Loa al Pasteur de la Turdetania
Leo que un primo del jefe socialista Felipe González Márquez ha logrado una "particular vacuna contra la peste porcina. Este primo filipino -de nombre Bertito Márquez- es onubense. Lo cual tiene mucho que ver con su descubrimiento, porque Huelva es una de las provincias más castigadas por la tal peste.Don Benito lleva veinte años de lucha no sólo contra la peste porcina, sitio también contra los organismos competentes. Al parecer, tiene más éxito con los cerdos que con los ministros: los primeros curan y, en cambio, los segundos no le hacen ni caso.
Es el señor Márquez un investigador tan admirable como temerario. Así lo cuenta la noticia: "En 1960 se inyectó sangre de un cerdo apestado y estuvo a punto de morir al intentar conseguir el remedio Estuvo dieciocho meses hospitalizado, y cuando los médicos le daban por imposible, Benito se curó a sí mismo con determinadas hierbas, con las que luego ha curado animales de toda España"...
Este heroísmo nos trae del nasado el recuerdo de un Pasteur, y nos ofrece para el futuro la esperanza de que el jamón serrano nunca falte... Nos trae también nostalgias de la España ilustrada, cuando el padre Feijoo recomendaba la inoculación para combatir la viruela. Los historiadores recogen una carta publicada en 1793 en el más veterano de nuestros periódicos, el Diario de Barcelona. Allí un señor Onofre Caus cuenta que en Adrahent vio a "dos niñas, una de doce a catorce años, y la otra de siete a ocho, y preguntadas qué hacían, dijo la mayor: «Senyor, li empelto la verola». Ya sabe usted que empeltar, en catalán, es lo mismo que ingerir. Y, en efecto, vimos que la mayor le estaba inoculando sus viruelas".
A pesar de las resistencias a lo nuevo, esta como práctica inoculatoria casera no era extraña. La vacuna se hacía con "sangre aguada" de la pústula variolosa de un enfermo. Uno de los casos más conocidos de experimentación fue el del doctor Luzuriaga que trató a 1.223 personas con notoria fortuna. Sólo una de ellas murió: un niño de catorce meses, hijo del propio médico.
(Años después, entre 1803 y 1806, el médico alicantino Francisco Javier de Balmis organizaría una insólita e infantil cruzada sanitaria. Estalló una terrible epidemia de viruela en Lima, y para combatirla preparó una expedición de niños que por inoculaciones sucesivas mantenían activo el virus inmunizador. La cadena salvadora recorrió América del Sur, subió a la del Norte y desde Acapulco marchó a Filipinas, para seguir luego a colonias inglesas y portuguesas del Pacífico.)
Y un año más tarde del experimento de Luzuriaga un "vicario de Arcos" inoculó el virus a carneros y, dado el éxito, decidió continuar sus pruebas, pero siempre con animales, "pues siendo en los irracionales, no hay el miedo tan perjudicial que retrae de ejecutarlas en las personas".
No ha sido este el caso del temerario y filipino Márquez, que arrastrado por su admirable porcofilia muy cerca anduvo de dañarla. El amor al cerdo llevó al Pasteur de la Turdetania a borrar la nunca del todo clara frontera entre racionales e irracionales. Para él los límites van por otro lado: de una parte, el hombre y el hermano cerdo; de la otra, los ministros del ramo.
Y es que con razón señalaba Frazer en La rama dorada que el cerdo fue en tiempos animal sagrado. Más aún: "originariamente divino".
Gran verdad. Pues no de otra forma puede explicarse cómo un animal que cuando está vivo tiene sólo cuatro patas, pasa, tras su fallecimiento, a disfrutar de cien jamones. Milagros de este admirable ser, originariamente divino, sin duda, y desde luego palmariamente cuadrúpedo, que una vez sacrificado se torna ciempiés.
Si no es por un verdadero milagro, no inferior al de los panes y los peces, cómo explicarse la existencia de tantos jamones que dicen ser de Jabugo o de Aracena? Porque según el censo de la gartadería española del Ministerio de Agricultura (cuatrienal), en la provincia de Huelva -patria tanto de ese exquisito jamón como del temerario Bertito Márquez- el número de cerdas de vientre fue: en 1970, de 4.151; en 1974, 5.330, y en 1978, de 2.913 ... Ni siquiera dándose al fornicio con más lujuria que tina cortesana de los tiempos de Calígula e incluso con más ardor que una coneja lasciva podrían estos escasos millares de honestas madres cerdas parir tantos hijos portadores de jamón serrano.
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