Nueva York vivirá hoy 42,195 kilómetros de fantasía y sufrimiento
El último domingo de cada mes de octubre, la ciudad de Nueva York queda paralizada. Diez helicópteros envían, desde el aire, las imágenes en directo a Estados Unidos, por la cadena ABC, y a 35 países. Dos millones de personas salen a la calle. Es el día de la maratón. Hoy, 16.000 personas volverán a sentir los ánimos de un pueblo empeñado en que todos los corredores lleguen a la meta. Van a ser 42,195 kilómetros de fantasía y sufrimiento.
ENVIADO ESPECIALEl primer deseo de todo corredor de maratón, cuando llega a la meta, es no volver a repetir la experiencia por nada del mundo. Esa promesa nunca se cumple cuando se corre en Nueva York. Quizá sea por lo que escribió en cierta ocasión Dick Talleur: «Durante años he sentido enorme animosidad hacia la ciudad de Nueva York y sus gentes; la he considerado una letrina política, un pasivo enorme y un desastre ambiental... Mis sentimientos han cambiado. Debido a la maratón he visto a la ciudad, sus gentes, de una forma totalmente distinta; he sentido su orgullo, su competencia, su humanidad, su voluntad».
Y es que correr en Nueva York te llega muy adentro. Si alguna vez se humedecen los ojos al llegar a la meta, será en Central Park. Tal día como hoy, el corredor es el único protagonista en Nueva York; recibirá múltiples atenciones y le quedará para siempre ese calor humano que le hicieron llegar durante el recorrido. «Good, good, good», será lo que escuche durante toda la carrera, estrechará manos que los espectadores extienden para dar ánimos, en el barrio negro de Harlem le acompañarán cánticos y bailes si las fuerzas flaquean, y hoy, todo el que tenga un dorsal en Nueva York volará hasta la meta, porque la ciudad no le permitirá fracasar.
Sólo así puede explicarse que de 16.000 personas abandone un 20%, lo que da un porcentaje de corredores que cubren los 42,195 kilómetros como en ninguna otra maratón del mundo. El primero suele tardar poco más de dos horas; el último, casi ocho. Y es que en Nueva York hoy se dan cita desde los más grandes atletas hasta los que intentan la aventura del correr por vez primera. Pero hacerlo hoy no es fácil. En julio hay que haber enviado al Road Runners Club la solicitud. Todos los que ya corrieron la maratón son admitidos; los restantes entran en sorteo, hasta llegar al cupo de 16.000, que este año, por primera vez, no ha sido aumentado, pues, permitir que corriesen las 20.000 personas de todo el mundo que quedaron fuera de la carrera significaría desbordar las propias posibilidades de organización, Pero en el mercado negro pueden adquirirse dorsales por mil dólares; comprarlo es lo más sensato si se quiere correr como sea; hacerlo sin dorsal significaría quedar inmovilizado por recias personas que se abalanzan sobre el insensato como si de un loco se tratase.
La carrera comenzará por la tarde
Hoy es el día señalado para la carrera. Comenzará a las 16.30 horas española. En Nueva York el día no ha hecho más que comenzar y los corredores sólo piden que el sol no apriete en este día de otoño. La salida, como siempre, será desde el puente Verrazano, de 1.800 metros de longitud. La aventura va a comenzar a ritmo muy lento, casi al paso, porque la multitud impide el correr casi hasta pasado el puente.Verrazano ya ha quedado atrás. Se entra en Brooklyn. Una simpática orquesta da la bienvenida a los corredores, que comienzan a recibir a partir de entonces el calor humano de un público volcado en la maratón. Miles de personas ocupan las aceras. Las que han podido situarse en primera fila extienden sus manos para que, al menos a través de un fugaz contacto, puedan transmitir un poco de ánimo a esos valientes o locos -según como se mire- que tienen todavía por delante casi cuarenta kilómetros. Es un acto de homenaje, de amistad, de admiración, de solidaridad hacia aquellos que están afrontando la carrera más larga del mundo. Se trata de intentar forzar la sonrisa de los corredores ahora que están todavía tiempo.
Brooklyn es quizá la parte más agradable del recorrido. El público, en su mayoría de color, resulta variado -espectacular resulta el paso por donde viven los rabinos- y, sobre todo, simpático. Desde las ventanas, enormes altavoces difunden música a todo volumen para animar la carrera. Cuando se entra en Queens van ya veinte kilómetros de recorrido. La falta de calor del público, al ser esta una zona industrial, se suple al comprobar que los tiempos de paso son mejores de los previstos. El correr a nivel del mar y rodeado por un ambiente inesperado logra milagros.
