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La resurrección de Nostradamus

Cuando yo era chico, alguien, no sé quién, probablemente un clérigo ocioso, se sacó de la manga las profecías de san Malaquías. Ahora, según veo, es Nostradamus quien está de moda. Sin contar, claro está, los augurios indígenas de la madre Ràfols. Y más cosas. Se trata, en cualquier caso, de amargarnos la vida por el procedimiento expeditivo de anunciarnos un inmediato fin del mundo. Y el hecho cierto es que, más o menos, tales paparruchas suelen tener un determinado éxito. No demasiado, por supuesto. Pero sí despiertan una curiosidad, obviamente morbosa, acerca de esa catástrofe hipotética que puede acabar con todo. Estoy seguro de que, exceptuada alguna minoría excéntrica, nadie cree en ello. El apocalipsis para pasado mañana es una tradición tan antigua y tan repetidamente desmentida que lo más lógico es echarse a reír. ¿Cuándo no hubo profetas? Desde Isaías a Aldoux Huxley, la lista sería larga y tupida. Con un común denominador: la catástrofe. Desde luego, catástrofes no han faltado. Sólo que todavía estamos aquí para lo que nos quieran mandar (y, ¡ay!, siempre mandan los otros).Mi inclinación personal es tomarlo a broma. Lo inquietante sería -y no deja de serlo- esa vaga ansiedad sobre lo que pueda ocurrir, y que, en vez de ser un problema de cálculo político, se echa en un misterioso saco de revelaciones o en la predicción pesimista de las estructuras mismas de la sociedad, y valga la fórmula. Las revelaciones resultan difíciles de tragar: uno, puesto a imaginar, no alcanza a imaginar tantocomo suponer que el Espíritu Santo inspirase simultáneamente a san Malaquías, -a Nostradamus y a la madre Ràfols, sin contar con la fauna paleotestamentaria o neotestamentaria, y el resto. Lo otro, el pesimismo reaccionario, o no tan reaccionario, se basa ya en interpolaciones doctas, de las llamadas ciencias sociales, que asumen unos agobios evidentes y los exageran. No cabe duda de que el futuro de la humanidad no es exactamente sonriente. Ni el progresista más empederilido se atrevería a afirmarlo. (Por lo demás, ya casi no quedan progresistas ... )

Sea como fuere, a mi entender, lo que horripila no es tanto la idea de un milenarismo siniestro como los conductos con que se vaticina. Lo de Nostradamus es una tontería. Como lo son -y ustedes perdonen- san Malaquías, la madre Ràfols y el mismísimo Apocalipsis canónico. ¿Cómo no alarmarse, en cambio, ante los imperialismos en pugna, con el afán de hegemonías de clase, con las consecuentes carreras armamentísticas? Peor todavía: esa fatua tendencia, mal administrada, que desde las alcobas o desde donde sea multiplica la especie locamente, ¿no es algo tan peligroso como una hecatombe bélica? Lo uno y lo otro van a medias. Los demógrafos -y en particular esos señores tan divertidos que se ocupan de antropología cultural- no aseguran que las guerras sirvan al menos para mitigar la angustia. Una guerra, habitualmente, comporta defunciones y preñeces: más funciones que preñeces, a menudo. Y la tarta a repartir es una, llámese energía, o alimentos, o medicinas, o lo que sea. Cuantas más bocas -y no hay boca que no pueda calificarse de hambrienta-, cuantas más bocas haya, digo, a menos ración salimos. O saldrán. El comportamiento global más terrible es este: las armas y la nutrición, cada vez más exigentes. Y la industria y el comercio que de ello depende. Y la limitación de los recursos naturales y artificiales.

Es un problema de producción-consumo que, en definitiva, ya empezó en el Paleolítico. La parábola de los lirios del valle y

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los pajaritos del cielo no vale, y cuando el Cristo la propaló se olvidaba de las drásticas condenas del Génesis. El hombre empieza a ser hombre, históricamente hablando, o antropológicamente hablando, cuando llega a entender esa relación entre la producción y el consumo. Un desequilibrio, voluntario o involuntario, se traduce en drama, y es lo que pasa. La consecuencia puede ser el hambre, puede ser el despilfarro y puede ser el crimen en sus más variadas y. vistosas frecuencias, desde el navajazo o el tiro de revólver hasta la Inquisición o el colonialismo feroz, y puede ser la enfermedad.... Un detalle anecdótico podría ser que en el Reino de España últimamente ya no se airean tanto los premios a la natalidad: a las familias numerosas. Franco y sus arzobispos concordaban en eso más que en la distribución de mitras. La reproducción del vecindario así fomentada -y fomentada con otras argucias- daba más soldados a la patria -y más almas a Cristo.

Este es un planteamiento ideológico que raramente practican quienes lo predican, y el desgraciado matrimonio prolífico se contentaba con una condecoración... Nostradamus, al elaborar sus profecías, no pensaba en eso. En realidad, no pensaba en nada: se entregó al juego de sus fascinaciones, como todos los profetas. Un profeta es, por definición, un neurópata: un neurópata hábil, sibilino en sus palabras. ¿Y qué fueron las Sibilas clásicas, sino unas señoras histéricas?... Si a finales del siglo XX Nostradamus vuelve a ser, o consigue ser, un best seller, es que la clientela es idiota. Puede que sí, puede que los centros de poder más decisivos estén hoy en manos de unos dementes -los centros de poder casi siempre estuvieron en manos de dementes: Atila o Hitler, Gengis Khan o Stalin, Felipe Il o los ayatollahs...-, y disponen de una capacidad letal sin precedentes. Que estamos al borde de un volcán, ya lo sé. ¿Y somos conscientes todos del riesgo?

La alternativa podría ser el Manifiesto. Pero el Manifiesto ha sufrido, y sufre, tantas y tan pintorescas lecturas como el Evangelio según san Marcos. Lo han convertido en agua mineral. Y además la terminología se hace borrosa. ¿Quién es verdaderamente socialdemócrata en Madrid? ¿Quién es verdaderamente socialdemócrata en Madrid: Felipe González o Fernández Ordóñez, o -tampoco me sorprendería- Fraga Iribarne? Todos son unos: todos o casi todos pactan. Y pactar es ceder. Hay unos que ceden más que otros... Nostradamus no se rebajaba a estas anécdotas, ni falta que le hacía. Sus logomaquias se olvidarán y nuestra realidad cotidiana seguirá siendo cruda y cruel... Aplazo el comentario para otro día. La ventaja de mi óptica es la de ser lejana y un poco rupestre.

No saltaré ahora de Nostradamus al fantasma del Estatuto valenciano, pactado y amasado en una determinada ocasión. Fue un mal pacto, y fue un mal pacto esa estupidez administrativa que llaman "la España de las autonomías"... Volverán a ceder los que tienen la claudicación como costumbre. No importa. Nostradamus ... ¿Y por qué no Isaías?

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