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Arte para supervivientes solos

La historia del teatro o, si se prefiere, su leyenda es una feroz batalla para sobrevivir. Esto vale tanto para España como para cualquier otro lugar del mundo en donde exista un escenario.Al acabar la segunda gran matanza mundial los problemas pacíficos, en tregua obligada, se agudizaron. Tras los exterminios y horrores, el progreso, o como quiera llamársele, dio una excusa para la aparición o mejora de un montón de cosas nuevas, casi todas ellas artículos de consumo. Las guerras tienen esa discutible cualidad: se puede probar, experimentar y desarrollar tecnología a unos costes muy bajos, salvo, claro está, el más importante, que es el de las vidas humanas.

La sociedad no estaba preparada para resistir el espectáculo de ese proceso inventivo. Técnicas muy sutiles proporcionaron al consumidor nuevas y atractivas realizaciones, tanto en el cine como en la televisión o la radio. Las pantallas se agigantaron, el sonido se multiplicó por cuatro y las ondas ya no emitieron con intermitencias. Los aparatos de música -reproductores, cintas magnetofónicas, casetes, etcétera- se convirtieron en complejas joyas sofisticadas. La cibernética se utilizó en las artes plásticas, las esculturas dejaron de ser estáticas y un infinito número de cantantes con voz de gato hizo ruborizar hasta el recuerdo de Carusso.

Con estos descomunales adelantos -para machos, un retroceso o una suplantación- resultaba casi chocante que el teatro, en su esencia, continuara supeditado a determinados y fundamentales condicionantes. Para entendernos es válido un ejemplo: ¿cómo se hace para prescindir del actor? Veámoslo de otra manera: ¿cómo representar Yo me bajo en la próxima, y usted? sin contar con Concha Velasco o Adolfo Marsillach? En una grabación, una guitarra puede transformarse en quince guitarras tocando al unísono, pero en el teatro esa transformación es imposible. El sujeto humano, con su estatura y con su peso, con su sangre y con sus huesos, está arriba, en el escenario. Tiene unas manos y un rostro que ninguna lente japonesa puede agrandar o empequeñecer. Su voz debe llegar hasta la última fila de plateas, y no le está permitido el empleo de un modesto micrófono. Sus gestos, ensayados y medidos, duran nada más el instante en que se producen frente al público. El teatro no puede disimular la humanidad del actor, sus imperfecciones son irrepetibles, aunque represente mil veces el mismo personaje de una misma obra. De ahí que, al intentar deshumanizarlo mediante técnicas maquinistas, el teatro sufriera una convulsión que todavía colea espasmódicamente.

Las respuestas del teatro ante los prodigios tecnológicos, en términos generales, se reducen a dos, con una subsiguiente propuesta, como decía aquel diputado catalán de las Cortes de la República: que los dos problemas podrían reducirse a tres. Unos aceptaron todos los artilugios aplicados a la escena, sin más; otros rechazaron los juguetes y decidieron reducir los espacios escénicos, restringiendo la posibilidad de llegar a públicos mayoritarios e incluso corriendo el riesgo de ser tachados de esteticistas. Pienso que la disyuntiva es despiadada. El teatro necesita coincidencias y no propuestas antitéticas, ya que, al aceptar o rechazar opciones, lo único que se ha conseguido es que pierda parte de sus valores sustanciales. Lo diré así: el planteamiento implicó para el teatro inmunizarse en la inoperancia, aceptando como una desgracia irreversible la propia declinación, pues no le quedaba más remedio que disfrazarse con las vestimentas de la parafernalia prestada.

En ese contexto, y como tercera propuesta, aparece el Estado. Hubo algunos intentos afortunados; pero, claro, si el Estado participa, resulta muy complicado evitar los intervencionismos o, cuando menos, elcontrol, eso es, el condicionamiento ideológico. Pero, al margen de sumisiones o rechazos tecnológicos, existe la evidencia de que la sociedad en algún momento entenderá que el teatro, como los transportes, la electricidad y los teléfonos, es un servicio público, tanto en su sentido estético como cultural.

