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Otra vez del avión a la mula... ¡Qué dicha!

De modo que hice las maletas, encomendé mi alma a media botella de whisky y me subí en el Concorde. Llevaba casi dos horas en una sala de espera del aeropuerto Charles de Gaulle, de París, que casi en todo sentido parece una estación espacial, y no había dejado de mirar un solo instante, a través de los cristales panorámicos, aquel esbelto pájaro en reposo, con sus inmensas alas extendidas; y no hacía más que preguntarme, entre cada sorbo de whisky puro, por qué había llegado a ser tan cobarde que no tenía valor ni siquiera para desistir de la aventura. Al lado del Concorde pasaban los otros aviones de estirpe más modesta sin que nadie dijera adiós desde las ventanas, sin nadie que llorara de desolación en el muelle, como ocurría cuando zarpaban los barcos de otros tiempos, sin dejarnos siquiera el consuelo de sus bramidos de adioses, y el corazón se me encogía cada vez más al comprobar que el avión más veloz y más caro era el más pequeño de todos, y sus ventanas eran apenas tan grandes como la palma de la mano, y su envergadura era menor de la de los primeros aviones de hélice que asombraron al mundo. Meterse en aquel cohete, a dos veces la velocidad del sonido, sólo por llegar a Nueva York tres horas antes que un avión convencional, era una temeridad senil. Sin embargo, ahí estaba yo, entre los ejecutivos impasibles y las radiantes putas de lujo, sintiendo que ni la vida dura ni la vida muelle habían cambiado nada dentro de mí desde aquel ardiente mediodía de quién sabe cuándo en que mi abuelo me subió por primera vez en el tren de Aracataca. Era lo mismo: también ahora iba en brazos del miedo, que es el único abuelo que me quedó desde que se murieron los de carne y hueso.Un amigo colombiano me había explicado el Concorde con una frase fulminante: "Es igual al DC-3, pero a toda mierda". No tengo que agregar ni quitar una letra a esta definición. Su longitud es casi cuatro veces mayor, pero la altura del techo, la estrechez del corredor central, el tamaño de los asientos son los mismos de aquellos aviones primitivos en que atravesábamos selvas y saltábamos montañas con la irresponsabilidad feliz de la juventud.

No había, pues, ninguna razón para tener ahora más miedo que entonces, salvo por la diferencia poética de que las vacas de antaño dejaban de comer para ver pasar los aviones por encima de los potreros y, en cambio, el Concorde navega por un cielo solitario que ya no es de este mundo. Salvo por eso, todo lo demás parece igual. Inclusive por lo que me pareció lo más importante: la ambientación interior. Uno espera encontrarse dentro de una cápsula sideral, con una estética diferente a la de los otros aviones mortales; pero, en cambio, es la misma de los hoteles de provincia donde uno pasaba las noches llorando de soledad. "Por este precio", dijo una señora que regresaba de los servicios sanitarios, "bien podían tener un Picasso colgado en cada Concorde". Me sorprendió por la lucidez con que había logrado expresar una idea que me hubiera hecho falta para explicar mi desazón.

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Una noche perdida

Una de las pérdidas que más me han dolido y desconcertado en la vida fue la de una noche completa en un vuelo de Los Angeles a Tokio. No la volví a encontrar jamás, y cada vez que la recuerdo me pregunto qué hubiera hecho con ella, si no sería esa la noche más feliz que ma, estaba destinada, y que se me perdió para siempre por no quedarme quieto en rni casa. En efecto, salimos de Los Angeles un domingo a las dos de la tarde y llegamos a Tokio a las dos de la tarde del lunes, después de volar once horas a pleno día. Lo primero que noté al desembarcar era que faltaba en mi vida la noche del domingo, no sólo con sus horas contadas, con su cielo y sus estrellas, sino también con su sueño. Esa noche, en el inmenso hotel de Tokio, donde lo despiertan a uno con computadoras ocultas que cantan corno pájaros, yo no me preocupaba por tantas y tantas maravillas de la ciencia, sino que me sentía agobiado por la zozobra de estar tratando de dormir en una noche que no era la mía.

En el Concorde, la confusión del tiempo es más amarga, porque uno s,ale de París a las once de la mañana y llega a Nueva York a las ocho de la mañana del mismo día. Los más avanzados en estos misterios de la ciencia habíamos terminado por aceptar la confusión convencional de que uno saliera de París a las doce del día y llegara a Nueva York a las dos de la tarde, después de haber volado siete horas. Pero desayunar una vez en París y volver a desayunar otra vez en Nueva York el mismo día a la misma hora es una usurpación inadmisible de los misterios reservados a la poesía. Sin embargo, esas curiosidades físicas que todos aceptamos como normales, pero que yo no he logrado entender nunca por más que mis amigos sabios me las explican con números y dibujos, dejan de ser poéticas cuando uno sabe cuál es el riesgo a que uno se somete para hacerlas posibles. En realidad, este avión supersónico, que es en sí mismo una proeza de la inteligencia humana, vuela a 2.200 kilómetros por hora, o sea, más de seis veces más que su bisabuelo de hélice. Para conseguir esa velocidad de vértigo tiene que elevarse a casi veinte kilómetros de altura, donde ya no hay más aire, donde la temperatura invernal es de 66 grados bajo cero y la presión atmosférica es unas veinte veces menor que la del mar. Para que uno pueda disfrutar del servicio exquisito, tomar todo el vino de champaña que se desea y extasiarse con los mejores quesos del mundo en semejantes condiciones es necesario que el ámbito de la nave se mantenga igual que al nivel del mar. Es decir, que entre la presión exterior y la interior hay una diferencia tan grande, que cien viajeros felices van dentro de una bomba dos veces más veloz que el sonido, y que una simple fisura invisible bastaría para convertirlos a todos en glorioso polvo de estrellas. Sería no sólo la forma más moderna de morir, sino tal vez la única garantizada de morir para siempre en cuerpo y alma.

La resurrección del dirigible

Por fortuna, en la única revista que encontré a bordo había un artículo consolador, sobre la posibilidad inminente de que el dirigible, el manso y venerable dinosaurio de la aeronáutica, sea resucitado con fines comerciales, cuarenta años después de que el gigantesco Hindenburg fuera consumido por las llamas en New Jersey, con un saldo de 36 muertos. El Hindenburg había hecho 144 vuelos a través del Atlántico, y su única falla fue la causa de su desastre: estaba inflado con oxígeno, que es un gas inflamable. El nuevo dirigible, en cambio, estará inflado con hello, y hay ya una versión británica que entrará en servicio entre Londres y París dentro de cinco años, con una carga útil de dos toneladas y una velocidad de 115 kilómetros por hora. Pero habrá otra versión norteamericana capaz de le llevar setecientos pasajeros a través del Atlántico, con dormitorios, corredores de lujo, salas de fiesta y espacios de recreo, pero a no más de treinta metros sobre el nivel del mar. Algo así como un barco que volara a una velocidad humana de quinientos kilómetros por hora, sin prisas ni sobresaltos, para que sea otra vez verdad el placer de viajar. Fue muy dificil y muy doloroso pasar de la mula al avión, pero ahora vamos bien en el viaje de regreso Otra vez del avión a la mula.

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