Dentro de muy poco se entrará en Manhattan, que es al fin y al cabo donde acabará la carrera; pero primero hay que recorrerlo casi entero, salir de él y entrar de nuevo, ya casi en línea recta hacia la meta. La entrada a Manhattan es por el puente de Queens, casi tan largo como el de Verrazano, pero que significa dos kilómetros de sufrimiento por el extraño piso, que pulveriza los pies, y por el viento, que en este paso suele azotar lateralmente.
Los músculos de las piernas comienzan a resentirse tras el paso por la cruel estructura de la calzada; tiemblan, queriendo rebelarse. Son apenas dos minutos, porque una nueva sorpresa aguarda. Tras los primeros momentos de sufrimiento y silencio se enfila la Primera Avenida, tras una cerradísima curva, y se produce la explosión. La gente no cabe en las aceras; en Manhattan no hay música, pero sí un grito unánime hacía los corredores -«good, good, good»-; tampoco manos que reclaman un saludo, pero sí que te ofrecen bebidas y frutas. Si no hay a mano té con bebesales, también es bueno un trago de agua.
Es en los cinco kilómetros de la Primera Avenida donde se empieza a notar que se está corriendo una maratón. Sólo se ve una recta inmensa, sin principio ni fin, y los gestos comienzan a concentrarse para soportar lo que se avecina. Poco importa el espectáculo que pueda significar el correr entre rascacielos. De lo que se trata es de meterse en la cabeza ese «good good, good» para que, cuando las fuerzas empiecen a flaquear, sirva de aliento el recordarlo.
Los peores kilómetros llegan, ahora. Son los tres del Bronx. Al margen de que la carrera atraviese de nuevo una zona industrial y, por tanto, sin público, se llevan ya treinta y tantos kilómetros, justo cuando la pájara está a punto de sobrevenir. Los puestos de avituallamiento demuestran su capacidad. Los médicos se interesan por el estado de los que comienzan a dar síntomas de agotamiento.
Cánticos y bailes en Harlem
La lucha interior ha comenzado: «Ya falta poco; entrar de nuevo en Manhattan; luego, todo, recto, se llega a Central Park y ya está»; es algo que maquinalmente se repiten todos los corredores. En esta especie de sofronización para soportar el sufrimiento se cruza ya el último puente y las fuerzas vuelven a resurgir al pasar por Harlem. Cánticos y bailes acompañan a los atletas, que marchan escoltados por la alegría de un barrio marginado por el hombre blanco, excepción hecha del día de hoy. Todavía hay fuerzas y la meta está cerca.Sin darse casi cuenta se produce la entrada en Central Park. Este era un momento ansiado. Ya sólo quedan cinco. kilómetros, que transcurren por el parque a través de una carretera que sube y baja por suaves pero sucesivas -casi interminables- colinas. Las ardillas, los lagos, el otoño, forma un paisaje de ensueño; pero ya sólo se lucha contra esos pequeños repechos que apenas pueden remontar unas piernas cansadas, doloridas, que ya consumieron toda su reserva de glucógeno almacenada en los músculos a través de la dieta precarrera.
Los corredores ya sólo son autómatas que apenas esbozan un saludo al ser reconocidos por los amigos que han acudido a presenciar su llegada. La lucha con uno mismo comienza a ser brutal, propia de titanes. Y así acaba ya Central Park, lo que se traduce en que sólo falta un kilómetro y poco más, que transcurre en una calle paralela al parque. Cuando se vuelva a entrar en él quedan doscientos metros.
Ya se escuchan los altavoces de la meta. Una voz anima a los que van entrando, la música comienza a inundar el ambiente, e inesperadamente los corredores despiertan con los aplausos de un público que no cesa de jalear desde las tribunas. Se levanta la vista y ahí está, tan sólo a unos pasos: es la meta, desde la que se desprenden globos para celebrar la llegada de cada corredor. Lo único que cabe es esprintar para hacer ver a esos espectadores, que desde el amanecer hicieron cola para asegurarse un sitio en las gradas, que sus ánimos le hicieron recuperar las fuerzas, aunque sólo fueran las justas para cruzar la línea de llegada dignamente.
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