La comprensión del problema social del teatro generó en Europa la creación de organismos de gran cantidad artística, tales como el Teatro Nacional Popular, de Francia; la Royal Shakespeare Company, de Londres, o el Piccolo Teatro, de Milán. El Berliner Ensemble, de Bertolt Brecht, tanto por la figura épica de su fundador como por personales razones de admiración, creo merece unas particulares consideraciones, independientemente de estas reflexiones en voz alta. De todas maneras, el Berliner no deja de ser el paradigma de lo que significa el teatro social.

El TNP, la Royal y el Piccolo, como aproximación popular, no innovaron gran cosa y se limitaron a repertorios clásicos. Pero más importante que comenzar por lo más conocido fue recorrer y analizar rutas por las cuales pocos se atrevían a adentrarse; pensar y desmenuzar todo el proceso teatral, introducirse en la trama de las relaciones políticas, sociológicas, económicas y psicológicas que condujeron a un estado de situaciones inaceptables. Con posterioridad se determinó una estrategia racional a medio plazo para lograr salvar un arte, con la convicción de que esa salvación es una necesidad, que tiene sentido el hacerlo, que el teatro propicia una intercomunicación actor-espectador-sociedad. En definitiva: que teatro y hombre son la misma cosa.

Peter Brooks fue uno de esos pensadores, uno de esos analistas. Formado en la dirección clásica, era lógico que iniciara su experimento con Shakespeare. Rey Lear y Sueño de una noche de verano, montados por la Royal Shakespeare, son hoy leyenda, al igual que Marat Sade, de Peter Weiss. Sobre este particular vale la pena releer The Empty Space, escrito por Brooks durante los entreactos, en la década de los sesenta. Sus experiencias, sus lúcidos análisis, su profundo conocimiento sobre la magia y misterios del escenario son una visión deslumbrante.

En The Empty Space, Brooks prefigura soluciones. Con el apoyo de la Unesco, crea en París el International Centre of Theatre Research, banco de pruebas para las investigaciones y también un laboratorio de ideas capaz de estudiar el modo en que el teatro moderno puede utilizar con eficacia los elementos más dispares. Para Brooks, el actor se balancea entre el rigor y la improvisación, entre el racionalismo y la espontaneidad, siempre como elementos que van al choque, tal como sucede en la vida. En su tratado, el director nos recuerda: "El escenario es un espejo levantado en una sala o frente a la naturaleza. Refleja las contradicciones del mundo, la diversidad de un público que sin él no tendría ninguna ocasión, salvo revoluciones o guerras, de reunirse. Comunicar esta multiplicidad de reflejos exige el uso de varias formas. Shakespeare utilizaba en su obra todas las armas literarias posibles, no obedecía a ninguna regia. A través de estos medios, en apariencia incompatibles, aparece no ya un estilo de vida, sino la vida misma".

El Centro de Investigaciones Teatrales, con actores de distintas culturas y nacionalidades, con hombres y mujeres socíológicamente dispares, produjo, bajo la sabia batuta de Brooks, Orghats para el Festival de Persépolis. Kaspar y su heterogéneo grupo actuaron en los arrabales de París. Timón de Atenas, del inseparable Shakespeare, lo representaron en Estados Unidos, en África y, más tarde, en el reinozado Les Bouffes du Nord, en París. Los iks, la triste historia de una tribu ugadensa que muere lentamente, también subió a los escenarios de Europa y África. El teatro no tiene por qué parecerse a la vida, pues el teatro es la vida misma, lo mismo para los actores que para nosotros los espectadores. Sin artilugios. Tan sólo ellos arriba, en el escenario, y nosotros solos abajo, en las plateas. A la manera de Brooks. Porque, en el fondo, siempre estamos solos en los grandes acontecimientos de la vida.

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