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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El Estado y la sociedad civil / 1

Padecemos en España un aluvión de discursos y declaraciones sobre las bondades de la sociedad civil y los excesos de la intervención del Estado, que solamente sirven para generar confusión. Sin ningún rigor teórico y con bastante ignorancia histórica circulan por nuestra vida política individuos que no paran de hablar de «modelo de sociedad», de «burocracias estatales», de «libre juego creador» y otras lindezas parecidas, encaminadas a resucitar una confrontación entre el Estado y la sociedad civil típica del siglo XIX, sin ver claro cuál es nuestra realidad y sin saber de dónde vienen las cosas.La oposición dialéctica entre el Estado y la sociedad civil respondía a un largo proceso de emancipación del individuo frente al poder eclesiástico y al poder estatal. El mundo moderno trae consigo un incontenible impulso de liberación, que se irá manifestando en la exigencia de libertad, de tolerancia y de igualdad, como premisas indiscutibles del hombre burgués y que, después de muchas luchas y avatares, desembocó en la sociedad liberal. El proceso, no obstante, fue muy desigual en los diferentes países y los distintos elementos de emancipación individual corrieron suertes muy varias. En general, puede decirse que el camino para la conquista de la igualdad es más complejo y está más lleno de dificultades que el de la libertad. Inglaterra hizo casi una religión de la desigualdad y Francia dejará al mundo su mensaje de igualdad, al lado de la libertad y la fraternidad. Pero la cuestión debe abordarse con cuidado, porque el mismo Voltaire estaba en contra de la igualdad económica.

La igualdad jurídica

Ahora bien: ésta es precisamente la cuestión. Mientras algunos no ven más allá de la mera igualdad económica, la verdad es que la esencia de la lucha inicial por la igualdad no es económica, sino jurídica. La igualdad que la Revolución francesa propugna, con excepciones de escaso eco, como el igualitarismo económico de Babeuf, es una igualdad jurídica. Y eso, a veces, no se quiere recordar.

Si examinamos con atención el sistema de clases en varios países europeos, podemos ver cómo la desigualdad originaria era, sobre todo, una desigualdad jurídica, más que económica. Los derechos civiles y los derechos políticos eran muy distintos para los hombres de las diferentes clases y es ahí donde se centraban las reivindicaciones de los reformadores. No se trataba de proclamar la igualdad de capacidades, de talento, de ingresos o de riqueza de todos los hombres, como han desvirtuado con frecuencia los conservadores del más variado signo, sino de proclamar la igualdad de la condición del hombre.

Hace medio siglo, en un luminoso ensayo sobre la igualdad, ya escribió Tawney: «Criticar la desigualdad y desear la igualdad no es, como a veces se sugiere, abrigar la ilusión romántica de que los hombres sean iguales en carácter y en inteligencia. Es sostener que, aunque sus prendas naturales difieran profundamente, es característico de una sociedad civilizada aspirar a eliminar aquellas desigualdades que tienen su fuente, no en las diferencias individuales, sino en su propia organización, y que es más probable que las diferencias individuales, que son fuente de energía social, sazonen y encuentren expresión si las desigualdades sociales disminuyen en todo lo que sea posible ».

Las doctrinas que culminaron en la Revolución francesa partieron, en gran medida, de quienes querían acabar con los privilegios y las desigualdades jurídicas. En el viejo régimen, la diferencia básica no era entre pobres y ricos, sino entre gentes jurídicamente privilegiadas y no privilegiadas. De ahí la insistencia de los reformadores en lograr la igualdad jurídica, que era una igualdad formal y no de hecho, pero esencial para ir hacia adelante. La revolución va a asentar muchos principios igualitarios: la educación universal, la carrera abierta a los talentos, la ciudadanía común, la igualdad ante la ley, la obligatoriedad para todos de pagar impuestos, la igualdad de todos los hombres para emprender toda clase de ocupaciones, la igualdad de derechos para comprar, vender y comerciar y para adquirir cualquier tipo de propiedad. La igualdad no se producía en un sentido de nivelación económica, sino de uniformidad de derechos. Y precisamente ahí se fundamentaban las nuevas justificaciones de la desigualdad económica. La igualdad no significaba ausencia de diferencias sociales, sino unas oportunidades iguales para poder ser desigual. Ya se sabe que eso no era cierto en la práctica, pero fue la palanca de sustentación del nuevo credo de la burguesía triunfante, asentada en una nueva concepción de la propiedad, que da un derecho absoluto a disfrutar, usar y disponer de ella. El Código Civil de Napoleón, aquel código del que dijo el emperador en Santa Elena: «Nada lo podrá borrar», era un código para propietarios. Los trabajadores y el trabajo apenas aparecen en el código y, en todo caso, aparecen subordinados a los patronos, sin poder unirse en sindicatos ni promover huelgas ni otras acciones colectivas de defensa, mientras que a los patronos se les permite sus cámaras de comercio y toda clase de acciones en defensa de su propiedad.

