La Constitución y su oportunidad histórica
Se cumplen hoy tres años de la sanción y promulgación de la Constitución por S. M. el Rey ante las Cortes. Con tales actos -manifestación de voluntad personal en el Estado absoluto y de compromiso o función institucional en el Estado democrático-, el texto refrendado por el pueblo español cumplía los últimos requisitos del procedimiento legislativo constituyente para convertirse en norma jurídica cuya vigencia se iniciaría, por mandato contenido en su disposición final, «el mismo día de la publicación de su texto oficial en el Boletín Oficial del Estado», es decir, el 29 de diciembre.Sería, sin duda, pretencioso emitir un juicio rotundo sobre el éxito o el fracaso de una ley constitucional con tan escaso tiempo de vigencia. No está de más recordar la distinción, elaborada principalmente por la doctrina anglosajona, entre ley constitucional, o código político escrito, y Constitución, entendida ésta como conjunto de leyes y costumbres arraigadas como moral positiva en gobernantes y en ciudadanos. La ley constitucional es fruto de la razón y de la voluntad políticas imperantes en determinadas circunstancias históricas de un pueblo. La Constitución es, por trascender a un mero cuerpo racional normativo, expresión de la historia misma de ese pueblo. Los jurisconsultos romanos solían ufanarse de las leyes o «constitución» de la República con estas palabras del viejo Catón: «Nec una hominis vita sed aliquod constituta saeculis et aetatibus».
Al escribir hoy sobre nuestra Constitución no ocultamos la aspiración de que lo que es norma vigente sea además, en el futuro, con las reformas y adaptaciones que la historia aconseje y el pueblo decida, pauta ordinaria de convivencia. Pero incluso hoy, y aun desde el día mismo en que entró en vigor, la Constitución se manifiesta no sólo como norma jurídica, sino como afirmación inequívoca y auténtica, por la libertad del refrendo que obtuvo, del ser de España.
La Constitución española, ley de leyes, consagra como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, este último manifestación institucionalizada de libertad real (artículo 1. l).
Junto a esos valores, la Constitución garantiza, es decir, asume como irrenunciables, los principios de legalidad, jerarquía normativa, publicidad de las normas, irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, segurid ad jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad. de los poderes públicos (artículo 9.3).
A través de esos valores y principlos, la Constitución se nos revela como expresión del ordenamiento jurídico en su unidad normativa. Es decir, es antes fundamento que fuente de ese ordenamiento (y con ese alcance es mencionada en el apartado 1 del precitado artículo 9).
Pero más allá de toda dimensión normativa estricta, el jurista debe atender «fundamentalmente al espíritu y finalidad» de las normas constitucionales, como preceptúa con carácter general el artículo 3.1 del Código Civil. A la fidelidad de ese principio interpretativo deberá atenerse incluso el que, en su fuero intemo, no acepte la, Constitución como formulación institucionál concreta, y ello por cuanto que, como jurista, debe ser beligerante en favorecer la paz y el progreso en libertad de todos los ciudadanos.
A ese testimonio de noble política de Derecho deberá también responder la clase política tentada de acudir, en este como en otros países, al recurso fácil del pacto permanente, con olvido del cumplimiento, ejemplarizador e inequívoco, de las leyes.
La Constitución, además de un hecho normativo, es, como hemos apuntado antes, un hito histórico que reafirma la presencia de España en el concierto de las naciones libres.
A finales del siglo XVIII, los Estados europeos se consolidan gracias a una burguesía renovadora, protagonista primero de la revolución industrial, y después de una revolución política que, sobre todo en Francia, valoró la Constitución como un bien público codiciable, aunque no falseable. Así, el artículo 16 de la Declaración de Derechos
del Hornbre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, proclamaba que «toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes establecida, no tiene Constitución».
En España, con el reinado de Carlos IV (1788-1808), quiebra la política reformista de su padre, el ilustre, además de ilustrado, Carlos III. El miedo a la revolución francesa acabaría transformando el despotismo ilustrado en despotismo ministerial, como reconocen Reglá y Alcolea. Con un poder político inseguro, a la pérdida del imperio ultramarino seguiría una lenta agonía. El virus del desencanto incubaría en la conciencia española, alimentado, a causa del aislamiento del exterior, por la ignorancia.
El siglo XIX español es una sucesión de hechos con los que los españoles reiteran su olvido de lo que Ortega advierte en su España invertebrada: «Una nación es, a la postre, una ingente comunidad de individuos y grupos que cuentan los unos con los otros»; y «esta función de contar con los demás tiene sus órganos peculiares: son las instituciones públicas, que están tendidas entre individuos y grupos como resortes y muelles de la solidaridad social». Estos resortes y muelles se rompieron una y otra vez. Tuvimos en un siglo seis Constltuclones y nos faltó un Estado.
Hoy, con una Constitución animada del deseo de «consolidar un Estado de derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular», tenemos la obligación de esforzarnos; porque España no vuelva a fracasar.
Con fino instinto de jurista y de hombre de Estado, Cánovas del Castillo, en un discurso pronunciado hace ahora un siglo ante la, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, afirmaba: «Sin ley, superior que ir consciente y sucesivamente comprendiendo y realizando, no hay progreso, sino puro y, simple movimiento».
Pero la Constitución, no nos engañemos, no es un remedio taumatúrgico o mesiánico a nuestros problemas. Como recordaban los partidarios de la independencia de las colonias de América del Norte, en vísperas de conseguir aquella, «la felicidad pública depende de una adhesión honesta y firme a una Constitución libremente adoptada». Esa adhesión responsable, de los individuos y de los grupos, a los principios constitucionales y el respaldo efectivo de las instituciones del Estado es la garantía del mandato constitucional, y no la Constitución por sí misma.
En un reciente acto público, el senador Justino de Azcárate, con inteligencia política y gran elegancia conceptual, respondía a una pregunta sobre el valor de la primera ley del Estado con estas palabras: «Gracias a la Constitución, los españoles podremos entendernos en voz baja».
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