El marasmo nacional
Los viejos sabios indios de antes de Jesucristo (que esos sí que son sabios, y sobre todo viejos) decían que entre las cosas mudables de este mundo estaban la sombra de las nubes y la amistad de los malvados. Cualquier moderno lector de los antiguos sabios traduciría hoy malvado por político. Y eso sin suponer en el moderno lector de hoy antigua proclividad a la malevolencia.No es necesario.
Porque una de las funciones capitales de la clase política en una democracia es la de servir de pararrayos a las iras generales. Cuando el elector se convierte en representado, después de celebradas las elecciones, pasa a formar parte de un como inorgánico sindicato de odiadores. Los odiados pueden ser los representantes escogidos por electores de otros partidos, en el mejor caso, y cuando las cosas van muy mal, los parlamentarios por el mismo votados.
Prestan así los políticos un inestimable servicio a la comunidad que los sustenta. Absorben los fluidos de agresividad generados por los individuos particulares, y contribuyen con ello a la general bonanza. Tan pasiva función de compresa puede asemejarse a la de esos juguetes bélicos que, al decir del célebre doctor Spock, alivian la tensión infantil... Dejo a psicólogos, ontólogos y ornitólogos la elucidación de un problema capital. A saber: si fue antes la gallina que el huevo; es decir, si los ciudadanos pagamos a los políticos para poder odiarles, o les odiamos porque les pagamos, pues entra dentro de la admirable condición humana el acabar odiando a todo aquel a quien se tiene en nómina.
Esta función absorbente y relajante de la política no figura en los manuales, a pesar de su importancia. Algún día figurará. Ahora hemos de añadirla a otras dos, más clásicas y estudiadas: una, el arte o ciencia de adquirir el poder y conservarlo; otra, el arte o ciencia de gobernar. Existe además otro motivo para unirla a las dos clásicas: porque da medida de la proporción en que ellas dos intervienen en la política. Me explico: cuando la compresa del vituperio anda más empapada de lo corriente denota un cierto desequilibrio entre las dos manifestaciones clásicas de la política. Y es porque entonces domina en los políticos el afán de adquirir o conservar el poder sobre la idea de gobernar, y así es como los problemas nacionales acaban por quedarse en mera disculpa para la lucha y disputa por el poder.
Esto es algo que el representado percibe antes o después, pues tiene para ello un sexto sentido semejante a ese de que disfrutan los chinos y que les permite reconocerse a simple vista. Y, tras la percepción del representado, llega el apercibimiento al representante. Toma la forma de eso que antes llamaban desencanto y ya dejó de llamarse así, porque también llega el desencanto del desencanto. Acaso mejor llamarlo el marasmo nacional. La parálisis, la suspensión del proyecto y la ilusión política, el abstencionismo... Nadie quiere intervenir de figurante, comparsa y peón en ajenas batallas; nadie quiere ser maldito del Tenorio, punto anónimo en encuestas de opinión cuando su opinión no va a contar después. Y unas elecciones son la más completa de las encuestas, la encuesta total por antonomasia. Por eso crece el número de los que sí saben, pero no contestan. Porque perciben y saben que fueron mudables como sombra de nube viajera las promesas de aquellos en quienes fiaron, más atentos a mantener el poder que a gobernar.
Y es que no puede gobernarse en una democracia con los malos modos de la dictadura. No puede descuidarse la representación: nunca hay que olvidar al representado y siempre hay que cuidar el espectáculo. Hay que gobernar y tener proyectos para ello, ilusiones colectivas y no sólo particulares afanes de mantener el poder o desplazar a quienes están en él para ocuparlo luego. El poder que se conquistó con proyectos puede desaparecer cuando ellos desaparezcan. Por lo menos eso es lo que suele ocurrir en las democracias. Y entre ellas estamos y queremos estar por los siglos de los siglos. Amén.
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