El hombre que quería ser William Holden
Cuando teníamos veinte años, en 1950 (y es asombrosa la cantidad de gente que podía tener entonces veinte años), todos queríamos semejarnos a William Holden. Pero yo no quería parecerme a William Holden: eso hubiera sido improbable y aun absurdo. Con su alta estatura, su pelo rubio y sus Ojos azul americano no habría sido su doble, sino otro Tom Castro: un imposible impostor. Era fácil ser su seguro seguidor y, yo quería algo más: quería ser William Holden. Ocurrió poco después de haber querido escribir como William Faulkner sin serlo. Ahora yo quería ser sólo Joe Gillis, ese fracasado escritor de guiones que nunca llegan a la pantalla y fallido amante de una leyenda del cine todavía viva, para su última desgracia. Ella se llamaba, aún lo recuerdo, Norma Desmond, pero era, me parece, Gloria Swanson, que hablaba y gesticulaba al declamar que ya no había caras como la suya en el cine. Acababa de ver (¿se me nota?) El crepúsculo de los dioses, que para mí tenía un más promisorio título: uno que hablaba del brillo estelar y la hermosa decadencia del Hollywood silente, Sunset Boulevard. Esa calle era más que una calle: era la visión de toda imagen que se mueva a veinticuatro cuadros por segundo. En ese bulevar del cine, Holden era un renuente gigoló, y en una de sus escenas más memorables, para quedar desenmascarado como un mantenido oculto de la muy madura y rica dama retirada -como antigua estrella del cine mudo que era-, ella quiere comprarle un ajuar público para su boda secreta. En la sastrería, Gloria Swanson insiste en que pruebe él una magnífica chaqueta de vicuña exóticamente cara y Holden se niega resuelto. Era un poco deshonesto antes., pero ahora quiere encarnar el papel de hombre honesto y resulta no virtuoso sino torpe. Pero el vendedor, avisado, le susurra celestinamente al oído: "¿Por qué no se lleva el caballero la vicuña? Después de todo, es la señora la que paga". Ese momento de cinismo vienés, viejo aire continental, está pedido prestado por el director Billy Wilder a su coterráneo Arthur Schnitzler, el de las comedias agridulces, que son a veces sólo ácidas, como naranjas promisorias que se saben limones del árbol de la vida, más propias de Eva que una manzana roja. Este breve intercambio muestra a Holden en su falsa cima y verdadera caída. Tal miseria moral la logra con tan genuino arte de actor común y corriente revelado sutil de súbito que su actuación le debió ganar el oscar aquel año. No lo ganó, claro, porque el oscar, como todo premio, es la justicia en el espejo: el veredicto primero. Lo vino a ganar tres años más tarde, con Stalag 17, en actuación de fácil monocordia: la sentencia, después. Pero a partir de Sunset Boulevard, hasta William Holden quería ser William Holden. No siempre fue así.William Holden, como Robert Taylor, salió del colegio para entrar al estudio a finales de esos años treinta, en que incluso el esplendor que sería Lana Turner era esa teenager que entra en este mismo momento a una botica americana, sita en Sunset Boulevard, la calle, precisamente, para pedir un batido de fresa y le dan en cambio una prueba para pasar a la p osteridad, o ese cielo raso promisorio que es el cine. O a esa fábrica de cuerpos celestes que es la Metro Goldwin Mayer, desde donde el astuto Louis B. Mayer, astrónomo bizco, miraba, veía doble y anunciaba que había más estrellas en su estudio que en el firmamento. Ambas carreras (las de Taylor y Holden) se parecieron en que corrieron con precisión en direcciones opuestas. Holden tuvo un debú promisorio en Golden boy, (título que se le quedó como apodo por un tiempo), en el papel de un boxeador de mala gana que es en realidad un violinista zurdo no absurdo. Fue esa calidad de gracia de violín, versus presión del músculo, lo que hizo finalmente de Holden el actor excelente que fue en su década dorada, esos años cincuenta que comenzaron precisamente con El crepúsculo de los dioses.