Hay diferencias importantes, sin embargo, entre los países europeos. En Inglaterra, las desigualdades económicas y sociales se defienden desde la sociedad organizada y se le pide al Estado que permanezca al margen, vigilando el orden establecido. En Francia, el poder del Estado asienta unas bases formales de igualdad jurídica y toma unas decisiones que garantizan, de hecho, la desigualdad económica y social. Son dos caminos de la burguesía europea que llevan a una situación en el siglo XIX, que obliga a plantearse la confrontación entre el Estado y la sociedad civil.

La sociedad civil ha surgido en medio de la tensión política generada por las exigencias de libertad e igualdad de la burguesía frente a los privilegios de la nobleza y el clero. Pero también frente al Estado absoluto, su antiguo aliado. Pero ese ámbito de la sociedad civil en el siglo XIX se va a considerar de un modo diferente, según las diversas ideologías. Mientras el pensamiento burgués liberal considera a la sociedad civil como el ámbito para el libre juego de las fuerzas económicas y sociales que el Estado deja en libertad, el pensamiento socialista va a ver a la sociedad como un concepto histórico y concreto, concebido de modo dialéctico como sociedad de clases que luchan por el poder.

Frente a la concepción estamental del antiguo régimen, la sociedad de clases se asienta en el principio de la igualdad jurídica y en la realidad de la desigualdad económica, constituyéndose el Estado en el garante formal de la libertad e igualdad jurídicas y en el instrumento de poder de la clase dominante. Por tanto, la contraposición clásica de sociedad civil y Estado en el siglo XIX venia dada por la configuración de un orden social en el que se querían conciliar libertad y desigualdad. La desigualdad, característica de la vida normal en sociedad, encuentra una corrección en la igualdad jurídica de los ciudadanos, amparada por el Estado. Y por eso el Estado se configura como Estado de derecho, a partir de los principios de legalidad, legitimidad y división de poderes, capaz de defender los derechos individuales -especialmente la propiedad- y las libertades, a través del ordenamiento jurídico. Esta es la razón por la cual Hegel consideraba a la sociedad como el sistema, de necesidades, y al Estado, por el contrario, como la realización de la idea moral y, por tanto, como el auténtico lugar de la libertad.

La libertad y la igualdad

Como si nada hubiera ocurrido desde el siglo XIX, aquí en España asistimos al espectáculo de algunas personas bien intencionadas que siguen creyendo en la posibilidad de un esquema semejante, imaginando a la sociedad como un orden espontáneo dotado de racionalidad y gobernado por el libre juego de las fuerzas en presencia, mientras al Estado se le debe asignar una función ética y vigilante, interviniendo lo menos posible en la vida económica y social, con sus poderes divididos y contrapesados a la manera de Montesquieu, y en espera de que la bondad de las cosas nos depare la mayor felicidad. Son personas que se sienten muy a gusto con filosofías como la de Jeremías Bentham, cuya esencia era creer que, lograda la libertad individual, con el transcurso del tiempo «se establecería por sí sola la igualdad que podrían desear los hombres prudentes».

Tawney dio a esta optimista concepción una respuesta irónica: «Como esos filósofos eran también prudentes, no dijeron qué grado de igualdad pueden desear los hombres prudentes». Pero otros, menos prudentes, sí plantearon reivindicaciones concretas, desde salarios mínimos y derechos sindicales a jornadas de trabajo no extenuantes ni inhumanas, que dieron al traste con esa concepción de la armonía preestablecida de la sociedad civil.

Luis González Seara es diputado y dirigente del partido de Acción Democrática.

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