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El mito de la "gran esperanza blanca" vuelve al boxeo norteamericano

En Norteamérica, el boxeo profesional no sólo ha sido un gigantesco negocio de empresarios neurólogos y sepultureros, ha sido también un duelo de razas. Para reclamar la presencia de los espectadores, los match-makers han seguido siempre la estrategia de presentar los combates como guerras entre clases sociales, mitos o conceptos, pero, sobre todo, como guerras entre colores. Hoy, cuando el negro Larry Holmes disfruta del título mundial de los grandes pesos, han vuelto a encontrar en Gerry Cooney la gran esperanza blanca.

A pesar de todo, la irrupción de los boxeadores de raza negra en Hall de la Fama fue, en su día, una sorpresa para los entendidos. Detrás de John L. Sullivan, el primer campeón del mundo, desfiló una larga nómina de hombres blancos; rostros pálidos que presentaban una guardia insolente y alta, como una cornamenta. James Gentleman Jim Corbett, Bob Fitzsimmonds y los otros campeones corniveletos de finales de siglo pasaron con toda naturalidad del cuadrilátero a los cuadros memoriales que adornan las tabernas de Nueva York, como si la hegemonía blanca fuera simplemente inevitable. Eran soberbios gladiadores de escayola, tiesos y blancos; blancos, por encima de todo. Aquella serie de luchadores de perfil se prolongó hasta Tommy Burris.Pero un día apareció Jack Johnson, un negro poderoso, circular; una fortaleza que empezaba y terminaba en sí misma como una verdad absoluta. Los dos únicos puntos vulnerables que se le reconocían eran dos piezas de metal: sus dientes de oro. Para redondear aún más su imagen de gorila armónico, se rapaba la cabeza al cero con un raro instinto que le permitía entender la estética de la solidez.

En el ring era un hombre araña. Fue el primer boxeador que utilizó los brazos como protección: tejía una tela viscosa en la que los adversarios acababan cayendo. Luego picaba en el lugar preciso, y punto. Al fin, Tommy Burns aceptó pelear contra él. Sin ningún agobio, Johnson lo mandó al hospital.

Los mitólogos del boxeo buscaron una solución a la catástrofe. Hasta entonces, el ébano había perdido siempre ante el algodón, y así debía seguir siendo. De pronto creyeron dar con la clave: propondrían el regreso del ex campeón invicto James J. Jeffries, El Calderero de Los Angeles, antecesor de Burns. Claro que sería necesario cambiarle el nombre. Le llamarían La Gran Esperanza Blanca.

Jeffries y Johnson disputaron uno de los primeros combates del siglo. Fue largo y lento; lo que los especialistas suelen calificar como una pelea sorda. Una hora después del desenlace, los cuidadores se llevaron en silencio lo que quedaba de la gran esperanza, es decir, algo más de ochenta kilos de carne. De allí en adelante, y salvo en la época en que dominaba Joe Louis, el negro que tenía el alma blanca, los match-makers han estado buscando al vengador de Jeffries.

Ahora creen haberlo encontrado en Gerry Cooney. Parece apuntar todas las cualidades necesarias. Mide 1,96 metros, ha cumplido veinticuatro años, ha ganado sus veinticinco peleas, diecinueve por knock-out, y se da un aire a Silvester Stallone, lo que ofrecería credibilidad a una nueva historia de Rocky. Como era de esperar, tiene el pasado breve y limpio, acaso algo simple, que tanto gusta a los fabricantes de ídolos.

Su padre fue un boxeador segundón, un personaje condenado a la letra pequeña, y, por tanto, un seguro principio de estirpe. Nadie mejor que el chico para reparar un pasado imperfecto. Hoy, Gerry ha noqueado, por ejemplo, a Jimmy Young, que estaba en uno de los primeros lugares del ranking mundial, y a Ken Mandingo Norton, el hombre que le rompió la mandíbula a Muhammad Alí. Ha llegado a la cabecera de la serie. Está inmediatamente debajo de Larry Holmes, el campeón.

Mientras aguarda su oportunidad, pasea con indiferencia por el Bronx. Lleva una visera de amplio vuelo, y una cazadora de cuero cuyas mangas están irremediablemente dilatadas por infinitos crochets lanzados al aire, y ha aprendido a caminar bamboleándose, como los viejos campeones deformados por las esquivas de cintura. Se espera, de un momento a otro, la noticia de su combate por el título. Entre tanto, él sólo recuerda que se graduó en el colegio Walt Whitman, de Huntington, y a papá, que se graduó en puntos de sutura, y recuerda también un súbito relámpago negro.

Son los guantes de Jack Johnson, que cruzan por delante de todas las esperanzas blancas desde principios de siglo.

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