvieron a su tierra. Hoy pasea la vergüenza de su derrota desde lo alto de Trafalgar Square, aunque los isleños fueron tan generosos que le dedicaron una calle llena de jazmines -una hermosa calle- en Santa Cruz. Gutiérrez tiene una calle menor. Un periodista quiso una vez que se reparara la injusticia histórica y pidió para Gutiérrez una vía más ancha. Por poco corren a gorrazos, los propios isleños, al proponente.

Tenerife tiene la visita de Nelson como uno de los acontecimientos más importantes de su historia: fue una enseñanza y una respuesta; todo el mundo se acuerda de aquello para despreciar la guerra y odiar la muerte; Nelson no es allí sólo un invasor, es también un símbolo muy preciado que casi pertenece tanto a aquella isla como a la Inglaterra que lo hizo así. En La Palma un taxista fue bautizado Nelson hace unos setenta años; hace veinte, cuando estuvo Winston Churchill en La Palma en el yate de Onassis y Jacqueline, el líder conservador de la guerra se encontró con Nelson y le dedicó una caja de puros con una frase nostálgica: Para Nelson, de Churchill.

Siglos antes, Nelson escribió dedicatoria parecida: tan agradecido estaba a los cuidados que le prodigaron sus vencedores tinerfeños, que escribió una carta al comandante Gutiérrez con esta posdata histórica: "P.S. Confío en que su excelencia me hará el honor de aceptar este casco de cerveza inglesa y este queso".

La guerra está repleta de anécdotas. La infamia de los hombres es capaz de adornarse con sonrisas. Ya nos reiremos algún día, fatalmente, de los dramas absurdos que nuestra enorme estupidez nos permite analizar como si se refirieran al otro lado del mundo. Ni cerca ni lejos: la guerra está aquí y permanece en otro lugar porque ahora así conviene.

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