Chico de oro
El gran Rouben Mamoulian fue quien dirigió a Holden en la memorable por feliz, Golden boy. Pero el gran Mamoulian no dirige a un mero Holden en Golden boy todos los días, y William Holden perdió el apodo (y el aura áurea) de chico de oro y se quedó en simple y familiar Bill, su nombre de pila en Hollywood. Después de la guerra (con la aviación sobre Alemania) y de incontables, por innocuas, misiones aéreas, todas aburridas, estuvo en contadas películas, todas mediocres -peores que la guerra, porque los críticos sí tiraban a dar-. Fue al final de esa década de doble desperdicio que la suerte vino a tocarle a la puerta con el ding-dong alegre de "Avón llama". Pero no era Avón, productos de belleza, sino Billy Wilder, hablando inglés con acento austríaco: todavía era anatema en Hollywood tener acento alemán.
El cartero llamará dos veces pero el director de cine llama siempre a veces tres: se juega, en definitiva, muchas más cartas Wilder quería que Montgomery Clift, entonces el actor del momento (todavía no habían debutado en el cine ni Brando ni James Dean) fuera el condenado por débil de Joe Gillis, a quien e fracaso insistente convierte en amante renuente de Nornia Desmond, reliquia patética porque su corazón latía todavía. Clift, después de firmar contrato, lo rompió aduciendo que semejante relación erótica le era tan repulsiva que no podría jamás actuar junto a Gloria Swanson. (En su vida, apenas real, Clift era, sin embargo, amante de una mujer tan vieja como Norma Desmond en el cine, mayor aún que la Swanson y además no esa gloriosa veterana, sino una triste viuda por homicidio exonerado.) Después, Wilder acudió a otro galán indiferente, Fred Mac Murray, a quien él mismo había convertido en actor famoso en Pacto de sangre, y uno de los hombres más ricos de Hollywood por cuenta propia. Mac Murray dijo que no, gracias. Desesperado, Wilder recayó en Holden. Casi fracasado como actor, pero todavía con orgullo de estrella, Holden exigió -increíble- que le ampliaran su papel: le parecía poco. Wilder se negó de plano -"se trata dela tragedia de una actriz, no de un guionista"- y apeló al estudio que gobernaba los días de sueño y las noches sin sueños de WiIliam Holden, ahora tal vez el golden boy más viejo del mundo. Finalmente, y a regañadientes Holden tomó la decisión de su vida para decir que sí a la vez a Gloria Swanson y a la gloria y se convirtió en Joe Gillis -y de paso en William Holden.
Su personaje -verdadero protagonista moderno- hacía cuerpo de la doble imagen del fracaso de la ilusión abatida (a balazos) por el triunfo del amor por la locura y la muerte. Todo contado desde esa piscina fatal en que el narrador, famoso por quince minutos, flota de cúbito prono, iluminado por los reflectores en el agua en que yace muerto -pero todavía hablando desde el más allá, como el escritor eterno que quiso ser-. La voz de Holden, neutra, la cara de Holden, perfecta, pero gris, no podían ser, sin embargo, más emotivas en su impasible pasividad. Si el héroe existencial, de moda entonces, tenía un rostro y una lengua y un tipo: una persona era lo que encarnaba William Holden en El crepúsculo de los dioses. La filosofía de Sartre y la ética de Camus completaban por fin una imagen virtual sin virtudes. Es por eso, creo, que todos los que teníamos veinte años en 1950 queríamos ser William Holden: encarnar a Joe Gillis, escritor en el fracaso, sí, pero no morir de tres tiros fetales para flotar en una piscina amniótica de cualquier Sunset Boulevard de la vida. William Holden nos hizo posible ese milagro: había sido Joe Gillis en el infierno por hora y media, pero vivía para contarlo. Siguió vivo mucho más de un cuarto de siglo. Ahora, cuando nosotros, los de entonces, tenemos ya medio siglo vivido, WiIliam Holden ha muerto al Fin solo en su cuarto, en un charco de sangre, sin melodrama ni tragedia, casi de esa muerte natural a un ebrio eterno y ya nadie puede ser más William Holden -ni siquiera el propio William Holden, de súbito de cúbito supino.
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